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Por fin alguien dimite

La dimisión de Jürgen Stark conmocionó ayer los mercados bursátiles. Pero la salida del Economista-Jefe del Banco Central Europeo supone un saludable ejemplo para unos eurócratas que se aferran al cargo pase lo que pase.

Desde hace años, ningún alto cargo dimite en Bruselas o Fráncfort aunque esté completamente desgastado o desautorizado. Todos encajan los golpes o los errores con absoluta indiferencia y esperan tranqulamente el final de su mandato o la llamada para un nuevo puesto desde las capitales respectivas. La última renuncia significativa data de 1999, cuando todos los comisarios europeos dimitieron en bloque entre acusaciones de mala gestión generalizada.

Desde entonces ha habido numerosas ocasiones para que comisarios, altos cargos del Consejo o miembros del BCE dieran un paso al frente hacia la autodefenestración. Pero nada. Ni siquiera durante la desastrosa gestión de la actual crisis financiera se ha producido una sola dimisión. Y candidatos había.

Para empezar, el presidente de la Comisión Europea, José Manuel Barroso, que durante su primer mandato (1999-2004) apostó por conceder libertad absoluta a los mercados financieros y dejar que pastaran a sus anchas las agencias de calificación, los bancos de inversión y los alquimistas aficionados a los derivados.

Ni siquiera las demoledoras sentencias del Tribunal de Justicia europeo sobre alguna barrabasada de la Comisión (como la del Reglamento que limitó los líquidos que pueden llevar los viajeros a bordo de un avión) o del Consejo (como la arbitraria elaboración de la lista negra antiterrorista) han provocado ceses ni dimisiones.

El fraude griego tampoco hizo rodar cabezas en Bruselas, donde los sucesivos comisarios de Asuntos Económicos (Pedro Solbes y Joaquín Almunia) se tragaron las inverosímiles cifras de déficit presentadas por Atenas.

Falta de control democráctico

Podríamos citar muchos más ejemplos. Como el comisario de Economía, Olli Rehn, reducido por Berlín a mero convidado de piedra en las operaciones de rescate. O el presidente del Consejo Europeo, Herman Van Rompuy, a quien Merkel y Sarkozy ignoran sistemáticamente a pesar de que fue nombrado con su apoyo. La comisaria europea de Justicia, Viviane Reding, bramó contra la expulsión de gitanos en Francia y amenazó con rayos y truenos al presidente francés, Nicolas Sarkozy. París, por supuesto, desbarató la ofensiva y fulminó a una comisaria que, desde entonces, no ha vuelto a levantar cabeza.

Y qué decir del inefable comisario de Energía, Günter Oettinger, que anunció el apocalipsis nuclear tras ver por televisión las imágenes de Fukushima. O del comisario de Agricultura, Dacian Ciolos, cuya clamorosa incompetencia se reveló durante la crisis del pepino entre España y Alemania. Todos siguen ahí, cobrando sus 20.000 y picos euros al mes.

Sospecho que el motivo de esa capacidad de supervivencia se debe al conocido déficit democrático de la UE, una estructura en la que los políticos no están sometidos al control estricto de un Parlamento ni soportan la presión de una opinión pública europea, porque no existe. La responsabilidad se diluye y el ciudadano percibe los errores pero no sabe exactamente a quién atribuírselos.

Una apuesta

En ese mundo cerrado, el portazo de Stark puede venir de maravilla. Al alemán se le podrá acusar de dogmático, de estar obsesionado con la inflación y de no entender la realidad de la zona euro. Pero nadie podrá tacharle de incoherente. Cuando la institución para la que trabaja ha tomado una deriva incompatible con su pensamiento ha preferido marcharse a casa.

(Me gustaría terminar este primer post del curso a lo Munchau, el articulista del FT que suele incluir en sus análisis alguna predicción personal. Pues bien: mi apuesta es que José Manuel Barroso, en un arrebato de dignidad, dejará el cargo antes de que expire su mandato en 2014. Intuyo que tan pronto como se le presente la oportunidad imitará el gesto de Stark. Y si al alemán no se le echará mucho de menos en Fráncfort, al portugués tampoco se le añorará demasiado en Bruselas.)

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