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Columna
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Acuerdo de salvación

En el pleno del Congreso de los Diputados del jueves se puso de nuevo de manifiesto el sinsentido del antagonismo cainita entre los dos grandes partidos, el de los socialistas en el Gobierno y el de los populares en la oposición. Primero, a las nueve de la mañana se sustanciaba la sesión de control con preguntas al presidente, José Luis Rodríguez Zapatero, y al vicepresidente, Alfredo Pérez Rubalcaba. El líder de la oposición, Mariano Rajoy, se empeñaba en tergiversar los datos de la Intervención General del Estado. Sostenía que se estaban incumpliendo las previsiones relativas a la recaudación fiscal, cuando las cifras señalan que en el primer cuatrimestre se ha incrementado en un 4,1% respecto del mismo periodo del año anterior, mientras se registra una disminución del déficit del 52%. Es decir, que Mariano Rajoy se alistaba en el bando de los que siembran dudas sobre la realidad económica española, que es lo último que necesitamos. Una siembra, que pretende horadar la credibilidad del Gobierno y precipitar la convocatoria de elecciones pero que elude evaluar el incremento de los daños a los que deberían hacer frente los del PP desde la misma noche del recuento de las urnas.

Porque en política sucede como en la guerra, donde todo lo que ayuda a la victoria fulminante se erige en grave obstáculo para administrar la situación posterior. Lo vimos en Bagdad, cuando se bombardearon las centrales eléctricas, los depósitos de agua y los de combustible para que el desabastecimiento subsiguiente indujera a la rendición incondicional. Pero al día siguiente de tomada la ciudad la responsabilidad de garantizar esos suministros elementales recaía en las fuerzas ocupantes, las cuales, imposibilitadas de hacerlo, recibían la desafección y la hostilidad de los perjudicados carentes de todo.

Recordemos el bombardeo aliado de Dresde en 1945 y las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, sin respeto alguno por las poblaciones que hubieran debido preservarse como obligan las Convenciones de Ginebra y las leyes y usos de la guerra. Son decisiones que los Estados Mayores toman en aras de favorecer logros inmediatos, que atienden los requerimientos impacientes de la opinión pública deseosa de cantar victoria y ahorrar bajas propias a todo trance.

Pero volvamos al Pleno del Congreso del jueves, en cuyo orden del día figuraba la convalidación del Real Decreto Ley de reforma de la negociación colectiva, que el Gobierno se vio obligado a dictar después de fracasado el intento, prorrogado durante meses, de alcanzar un pacto entre la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE) y las centrales sindicales UGT y Comisiones Obreras. La lectura del Real Decreto prueba que el PP carecía de objeciones sustanciales y que, en todo caso, su aprobación era mejor que lo contrario.

Pero en su obstinación por el bloqueo, y decidido a desentenderse de los daños colaterales que pudieran seguirse, había decidido votar "no". En ese mismo bando, como en los tiempos de la pinza y la parábola de las dos orillas de Julio Anguita, se alineaban las izquierdas más o menos irredentas. A partir de ahí, el Gobierno se veía obligado a ganarse el voto favorable o al menos conseguir la abstención de las formaciones nacionalistas catalana, vasca y canaria. La negociación se prolongaba hasta cerrarse a las 14.30, sin que todavía sepamos cuales fueron los términos del intercambio ni menos aún qué ha ganado con su obstruccionismo el PP, salvo dejar la imagen de un gobierno débil y desasistido.

El Fondo Monetario Internacional acaba de condicionar su ayuda a Grecia y exige que los planes de austeridad, en trance de ser adoptados, tengan un respaldo parlamentario de al menos el 60% de los miembros de la asamblea. Otro tanto quieren de Portugal. Aquí deberíamos caminar por esa misma senda del consenso desde ahora mismo, más que para conseguir el rescate, para evitarlo.

Pero el PP, dedicado a destruir la credibilidad y la confianza, sabe que si ganara las elecciones contaría con el apoyo de un Partido Socialista, que a toda costa lucharía por no ser demonizado e intentaría su rehabilitación con ejercicios de idoneidad, los mismos de los que ahora la derecha se considera eximida como estamos viendo.

Miguel Ángel Aguilar. Periodista

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