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Tribuna
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Por los cerros de æscaron;beda

Mi amiga Joaquina cumplió 96 años al día siguiente de ingresar en el hospital con una grave neumonía. Pareciera que, como escribió Boris Vian, Joaquina "no quisiera morir/ sin dejar de probar/ el sabor de la muerte". El caso es que, pocos días más tarde, aparentemente recuperada y en la tranquilidad de su casa, mi amiga murió dulcemente sin que se cumpliera su deseo de vivir 100 años. Estuvo a punto de sobrevivir a esta rebelde o perenne crisis y, con tiempo por delante, estoy seguro de que con sus consejos y reflexiones habría contribuido a solucionarla o superarla si la hubieran escuchado.

A su manera, con su tremendo sentido de la realidad y una larga experiencia vital, Joaquina sabía mucho de lo que hoy llamamos management, una cosa extraña que algunos han querido elevar a la categoría de ciencia autónoma y autosuficiente, eso sí, buscando el beneficio por el beneficio, dejando de lado a las personas e ignorando saberes previos, colindantes y relevantes, como los de la filosofía, sociología, antropología, derecho o historia, que han sido las coordenadas que han cartografiado al hombre a lo largo de su historia. Y un programa así está condenado al fracaso.

æpermil;sa es la teoría, claro, porque cuando el capital se volvió impaciente han sido el egoísmo insolidario y sin límites, la mentira y el engaño, además del trabajo de mesnadas de sinvergüenzas sin escrúpulos, faltos de profesionalidad y con ganas de hacerse ricos como fuese en un par de semanas, los que nos han llevado donde estamos y los que nos volverán a traer a poco que nos descuidemos. Los humanos estamos hechos así: vivimos en la apariencia, que nos engatusa y -a veces- nos empuja al precipicio. En los últimos años, y más allá de Madoff y compañeros mártires, con la ayuda de muchas instituciones financieras casi todos aparentábamos ser lo que no éramos, y así nos fue.

Lo de Joaquina, y a ella vuelvo, era curioso. Bastan tres apuntes para dar testimonio de su noble pensamiento y de su sincera modernidad. Siempre dijo que había que hablar de personas y nunca de recursos humanos, una denominación que transforma al hombre y a la mujer en meros adjetivos. Si acaso, decía, habría que insistir en derechos o deberes humanos, incluso en uno que nunca aprobó Naciones Unidas: el derecho a equivocarse, el más humano y sagrado de todos ellos. La gerencia, ha escrito Santiago Álvarez de Mon, es la gestión lúcida del error. Otra cosa bien distinta es el empecinamiento en la equivocación, el engaño sin tapujos, la famosa contabilidad creativa de hace unos años, avanzadilla y preludio de estos tiempos peores.

A los jefes, decía mi amiga y consultora, habría que pedirles que cumplan con su obligación; que se preocupen por la formación y hagan crecer un clima de confianza para que el trabajo sea fácil y el ambiente agradable, y que respeten a los empleados y se hagan respetar por ellos. Ni más ni menos. Ahí se encierra el secreto de la jefatura, muchas veces confundida con el liderazgo. Los jefecillos, aquellas personas que, tengan la categoría o el título que tengan, gritan mucho y a destiempo, pierden las formas con frecuencia y se creen lo que no son, ni son jefes ni son nada; pobres de espíritu, generalmente también pelotas de otros jefes, que hacen trabajar a las personas a su capricho y no, como parece lógico y obligado, para la empresa o institución a la que todos se deben.

Y sobre todo, concluía Joaquina, como el tiempo es olvido y es también memoria, además de cabal, hay que ser siempre decente; una palabra síntesis que iba, en su forma de entender la vida, más allá de todas las acepciones que recoge el diccionario: honesto, justo, debido, digno, de buena calidad, etc. Ser decente es cumplir con la obligación que nos corresponde y nos compromete a cada uno, hacer lo que debe hacerse y dar ejemplo. El que es fiel con uno mismo no puede ser falso con nadie.

Y hasta aquí las reflexiones de mi maravillosa consultora senior, una persona de las que merecen la pena y que con los años aprendió a relativizar los asuntos, nos enseñó a comprender y luchó por comprenderse. Al final, como morir es una costumbre que debe tener la gente, mi amiga Joaquina se fue en silencio y entre el calor de quienes la querían ("el ayer siempre absorbe al anteayer/ y viene a ser un resumen del pasado", según Benedetti), y sus cenizas, su recuerdo y sus enseñanzas se quedan para siempre en los ignotos cerros de la ciudad de æscaron;beda, donde nació, vivió y murió. Descanse en paz.

Juan José Almagro. Director general de comunicación y responsabilidad social de Mapfre

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