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Tribuna
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Un impuesto distorsionador

En muchas ocasiones, en las cumbres del G-20 que se han producido desde 2008 hasta hoy, se ha hablado de la posibilidad de establecer algún tipo de impuesto a las transacciones financieras. Como referencia, se ha recurrido muchas veces a la conocida tasa Tobin, que causa amor y odio a partes iguales, entre otros aspectos por su propio nombre puesto que, en puridad, no es una tasa. Lo que Tobin concibió era una propuesta para tratar de dotar de mayor estabilidad los movimientos cambiarios tras el final de Bretton Woods. Poco que ver con la traslación que desde hace un tiempo se está haciendo a la posibilidad de gravar las transacciones financieras. El propio Tobin incluso renegó hace ya tiempo de la propia idea, puesto que consideraba que esta reinterpretación era imprecisa y confusa.

Ayer se dio un paso importante en la implantación de un impuesto a las transacciones financieras. La Comisión Europea dio trámite a una propuesta que pretende, de partida, gravar con un 0,1% las transacciones con acciones y bonos y con un 0,01% las operaciones con derivados. Aunque la medida debe ser aprobada por el Consejo y por el Parlamento Europeo, la controversia ya está servida. En primer lugar, se presentan dificultades importantes para su implantación, dado que las medidas fiscales comunes deben ser aprobadas por todos los Estados miembros y está por ver que haya disposición para ello. Sea cual sea su viabilidad política real, cabe cuestionarse si esta medida tiene verdaderamente un sentido económico y social. En sí, la medida parece más una respuesta política a un entorno social aparentemente molesto con el sector bancario.

Ayer se oyeron declaraciones desde Bruselas que apelaban a la justicia social y que señalaban que las entidades financieras también deben pagar "su contribución a la sociedad". Asimismo, desde estas instancias se señalaba que este impuesto tenía como objeto fomentar la estabilidad financiera. Sin embargo, ninguno de esos dos extremos parece estar tan claro. En primer lugar, las entidades financieras ya cuentan con un régimen impositivo y tributan como lo hacen otras empresas. En segundo lugar, para garantizar la estabilidad financiera ya se cuenta con un conjunto amplio de elementos regulatorios y de supervisión organizados principalmente en torno a la solvencia y las garantías sobre los depósitos y las inversiones. Si se quiere mejorar la estabilidad financiera es en esos pilares donde se debe incidir… y eso es gran parte de lo que se está haciendo, aunque es cierto que la aridez técnica de estas cuestiones lo hace más difícil de transmitir estos esfuerzos a los ciudadanos.

Lo que un impuesto sobre las transacciones puede conseguir son efectos distorsionadores, sobre los que hemos podido aprender mucho en los últimos años. Si se establece un impuesto -y, sobre todo, se hace solo en determinadas localizaciones geográficas- se pueden crear desventajas comparativas, sobre todo teniendo en cuenta que el sistema financiero es global y esta tasa, a todas luces, no lo será. Además, en sí, el impuesto debe responder a un propósito más allá de la recaudación y, como se ha señalado, no parece que la estabilidad financiera esté motivada como propósito del mismo. Lo que se debe tratar de propiciar es que el crédito fluya cuanto antes, pero esto no se puede hacer de forma artificial. La situación macroeconómica y la crisis de la deuda soberana ya están teniendo un efecto suficientemente demoledor sobre el riesgo bancario y sobre los márgenes y un impuesto sobre las transacciones no va a ayudar a mejorar esta situación, ni aunque se aplicase una vez pasada la crisis.

Lo que se le puede y se debe exigir a la banca y al sector financiero es que todos sus participantes se guíen por criterios de eficiencia y profesionalidad y, sobre todo, de valor añadido. Que el riesgo se diversifique y se favorezca la inversión productiva, en lugar de trasladar y multiplicar el riesgo sin aportar al bienestar económico-social. En parte, lo que la crisis está haciendo es una importante criba en el sector bancario y solo los que creen valor podrán sobrevivir. La regulación aún puede hacer mucho para mejorar en esos aspectos pero un impuesto a las transacciones financieras no parece ni teóricamente ni en la práctica la mejor opción.

Santiago Carbó. Director de Estudios Financieros de Funcas

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