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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los males del remedio de la enfermedad

El Tesoro de Estados Unidos pondrá esta semana en el mercado títulos de deuda pública por valor de 123.000 millones de dólares (unos 82.000 millones de euros) para financiar sólo una pequeñísima parte del coste de esta crisis económica, que le ha obligado a llevar la deuda pública por encima de los siete billones de dólares (4,6 billones de euros). Pero si hace unos cuantos trimestres, cuando arrancó la crisis, había una demanda abundante de títulos públicos, que se habían convertido de la noche a la mañana en los activos más seguros del mercado pese a su escaso retorno financiero, ahora comienza a aflorar cierta cautela entre los inversores con este tipo de instrumentos financieros. De hecho, los tipos han comenzado a repuntar, mientras que el atractivo se ha desplazado hacia los bonos corporativos.

Independientemente de que los retornos de las emisiones empresariales sean más atractivas, y de que el riesgo de impago sea inexistente en los títulos públicos, éstos han inundado de tal forma el mercado, y seguirán haciéndolo en los próximos meses y años, que los inversores han empezado a discriminar. Seguramente Estados Unidos no tendrá problema alguno para cubrir sus emisiones esta semana, con papel a todos los plazos; pero absorberá una gran cantidad de liquidez en el mercado, y de alguna forma encarecerá las emisiones de otros tesoros en los próximos meses.

Las estimaciones del FMI revelan que los 20 países más ricos del mundo tendrán una deuda pública en 2014 que superará el 100% de su PIB, cuando sólo tenían un 70% de tal variable cuando estalló la crisis (unos 15 billones de dólares emitidos) y sólo un 40% al principio de los años ochenta. La gran cantidad de ahorro que absorberán condicionará notablemente las primas de riesgo de los distintos activos, con apreciables subidas en los tipos de interés que pagarán las empresas y los Estados con rating más modesto, así como el margen de maniobra privado para la inversión, con el consiguiente daño sobre el crecimiento económico. Por ello están justificadas las llamadas a abandonar, aunque de forma ordenada, las políticas de estímulo a la actividad, especialmente las fiscales, para mantener sólo las monetarias como acicate del crecimiento.

Además, los Gobiernos y los bancos centrales tendrán la socorrida, pero perniciosa, tentación de forzar la vuelta a tasas razonables de inflación para financiar los déficit públicos, para desapalancar a los Estados, tal como se ha hecho ya en el pasado con la consiguiente limitación de las posibilidades de avance de las economías y del empleo. Para delimitar los daños de estas soluciones, los Gobiernos deben poner rumbo inmediato hacia el equilibrio de sus ingresos y sus pagos, con una combinación correcta de presión fiscal y control del gasto público que dañe lo menos posible las fuentes del anhelado crecimiento.

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