El acaparador de lujos
El magnate francés incorpora, con la compra de Bulgari, una nueva joya a su imperio, el grupo LVMH. Otra firma de tradición familiar que sucumbe al hombre más rico de Europa.
De pulpo sobredimensionado a fantasioso kraken. El imperio del lujo en torno a la ilustre Louis Vuitton ya había mostrado antes su poderosa musculatura, con la que ha logrado acumular más de 50 etiquetas, referentes todos ellos del consumo ostentoso. La última en caer atrapada en sus tentáculos ha sido la codiciada casa italiana de relojes y joyas Bulgari. De lo que se desprende que la criatura, cada vez más alejada de las leyes naturales, no tiene nada que envidiar al ser mitológico al que los nórdicos atribuían violentos ataques navales. Y el cerebro que coordina sus extremidades, el multimillonario Bernard Arnault, es por ende el cuarto hombre más rico del planeta. Su fortuna, estimada en casi 30.000 millones de euros, se ha consolidado como la más abultada de Europa y le acerca al triunvirato de los Carlos Slim, Bill Gates y Warren Buffett, en la parte alta de la lista que publica anualmente la revista Forbes y que actualizó el miércoles pasado.
Frente a la opulencia y el aroma a exclusividad que destilan sus marcas, este francés de 62 años, rasgos afilados y ojos vítreos es una persona discreta, tímida y reservada. Y eminentemente pragmática, dada su formación como ingeniero en la prestigiosa æpermil;cole Polytechnique. De su padre heredó una constructora a la que recortó funciones y encauzó en el ámbito de la promoción inmobiliaria. La llegada de los socialistas al poder limitó su margen de maniobra y decidió trasladarse a EE UU, donde aprendería a perfilar sus ambiciones. "En Francia rebosamos buenas ideas, pero pocas veces las ponemos en práctica. Cuando haya que hacer algo, ¡hazlo!", comentó en una ocasión. Con la vuelta de un clima más favorable al mundo empresarial, Arnault decidió reconciliarse con la patria. Su curiosidad por la industria del lujo encontró incluso el amparo del propio Gobierno, que le asignó el rescate del resquebrajado grupo financiero Agache-Willot, propietario de firmas textiles como la renombrada Dior. En la operación, la talla sufrió un tremendo tijeretazo al desprenderse de una treintena de fábricas deficitarias y conservar solo un tercio de la plantilla.
Con las miras puestas en el número uno mundial, Arnault dio el gran salto en 1989 después de urdir su entrada en el conglomerado LVMH, estandarte de la casa de moda Louis Vuitton, el champán Moët & Chandon y el coñac Hennessy, entre otros sellos de renombre como la española Loewe. A zancadillas con el resto de aspirantes al control de la compañía, el determinado empresario se ganó la simpatía de la junta de accionistas, que le aclamó como caballero blanco en la opa hostil contra la ineficaz directiva. Arnault pasó al mando con la compra del 18% del capital, y su voraz apetito vino acompañado de una larga serie de destituciones que reforzaron su reputación expeditiva. "Es un trilero de activos, un atracador, el Donald Trump francés", dijo entonces uno de los ejecutivos cesados. Pero, al mismo tiempo, se estaba ganando el respeto de otros tiburones de las finanzas, como el inversor Gilles Cahen-Salvador: "La gente como él está dando buenos ejemplos de cómo ha de funcionar la economía francesa".
La apropiación de LVMH daría paso a un interminable acecho a otras insignias del alto poder adquisitivo, la mayoría regentadas por sagas familiares, a la manera tradicional. Entre las más sonadas, la cadena de cosméticos Sephora, la etiqueta de whisky escocés Glenmorangie y las relojeras suizas Tag Heuer y Hublot. En el camino, una batalla perdida por la conquista de Gucci contra su némesis François Pinault, y el capricho negado de la suntuosa automotriz inglesa Aston Martin. También, la irrupción en el accionariado de la peletera Hermès, con más del 20% de los títulos a finales del año pasado, que sus dirigentes han llegado a calificar de "violación".
Y no solo alhajas persigue Arnault; sus inversiones arañan el capital de la macrocadena de supermercados gala Carrefour y la productora de televisión holandesa Endemol, perteneciente al emporio mediático de Berlusconi. Además, hace cuatro años compró el principal diario económico de Francia, Les æpermil;chos, renunciando por ley a su anterior cabecera, La Tribune, ante las reivindicaciones de los periodistas por la preservación de su independencia.
En realidad, Arnault no es el compulsivo y maquinal hombre de negocios que podría parecer. Sabe perfectamente que la piedra sin pulir no reluce. Por eso conserva la sensibilidad que un día le hizo soñar con ser un célebre concertista de piano, y con la que ha mantenido una búsqueda constante de la creatividad y la innovación. Sin ella no habría tomado la controvertida decisión de conceder la imagen de Dior al gibraltareño John Galliano -hoy repudiado por su reciente dislate antisemita-, entre otros diseñadores extranjeros del grupo. Fuera de los focos y el glamour queda su intimidad, quizás su más preciado tesoro. Pocas cosas se saben de su vida privada, salvo que es un tipo extremadamente familiar. Procura pasar el mayor tiempo posible con los suyos -tiene dos hijos de su primer matrimonio, y otros tres de su actual esposa, la pianista canadiense Hélène Mercier- y reduce su vida social al trato con otros poderosos empresarios. Rehúsa hablar de sus domicilios de residencia y procura cuidar su afición por la música y el arte, proyectada a través de la Fundación Vuitton de París.