Afortunadamente no tenemos las olimpiadas
Cualquier ciudad del mundo aspira gozosa a convertirse en sede de unos Juegos Olímpicos. Madrid lo ha intentado con toda dignidad y se mantuvo como aspirante hasta el último suspiro, justo en el momento en el que el sobre abierto nos sentenció fatalmente. La suerte quedó echada y la afortunada fue Río de Janeiro, a la que le deseamos el mayor de los éxitos.
La decepción fue grande para los millones de españoles que deseábamos traernos las olimpiadas para casa. Al quedar descartadas Tokio y Chicago, nos habíamos hecho quizás más ilusiones de las recomendables, pero ahí estábamos, pegados a la radio o a la tele, a la espera de esa epifanía histórica que para nosotros, desgraciadamente, no llegó. Y fue entonces cuando comenzamos con el cuento de la lechera. Nos vimos con las olimpiadas ganadas, que traerían una gran inversión para la capital y para las ciudades subsedes. Las máquinas de la construcción volverían a arrancar y el turismo a reanimarse. El optimismo hubiera relanzado el consumo, y la inversión extranjera tomaría posiciones para el despegue por venir. Podríamos darle al FMI en las narices. España ya no sería la última de la clase, y la recuperación llamaría a nuestras puertas. Pero el veredicto del sobre abierto quebró el cántaro antes de comenzar nuestro camino, y nos quedamos sin hormigoneras, sin turismo ni inversiones. Desencantados, nos dimos un baño de realidad. Seguiríamos con el paro, el déficit y demás plagas bíblicas que nos asuelan.
Pero no todo es negativo. Al final, será mejor que no nos las hayan concedido. ¿Un simple consuelo? No, es algo más serio. Las olimpiadas nos hubieran impedido el conseguir algún día una economía equilibrada y sólida. ¿Le extraña? Pues una vieja historia oriental viene que ni pintada para ilustrar el caso.
Hace muchos años, un sabio llegó a una humilde aldea, acompañado de su aprendiz Go. Se hospedaron en una casa de unos campesinos muy pobres, que no tenían otros ingresos más que la leche de una escuálida vaca. El desgraciado se quejaba de que sus hijos pasaban hambre sin que lograra encontrar solución alguna. El sabio les agradeció su hospitalidad, y se retiró temprano. Era todavía de madrugada, cuando el sabio varón levantó a Go, y rogándole silencio, para no despertar a la familia, fueron hasta el establo. Sacaron al animal tras ellos. Todavía de noche, caminaron hasta un precipicio. Go quedó asombrado cuando su maestro le ordenó que despeñara a la vaca. El joven protestó, pero el sabio insistió. Al final la vaca cayó mortalmente al vacío.
Muchos años después, Go, ya convertido en maestro, volvió a pasar por aquellas tierras, de las que tan amargo recuerdo cobijaba. Nunca había llegado a perdonar a su antiguo maestro la crueldad que mostró con aquella pobre familia. Por curiosidad encaminó sus pasos hasta la choza del vaquero y, para su sorpresa, se encontró con una rica explotación y una hermosa casa que exhalaba prosperidad. Llamó a la puerta y sin decir quién era, comprobó que se trataba de la misma familia que ya conociera años atrás. Hospitalarios como siempre, le invitaron a pasar. Su sorpresa fue grande cuando le contaron que su riqueza se la debían a un hombre sabio que pasó por allí, hacía ya muchos años, acompañado por su joven aprendiz. Aquel sabio, que adivinó sus males, despeñó a la vaca que los ataba a la pobreza. Cuando se quedaron sin ella, no tuvieron más remedio que espabilarse, por lo que comerciaron con productos, plantaron frutales, y regaron los campos yermos. La abundancia llamó entonces a sus puertas. Si hubiéramos seguido con la vaca, suspiró, hoy seríamos tan pobres como antaño. Go miró al cielo y admiró la sabiduría de su maestro.
¿Nos aplicamos el cuento? Si nos hubieran dado las olimpiadas, hubiéramos vuelto a nuestros fueros y vicios. Construcción, especulación y vivienda hubieran cebado la siguiente burbuja, y nos hubieran impedido realizar las transformaciones que de verdad precisamos para conseguir una economía próspera. No podemos vivir en exclusiva de la teta de los fastos, el hormigón y la especulación. Aunque hoy no lo comprendamos, quizás un día, en el futuro, nos ocurra como a Go y agradezcamos que los del COI hayan despeñado la vaca de las olimpiadas y su consiguiente especulación.
Manuel Pimentel.