Armas de mujer
La propietaria de L'Oréal promete una "guerra nuclear" a su hija, con la que ha vuelto a pelear en los tribunales. Un escándalo con ramificaciones político-financieras y mucho glamour.
Dallas sur Seine. Así han bautizado los franceses la guerra de las Bettencourt (Liliane, 88 años, heredera de L'Oréal; Françoise, 59 años, su hija). En la cuna del folletín, el conflicto empresarial, que ha salpicado incluso al Elíseo, reúne los ingredientes de un culebrón televisivo. Un Dallas en el elegante barrio parisino de Neuilly-sur-Seine, donde las mujeres tienen su residencia, a pocos metros de distancia la una de la otra.
El próximo capítulo, el 17 de octubre. En esa fecha está previsto que la juez Stéphanie Kass-Danno decida si pone bajo tutela a la mujer más rica de Francia, como demanda su hija, Françoise Meyers-Bettencourt, convencida de que su madre es una anciana vulnerable de la que muchos se aprovechan. Primero, el fotógrafo François-Marie Banier, 20 años menor que Liliane, que podría haber recibido de ella unos 1.000 millones de euros. El detonante del escándalo. Ahora, el médico y la enfermera que la atienden y el abogado que administra su fortuna. Un nuevo enfrentamiento que acaba con la tregua que madre e hija firmaron en diciembre del pasado año.
Puede que Liliane sea vulnerable, esté sorda y tenga problemas neurológicos, pero promete la "guerra nuclear" a su hija. "Si me ponen bajo tutela, pues me ponen bajo tutela, ¡pero mugiré!", declaraba hace unos días en una entrevista en la televisión.
Liliane heredó de su padre, Eugéne Schueller, un carácter osado y el sentido del esfuerzo. Este, trabajador incansable, hizo fortuna vendiendo el primer tinte conocido a las peluquerías del París de principios del siglo XX. La heredera recibió una educación estricta; con 15 años ya trabajaba en la fábrica familiar pegando etiquetas en los envases, una ocupación que tuvo que interrumpir al enfermar de tuberculosis. La enviaron a Suiza a recuperarse y allí conoció a su futuro marido, André Bettencourt, un político cercano a Georges Pompidou, que fue ministro con Charles de Gaulle. Pompidou tuvo un gran ascendente sobre esta mujer amante de la cultura y el arte. Siguiendo su consejo, decidió diversificar su fortuna y, en 1974, alcanzó un acuerdo con Nestlé.
Liliane Bettencourt nunca ha estado al frente del negocio, aunque tanto ella como su hija y su yerno, Jean-Pierre Meyers, están en el consejo de administración. A la muerte de su padre, recurrió a un amigo de su marido, François Dalle, el artífice de transformar la pequeña empresa de tintes para el pelo en el líder mundial de la cosmética. Bettencourt apoyó todos los proyectos que proponía Dalle, como la adquisición de la que sería enseña más valiosa de la multinacional en pocos años: Garnier.
La familia Bettencourt dirige los designios de más de 20 grandes marcas internacionales, entre ellas, Helena Rubinstein, Ralph Lauren, Armani, YSL, La Roche-Posay, Kérastase, The Body Shop y Maybelline.
Forbes calcula su fortuna en 17.000 millones de euros, que la convierten en la mujer más rica de Francia. Millonaria, pero sin hacer ostentación. Su discreta vida saltó por los aires en 2007, poco después de la muerte de su marido. A su hija no le hacía gracia la estrecha amistad de su madre con el fotógrafo François-Marie Banier, cuyo trabajo aparece habitualmente en The New Yorker y Vanity Fair. Liliane le consideraba un amigo encantador, cultivado e inteligente que le ayudó cuando perdió a su marido. Para la hija, sin embargo, Banier era un vividor que intentaba aprovecharse de su madre, así que le demandó y pidió que se incapacitase a su progenitora. En el camino, salieron a la luz las grabaciones de conversaciones privadas realizadas por el mayordomo de la multimillonaria en su casa, que daban cuenta de las generosas donaciones de la matriarca a la derecha gala. El escándalo salpicó al entonces ministro de Trabajo, Eric Woerth, cuya mujer trabajaba para Bettencourt.
La frágil paz alcanzada entre Liliane y su única hija se rompió en verano. Françoise Bettencourt-Meyers intenta de nuevo que la justicia declare que su madre no está en condiciones de gestionar su fortuna. Acusa al abogado Pascal Wilhelm, encargado desde enero de administrar su patrimonio, su nuevo hombre de confianza.
Françoise huye del tópico pobre niña rica. Ella prefiere la música -pasa tres horas al día tocando el piano- y la literatura -es autora de varias obras sobre la Biblia y las relaciones entre el judaísmo y el cristianismo- a hablar de su
fortuna o los asuntos
domésticos. No quiso un matrimonio de conveniencia y tuvo que vencer el obstáculo de la religión en su relación con Jean-Pierre Meyers, hijo de un empleado de L'Oréal, judío -los abuelos fueron deportados a Auschwitz-. El matrimonio tiene dos hijos, Jean-Victor y Nicolas, que estudian en EE UU y que estos días apoyan a su madre.
Para la madre, el dinero tiene que servir para emprender; la hija, por su parte, recuerda la frase de San Vicente de Paúl: "El dinero es un buen servidor, pero un mal amo".