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Tribuna
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¿Y la financiación local?

En momentos de vacas flacas, con una dura crisis económica castigando al conjunto de la sociedad, los ayuntamientos están sufriendo duras penalidades. De una parte, la proximidad a los ciudadanos hace que proliferen ciertas demandas complementarias de cobertura social destinadas a paliar los efectos de la crisis, tensionando al alza los gastos, fundamentalmente en las partidas destinadas a programas de bienestar y protección social. De otro lado, la merma de ingresos resulta preocupante.

El estallido de la burbuja inmobiliaria ha hecho resentirse la recaudación de tributos de base cíclica, como el impuesto sobre construcciones, instalaciones y obras, el impuesto sobre el incremento de valor de los terrenos o las licencias urbanísticas, que, pese a su ciclicidad, la mayoría de los ayuntamientos los consideraban, erróneamente, como recursos ordinarios dedicados a financiar gasto corriente. Lo mismo sucede con respecto a los ingresos por aprovechamientos urbanísticos y enajenaciones de patrimonio, que históricamente han contribuido a paliar (sobre todo en algunas áreas geográficas concretas) las carencias de otras fuentes de financiación.

Por otra parte, la principal fuente de ingresos vía transferencias (la PIE o participación en ingresos del Estado) ha venido cayendo también dramáticamente al venir su cuantía vinculada a la recaudación de los principales tributos del Estado (IRPF, IVA e impuestos especiales), duramente castigada también por la crisis. A ello le añadimos que el sistema funciona con un retardo de dos años. En efecto, los municipios se habían acostumbrado a recibir una especie de paga extra, en la medida en que las pesimistas o, en todo caso, infravaloradas predicciones de recaudación del Gobierno hacían que la liquidación definitiva fuera sistemáticamente favorable a los ayuntamientos, cuando la recaudación real superaba ampliamente a la prevista. Sin embargo, esta situación también ha cambiado radicalmente, de modo que la liquidación definitiva correspondiente al año 2008 ya ha resultado negativa para los ayuntamientos, quienes deberán devolver al Estado una cuantía agregada de 1.580 millones de euros, a los que habrá que añadir 3.923 millones correspondientes al año 2009. Pese a las facilidades de pago ofrecidas por el Gobierno de la nación que permitirá fraccionar temporalmente el pago a lo largo de varios años, es fácil deducir que sin una reforma profunda de su sistema de financiación los Gobiernos locales, y con ellos los ciudadanos, en cuanto que beneficiarios de los servicios públicos, lo pasarán francamente mal durante los próximos años.

Antes de que las aguas se desbordaran, y para iniciar un debate constructivo en materia de financiación, desde la FEMP se promovió en su día la elaboración de un estudio que tuve el honor de coordinar y que se plasmó en un libro asumido unánimemente por los órganos de gobierno de esta institución como documento base para la negociación de la reforma. Esta publicación, disponible en la web de la FEMP, contiene propuestas con diverso grado de concreción, realizadas a partir de un análisis detallado del presente de la Hacienda local española y de la experiencia europea sobre la materia. No obstante, desde la Administración central se entendió que adoptar una decisión tan importante y con vocación de perdurabilidad en el tiempo, bajo la presión de una crisis económica tan profunda y con la obligación de reducir drásticamente el desequilibrio en las cuentas públicas en un periodo no superior a tres años, no era lo más recomendable, pues podría llevar a perpetuar en el tiempo situaciones indeseables. Tienen razón, sin embargo, los alcaldes al argumentar que este principio hubiese sido más aceptable de haberse aplicado también a la reforma de la financiación autonómica, máxime cuando existía un compromiso explícito de simultanear en el tiempo ambas reformas (la autonómica y la local). Es comprensible en estas circunstancias el malestar de los regidores locales al percatarse de cómo se encontraba la forma de asignar importantes recursos adicionales que, al menos sobre el papel, contentaban a los Gobiernos autonómicos, al tiempo que se relegaba una vez más la reforma de la financiación local.

Llegados a ese punto, la actitud del Gobierno ante las demandas de los ayuntamientos ha sido ofrecer medidas paliativas, en forma de fondos destinados a financiar inversiones que amortigüen los efectos de la crisis, restringir el acceso al crédito (inicialmente, con carácter general) y apelar al siempre necesario ejercicio de austeridad, que debiera llevar a controlar con rigor cada partida de gasto y suprimir todas aquellas que no sean estrictamente necesarias para el cumplimiento de sus funciones básicas.

Siendo comprensible la preocupación del Gobierno central por la estabilidad presupuestaria, incluida la de los Gobiernos territoriales, en la medida en que es éste quien responde ante las autoridades europeas del cumplimiento voluntariamente aceptado de los límites al déficit y deuda del conjunto de las Administraciones públicas, no lo es menos el reproche que desde la FEMP se le hacía de utilizar un mismo corsé para situaciones tan diferentes como las que se pueden encontrar en la gestión de los Gobiernos locales.

De ahí que se haya recibido con cierto alivio la relajación de las condiciones para permitir el endeudamiento durante el año próximo a la mayor parte de los municipios, aun cuando no satisfaga las expectativas de ciudades que entienden que su base económica y su capacidad de gestión les permitirían endeudarse sin que se viera resentida su solvencia, máxime cuando, al parecer, sólo se tendrá en cuenta para permitir nuevo endeudamiento la deuda financiera y no la deuda del cajón (con proveedores, fundamentalmente).

Con todo, sigue siendo necesario abordar la reforma de las leyes de gobierno (que clarifique competencias y funciones) y de financiación local (que despeje incertidumbres sobre los instrumentos adecuados). Como dice la frase puesta por el escritor cubano Leonardo Padura en boca de uno de sus personajes en la novela Adiós Hemingway: "El tiempo para trabajar resulta cada vez más corto, y si uno lo desperdicia siente que ha cometido un pecado para el cual no hay perdón".

Javier Suárez Pandiello. Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Oviedo

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