Reino Unido inclina la balanza del G-20 a favor del control del gasto
La política de austeridad recién impuesta por un país que al comienzo de la crisis fue el adalid de la intervención deja a EE UU como único defensor de las recetas de Keynes.
Finalmente, Washington se ha dado cuenta de que todo el mundo está en la cuneta y que EE UU no puede salir solo de ella". La frase es de un editorial de The Wall Street Journal publicado el 22 de junio de 1931, durante la Gran Depresión, a propósito del anuncio del entonces presidente Herbert Hoover en el que admitía estar pensando tomar medidas (que luego se quedaron en el tintero) para dinamizar la recuperación económica mundial. Siete décadas después y sufriendo la Gran Recesión, las grandes economías del mundo se reunieron inmediatamente en el marco del G-20 para diseñar conjuntamente una estrategia común con la que hacer frente a una crisis global. Pero el consenso se ha ido debilitando y este fin de semana la unidad se pone a prueba en Toronto.
La tensión, que enfrenta a la UE con EE UU, gira en torno a si seguir o no con una política keynesiana de estímulos públicos con los que animar la demanda privada mundial de una forma equilibrada y con ello recuperar un crecimiento estable. Para el profesor de Economía de Harvard y ex economista jefe del FMI, Ken Rogoff, esta disyuntiva sobre el mantenimiento de estímulos fiscales o la austeridad para recomponer las cuentas públicas "es la cuestión más importante, sin duda de esta reunión".
En Europa, se ha dado la espalda a esta receta poco a poco y la llegada del conservador David Cameron al poder ha terminado por inclinar la balanza en la UE hacia políticas de austeridad y consolidación fiscal muy defendidas por Alemania y por el presidente del BCE, Jean Claude Trichet. La presión de los mercados, temerosos del deterioro de las cuentas públicas y el bajo potencial de crecimiento han obligado a adoptar esta postura también en España y Portugal mientras que Grecia, sumida en una crisis sin precedentes, ha tenido que plegarse a las exigencias de una fuerte austeridad.
El vuelco británico es sustancial porque el ya ex primer ministro laborista Gordon Brown disfrutó de sus pocos momentos de popularidad cuando se celebró en Washington la primera gran cumbre del G-20 en noviembre de 2008. Entonces, Brown surgió como adalid de los estímulos fiscales, y como muestra anunció al poco tiempo una rebaja del IVA desde el 17,5% hasta el 15%. Ese nivel estuvo vigente hasta enero de este año, pero el nuevo Gobierno de coalición, liderado por los conservadores, se ha apresurado a realizar el movimiento inverso. El FMI en ese momento afirmó que todos los países tenían margen de maniobra para intervenir y dio sus bendiciones a la estrategia.
La prioridad del Ejecutivo de David Cameron es el control del déficit, y, para muestra de sus intenciones, acaba de plantear en su primer proyecto de Presupuestos una subida del IVA hasta el 20% a partir del 1 de enero. Así las cosas, los consumidores británicos afrontarán en doce meses nada menos que cinco puntos más en este impuesto. Fuentes cercanas al Gobierno conservador-liberal sostienen que el impacto sobre la actividad puede no ser excesivo, ya que, según Goldman-Sachs, la reducción del año pasado apenas aportó dos décimas extras al PIB. Además, explican, el presupuesto también incluye medidas de alivio, como la subida del umbral exento de tributación en el IRPF.
Falta de confianza
Hace unos días, en el Parlamento Europeo, Trichet amplió la división con EE UU asegurando con rotundidad que la política fiscal austera es la mejor forma de dinamizar el crecimiento en las economías industrializadas, máxime "cuando estamos en una situación en la que la falta de confianza está jugando en contra de la recuperación". En una entrevista con La Repubblica, Trichet afirmó ayer que no es correcto asumir que la austeridad dé lugar al estancamiento. Por su parte, la canciller alemana, Angela Merkel, que ha puesto en marcha un agresivo recorte presupuestario y un plan de disminución de su deuda, transmitió al presidente de EE UU, Barack Obama, que la reducción del endeudamiento era "esencial" para su país.
