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Agenda de Lisboa

Lecciones del fiasco de Lisboa

El miedo a la contestación por los cambios paralizó la agenda lisboeta.

Objetivo: "Llegar a ser la economía más basada en el conocimiento y competitiva del planeta en 2010, capaz de generar un crecimiento sostenible con más y mejores empleos y mayor cohesión social". Ese ambicioso enunciado de la Agenda de Lisboa, aprobada hace diez años, ha quedado muy lejos de cumplirse una vez expirado el plazo.

Como reconoce la propia Comisión Europea, la Agenda de Lisboa se aprobó en 2000 como "respuesta a la globalización" y para "asegurar la sostenibilidad del Estado del bienestar europeo" ante la pujanza de potencias tradicionales y, sobre todo, emergentes. Para lograrlo, los Estados miembros han contado en esta década con 350.000 millones de euros en fondos estructurales y otros 50.000 para proyectos de investigación y desarrollo.

æpermil;xitos y fracasos

Después de fuertes altibajos, la década enfilaba su tramo final con una mejora generalizada en casi todos los campos de la Agenda, si bien insuficiente respecto a los objetivos. Los éxitos más palpables afectaban al propósito de alcanzar una economía verde, con una reducción importante de la intensidad energética y las emisiones de CO2. Pero los suspensos aparecían en el plano del crecimiento, el empleo y la innovación. Así, el incremento medio del PIB apenas alcanzaba el 2,1%, lejos de la meta del 3%. La tasa de empleo estaba en 2007 cinco puntos por debajo del 70%, mientras la inversión en I+D ni siquiera llegaba al 2% del PIB (cuando el objetivo era el 3%). Todo ello, hasta la llegada de la crisis financiera y la recesión global, que está minando los tímidos avances y llevará la tasa de paro al 10% este año.

La explicación más sencilla y directa del fracaso es el establecimiento de unos objetivos difícilmente alcanzables. Pretender que la vieja Europa llegase al nivel de innovación y tecnología de EE UU o Japón en una década se acercaba mucho al pensamiento desiderativo. Pero para explicar la distancia a la que han quedado dichos objetivos se deben buscar causas más metodológicas. Por una parte, el nivel de coordinación entre los países en lo tocante a reformas estructurales ha sido mínimo, tal vez acusando la arquitectura institucional de la UE que ahora se agiliza con la otra Lisboa (en este caso, el tratado político que acaba de entrar en vigor). Por otro lado, buena parte de las pretensiones enunciadas en la Agenda afectaban a pilares esenciales del Estado del bienestar, y la mayoría de los Gobiernos han preferido ahorrarse los costes políticos inherentes a reformar el mercado laboral, el sistema educativo o las pensiones.

Ambas fallas, la de coordinación y la del coste político, deberían inspirar a los autores de la Estrategia 2020 a plantear objetivos vinculantes, en los que el coste político resida precisamente en no acometer las reformas prometidas.

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