La destrucción creadora
Aunque pensar no es monopolio de nadie, hay que reconocer que, como llevan tanto tiempo ocupándose en esa tarea, los filósofos son gente a los que, también en tiempo de crisis, hay que concederles algún crédito, y me refiero a creer y confiar en ellos, y en sus reflexiones, no a esas operaciones a través de las cuales los bancos y cajas de ahorro prestaban pasta. Ahora no dan ni locos; vamos, ni regalando tú la vajilla al director de la sucursal.
Mi amigo Luis Meana, que es filósofo desde antiguo y siempre ejerce como tal, dice que la crisis señala un estado en la evolución, cosa cierta porque 'la crisis es sólo una fase o un eslabón del proceso general de cambio, del proceso por el que las cosas dejan de ser lo que eran para pasar a ser otra cosa'. La historia de la humanidad no es más que una sucesión de crisis, a las que sólo sobreviven los que más preparados estén o mejor se adapten. La crisis exige, por tanto, la transformación: variar conductas, valores y comportamientos, especialmente -dice Luis- 'comportamientos inertes que nos atan al pasado y nos arrastran al agotamiento'. Y también empezar a hacer las cosas de forma distinta, ex novo en muchas ocasiones, olvidándonos del pasado y tomando con decisión el camino, señalado por Schumpeter, de la 'destrucción creadora'.
Durante demasiados años, bajo el manto de la libertad de empresa y del mercado, hemos estado despreciando principios éticos y morales que antes eran el norte de la actuación empresarial. Inevitablemente, hace falta que aprendamos a gestionar las empresas de nuevo, de otra manera, con base en valores y principios que permitan crear valor para todos, no sólo para los que se han aprovechado, con notoria falta de decencia, de su posición directiva en la empresa. Hemos sufrido, y estamos padeciendo como ciudadanos, excesos de toda índole: desde falta de regulación y descontrol a sueldos astronómicos, pasando por notorias imprudencias, especulaciones que no se entienden, irresponsabilidades sin límites, riesgos minimizados/adulterados y una tremenda falta de profesionalidad que despreciaba (y desprecia) el esfuerzo, la ética y la prudencia en la gestión. Se ha engañado demasiado y hemos dejado crecer la mentira entre las piedras como si formaran parte de nuestro paisaje.
Hemos escrito alguna vez que un organismo es más vulnerable a medida que se hace más complejo; y que esta regla de la biología es, probablemente, aplicable a la sociedad contemporánea y también a la empresa, cuya fragilidad va a la misma velocidad que su desarrollo. Por eso, precisamente, estoy convencido de que en el inmediato futuro tendremos que contemplar la empresa con otra perspectiva y gestionarla de forma diferente. No sólo estamos viviendo todavía lo que Lipotvesky definió como una oleada ética; nos encontramos ahora -y, por razones obvias, mucho más en tiempos de crisis- con una creciente demanda de virtud y de exigencia de moralidad en la vida de las empresas, a las que desde hace años les corresponde un nuevo papel en el mundo económico y en la propia estructura social, y eso no podemos negarlo. La responsabilidad social, que de eso se trata, es cosa de todos y ese convencimiento debe llegar hasta el tuétano de empresas, instituciones y organizaciones.
Muchas multinacionales son hoy mayores que un gran número de países. De importancia y peso internacional ni hablamos. Las empresas se han convertido en una de las principales instituciones sociales del siglo XXI, y no sólo por la riqueza que crean y el empleo que generan. Las empresas son -deberían seguir siendo- hoy motores de innovación y agentes del cambio que se está produciendo; son protagonistas principales del mundo que vivimos y, precisamente por ello, se les demanda, en un escenario más humano y habitable, que cumplan sus deberes (dar resultados, crear empleo, ser innovadoras y competitivas) y velen porque la inequidad y la desigualdad no se instalen en su seno.
La empresa del porvenir debe estar atenta a los cambios sociales y, si quiere sobrevivir, debe ser capaz de transmitir a la opinión pública y a sus clientes su sincera preocupación por los temas que también inquietan y desasosiegan a los ciudadanos. No están los tiempos para bromas ni para tomar el pelo a las pobres gentes que tenemos el derecho no sólo de vivir felices, sino también de morir con mejores esperanzas. Hay que avanzar en la búsqueda de un sistema armónico, de un movimiento solidario, de una actitud, de una forma de hacer y ser que nos permita vivir, sin ser demasiado extensos pero con intensidad, el nuevo e inevitable mundo de la empresa. Como tiene dicho Baltasar Gracián, 'la perfección no consiste en la cantidad sino en la calidad'.
Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre