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Tribuna
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Las multas siempre llegan

Muchos de quienes se ven sorprendidos por un radar de carretera tienden a pensar que quizás la multa nunca llegue. Pero llega. Todas las multas terminan llegando y con ellas el arrepentimiento por la imprudencia o por la falta de picardía para captar el camuflaje recaudatorio.

Nuestra vida política e institucional ha estado también instalada, últimamente, en el convencimiento de que las sanciones nunca llegan, de que las consecuencias nunca se pagan. Y ahora nos sorprendemos del aluvión de facturas al que tenemos que hacer frente. Y, además, los causantes y los cómplices del desaguisado nos dicen que las tenemos que pagar entre todos.

El discurso de la responsabilidad, de la moderación, de la contención, ha venido sonando antipático. Lo mismo que la insistencia en el necesario respeto a las leyes y a las instituciones. La creatividad política, las aventuras emprendidas en los ámbitos político y social, no debían frenarse atendiendo a esos discursos. Podíamos expandir hasta el sinsentido el Estado autonómico, iniciar una alocada carrera estatutaria para satisfacer no se sabe bien qué necesidades ciudadanas, reverdecer las luchas medievales por el agua o los enfrentamientos cainitas del siglo pasado, que ni España se iba a romper ni los cimientos nacionales se iban a resquebrajar.

¡Cuántas veces he oído, en debates públicos o privados, la acusación de catastrofista, la admonición entre benevolente y socarrona de que no había pasado nada y de que no iba a pasar nada! Tantas como las que he oído que los aumentos de costos y las pérdidas de eficiencia derivadas de decisiones políticas eran perfectamente asumibles y nos los podíamos permitir. La unidad de mercado no iba a quebrarse y las instituciones podían soportar las inyecciones de partidismo y de manipulación que periódicamente se les suministraban.

Y hete aquí que, como dicen los italianos, los nudos están llegando al peine. Vivimos una crisis política e institucional sin precedentes. Y una crisis económica que nos acerca al borde del abismo. La prioridad que habría que conceder a la emergencia económica tropieza con un marasmo político y con un desconcierto social que dificultan la adopción de las medidas que habría que aplicar para evitar la catástrofe. La única idea política clara parece ser, en estos momentos, la de recibir cada nueva mala noticia económica con la afirmación de que es la última.

Las facturas, lamentablemente, las vamos a pagar entre todos. Y esto, como dice el eslogan, lo tendremos que arreglar entre todos, pero es necesario, y los ciudadanos debemos exigirlo, un radical cambio de comportamiento de los responsables políticos. Es necesario reconducir un Estado autonómico desbocado, racionalizar el gasto público, restablecer el imperio de la ley y el respeto a las instituciones, respetar también a los ciudadanos, a los que no se puede pretender esquilmar con exacciones e impuestos para hacer frente a los despilfarros de todo orden que no se quieren ni cuestionar. Probablemente haya que parar el concierto y atacar da capo la partitura.

Y, mientras tanto, evitar el deterioro del Estado de Derecho y del papel ordenador de la convivencia que tiene el orden jurídico, debe ser compromiso ineludible de quienes asumen responsabilidades públicas. Sin el imperio de la ley, la barbarie acecha en cada esquina. De los últimos aquelarres me ha impactado particularmente una pancarta exhibida en un acto celebrado en Barcelona en la que se leía carta blanca para Garzón. Con un par. Las garantías jurídicas, las formalidades propias de un Estado de Derecho no son más que molestias reaccionarias cuando la justicia se levanta la venda de los ojos y podemos reconocer por su mirada que va a ser impartida por uno de los nuestros. Creo que en esa pancarta está compendiado todo el mal que para nuestras instituciones y para nuestra democracia se ha provocado en los últimos tiempos, y se trasluce en ella, al mismo tiempo, el demonio de una fragmentación social que vuelve a concebir las relaciones sociales desde la dialéctica de amigos y enemigos.

O hacemos un ejercicio de responsabilidad o dentro de unos años estaremos también nosotros, como los argentinos, preguntándonos cuándo se jodió este país.

Federico Durán López. Catedrático de Derecho del Trabajo. Socio de Garrigues

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