Entrevista Julián Gil Navarro: "Fui a negociar la suspensión de pagos"
Julián Gil Navarro no es un consejero delegado al uso. Es el propietario de Yemas de Santa Teresa y el artífice del despegue de una empresa que ha pasado de ser una pastelería en Ávila a vender fuera de España. La salud y la calidad es su leiv motiv y el secreto de su éxito.
¿Cómo se hizo con Yemas de Santa Teresa?
Era muy amigo de uno de los seis propietarios que poseía el 11% de la pastelería. Desde pequeño me invitaban a cenar o llevaban yemas a mi casa de Madrid. En 1988, cuando tenía el bufete en la madrileña calle Fortuny, vinieron a buscarme para presentar una suspensión de pagos. Pedí una auditoría y aquello era un drama, pues los seis hermanos querían vivir de la pastelería. Necesitaban financiación y les ayudé a conseguirla, pero cuando fueron a firmar con el banco la familia se echó para atrás. Una de las accionistas me pidió que me uniese a ella, me quedé con el capital y empezamos a trabajar. El principio fue una sangría; se debían 28 millones de pesetas al huevero y 30 a la Seguridad Social. La situación duró varios años hasta que decidimos sacar productos fuera de la pastelería de Ávila. El primero fue el membrillo que tuvo una buena acogida.
¿Tuvo claro que tenían que ser productos de calidad?
Sí, limpios, sin aditivos ni conservantes, lo que hace que su caducidad sea pequeña y necesiten refrigeración. Eso implica que su exportación es cara, aunque no nos impide vender en Estados Unidos.
¿Su intención era compaginar el bufete con el negocio?
Contraté a un gerente y a un director de compras y me dediqué al despacho, de donde sacaba dinero para pagar las deudas. Pero a los tres años me di cuenta de que me iban a quebrar mis propios directivos. No tuve más remedio que meterme de lleno.
Y poco a poco fue abandonando el despacho.
Sí. En 1997 ya no podía compaginar ambas ocupaciones, además, la pastelería me estaba costando tanto dinero que no podría recuperarlo nunca. Decidí repartir el bufete entre los abogados y me quedé con dos clientes inmobiliarios que no podía dejar. Y me centré en la empresa.
¿El despacho llevaba temas de mercantil?
Se llamaba Gabinete Jurídico Julián Gil, que aparecía en todos los directorios de abogados internacionalistas. Tenía clientes importantes en aquella época. Mi trabajo era en inglés y asesoraba y gestionaba inversiones extranjeras instaladas en España.
¿Cómo fueron sus inicios en la abogacía?
Fui de la cuarta promoción de Icade, con las carreras de Derecho y Económicas. Después viví cuatro años en EE UU; trabaje en el Banco Santander, donde conocí a José Mari Armero que me invitó a unirme a su bufete en 1972. Tenga en cuenta que en los años setenta casi nadie hablaba inglés. En el despacho de Armero estuve hasta 1978 cuando me independicé y monté mi propio despacho. Primero en la calle Fortuny y luego en la plaza de la Independencia, en un local de 650 metros. Cuando disolví el despacho, mantuve como sede de la empresa el mismo local.
¿Eso sorprendería a más de uno?
Era un poco curioso, pues venían distribuidores de membrillo y se quedaban petrificados cuando veían la sede de la empresa con una entrada de 200 metros. Eso sí, cuando me subieron la renta me volví humilde y nos trasladamos a Las Rozas, en Madrid.
P. Me imagino que este negocio sólo lo puede hacer un sibarita al que le guste comer.
De joven me gastaba casi todo el dinero en comer. Cuando era ese abogado agresivo me hacía 600 kilómetros para visitar restaurantes. Me levantaba a las seis de la mañana y me iba a la Yusepa, en Navarra lindando con los Pirineos. Hacía viajes gastronómicos y siempre he tenido preocupación por la buena comida y la buena bebida.