La Administración de Obama desconfía del nuevo rumbo tomado por la UE. Siguiendo la lógica de los años treinta reflejada en el editorial del Journal, y a pesar del déficit y la elevada deuda, el Gobierno está convencido de que EE UU no puede salir solo de la crisis y el mundo no puede depender solamente del consumidor americano como hasta ahora. El tímido anuncio de China de liberar la cotización del yuan permite pensar que este país está dando pasos destinados a aumentar su demanda privada, pero en un contexto cortoplacista en el que el objetivo debe pasar por cimentar el titubeante crecimiento americano, Europa y su demanda son básicas. El giro de estos países ha sido criticado por el inversor George Soros, que sobre todo carga contra Alemania, y por Fred Bergsten, economista del Peterson Institute for International Economics, quien critica que los europeos "están frenando al tren del crecimiento". A este coro se une el Nobel Paul Krugman que cuestiona que las políticas de contracción defendidas por Trichet puedan ser, de hecho, expansionistas, una teoría que también cuestiona Robert Skildesky, el biógrafo de John Maynard Keynes. Skildesky argumenta que cuando el Reino Unido dio en 1931 el mismo giro que ahora, la recuperación no llegó hasta la Guerra.
Obama está en una débil posición. El presidente, que felicitó a España por sus medidas de austeridad pero no hizo lo mismo con Alemania, recordó en una carta a los miembros del G-20 que retirar las medidas de estímulo antes de tiempo puede dar lugar a una recaída. Para Obama, este G-20 puede ser un doble revés. No sólo porque considere que el desequilibrio global vuelve a estar servido, sino porque lleva meses intentando sacar adelante un nuevo estímulo fiscal que está bloqueado en el Congreso. Si en Toronto no logra sacar de Europa una bendición para su estrategia de intervención, en Washington habrá poca disposición a más estímulos.
Futuro incierto para la regulación financiera
En la última cumbre de jefes de Gobierno del G-20 celebrada en Pittsburgh (Pensilvania), los líderes se comprometieron a tomar medidas para reforzar los sistemas regulatorios financieros que tan estrepitosamente han fallado en esta crisis global.Los deberes están a medio hacer y si en estrategia económica no hay acuerdo, en lo tocante a la regulación financiera el consenso para reescribir las reglas, más allá de las grandes declaraciones, está más que lejano.Las divisiones de opiniones se han hecho patentes esta misma semana cuando Francia, Alemania y Reino Unido han anunciado planes, unos días antes del encuentro en Toronto, para introducir un impuesto sobre la banca cuyo objetivo es ayudar a sufragar algunos de los costes de la crisis. Ni Canadá ni Japón ni EE UU están a favor de ese gravamen que el ministro de finanzas del país anfitrión, Jim Flaherty, considera que es contraproducente. Para este ministro, lo más importante es avanzar sobre la espinosa cuestión de la calidad y cantidad del capital mínimo requerido a la banca o los topes sobre la capacidad de apalancamiento de los bancos.Según Flaherty, este impuesto tendrá el efecto de restar del capital de la banca recursos que serán importantes para volver a activar el mercado crediticio.Pese a la defensa del ministro, el acuerdo sobre las prioridades que plantea no es materia sobre lo que se vaya a acelerar en Toronto. La iniciativa sobre las normas de capitalización, apalancamiento e intermediación interna de la banca se dejaron en manos de Basilea III, cuyas negociaciones hasta ahora han sido lentas. Es previsible que el objetivo de tener la nueva regulación a finales de año en este particular, no se cumpla. Jean-Claude Trichet, presidente del BCE, admitió que cree que las grandes decisiones "se van a tomar en la reunión de noviembre".