Desdichado año viejo
El año 2008 ha sido el de la consolidación del PSOE en el Gobierno, pero también el del estallido de una grave crisis económica, subraya el autor. La difícil situación brindaba, en su opinión, una oportunidad única para que Ejecutivo y PP hubiesen diseñado un programa amplio y realista para enfrentarse a ella
Podría afirmarse que el año comenzó con las elecciones generales de marzo, que convalidaron al PSOE en el poder al tiempo que se traducían también en una mejora en votos y escaños para el PP. No pocos interpretaron esos resultados como una indicación clara de que el electorado apoyaba un acuerdo entre los dos grandes partidos nacionales para resolver los asuntos de Estado que tenían paralizado al país, liberándoles de la necesidad de someterse a los caprichos nacionalistas. Desgraciadamente, a las pocas semanas esa posibilidad comenzó a evaporarse, siendo la negativa del Gobierno a reconocer la existencia de una profunda crisis económica la primera prueba.
Y es que ya fuese por incompetencia o por duplicidad electoral, el señor Rodríguez Zapatero y su Gabinete seguían negando una evidencia que cada semana transcurrida se hacía, a la vez, más evidente y angustiosa. Tampoco ha sido desdeñable el giro dado por el Gobierno en su política antiterrorista, pues sin reconocer sus anteriores errores, exigía al partido de la oposición un apoyo ciego y mudo a su nueva orientación.
Para alegría de todos, el jefe del Gobierno y el de la oposición llegaban a un acuerdo que permitió la renovación del órgano de gobierno de la judicatura, si bien el éxito quedó parcialmente oscurecido por la increíble forma en que se eligió su presidente. La alegría duró poco como prueba el que el Tribunal Constitucional siga con su vieja composición y, dicho sea de paso, sin pronunciarse sobre los recursos de constitucionalidad presentados contra el Estatuto de Cataluña -¡y todavía hay quienes ponen en duda la bajísima productividad del sistema judicial español!-.
La sentencia del tribunal es tanto más urgente porque debería aclarar si la Constitución se va a reformar por la vía espuria de las modificaciones estatutarias -con la cual la fragmentación será un resultado inevitable- o, por el contrario, cabe depositar alguna esperanza en una reforma del actual texto constitucional que permita encontrar una solución equilibrada y eficaz para los graves males que actualmente impiden que España goce de una vida política medianamente sana.
Conviene, de todas formas, volver a la situación económica como baremo que nos permite valorar las posibilidades de resolver nuestros problemas. Nadie discute hoy cuán equivocadas estaban las afirmaciones gubernamentales que negaban, primero, la existencia de la crisis y, después, aseguraban que estábamos a salvo del posible temporal gracias a la fortaleza del barco que capitaneaban los expertos Rodríguez Zapatero y Solbes.
Los pronósticos optimistas inmediatamente quedaban refutados por cifras que mostraban una realidad mucho más desagradable que la ofrecida por la almibarada prosa oficial -y ello se refiriese al crecimiento, el empleo, la morosidad crediticia, la productividad, los desequilibrios de las cuentas públicas, la marcha de las cotizaciones bursátiles o el funcionamiento de los mercados financieros-.
La gravedad de la situación brindaba una oportunidad única para que Gobierno y PP hubiesen discutido y diseñado un programa amplio y realista para enfrentarse a ella, programa cuya primera manifestación hubiese sido un proyecto realista de Presupuestos del Estado y no en el ridículo texto recientemente aprobado, habida cuenta que su propio autor reconoce que están 'desactualizados'.
Pero una vez más las rencillas partidistas primaron sobre el interés general. A fuer de objetivo, las críticas al Gobierno han de repartirse con las dirigidas al PP, pues es muy difícil encontrar un partido que teniendo tan fácil su tarea de oposición se haya revelado tan inoperante debido, sobre todo, a la ausencia de liderazgo así como a la falta de programas alternativos claros y de políticos capaces. El resultado es que hemos asistido a una interminable lista de medidas inconexas y parciales que poco aportan a la solución de una crisis que, por desgracia, está en sus comienzos y que, es de temer, durará más que en la mayoría de nuestros socios europeos por la sencilla razón que estamos peor equipados que ellos, no sólo para hacer frente a ella sino, lo cual es más relevante, para salir de la misma.
Este pronóstico, que puede parecer excesivamente pesimista, se basa en la ausencia de reformas que podrían flexibilizar una economía cada vez más anquilosada, acechada por la corrupción y dependiente de una creciente intromisión de la burocracia oficial; en otros términos, poco equipada para competir en un escenario cada vez más global.
No podemos progresar con un mercado de trabajo anquilosado, en el que el menor contratiempo coyuntural alimenta el paro al tiempo que propicia incrementos salariales altos y no ligados a la productividad real de las empresas. También resulta imprescindible la reforma de los mercados de bienes y servicios, que claman por una mayor competencia; sin olvidar el estado catastrófico en que se encuentran sumidos la educación, el sistema energético, la sanidad pública y, en pocos años, incluso las pensiones públicas.
Pero como España no es China, resulta inconcebible -a no ser que volvamos a un neofranquismo a la argentina- que esas imprescindibles reformas económicas tengan lugar sin cambios políticos sustanciales. De ahí la urgencia de unas reformas políticas que comenzando con modificaciones constitucionales que restablezcan el equilibrio en el presente esquema de distribución de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas y una ley electoral que favorezca a partidos nacionales, impidiendo que la gobernabilidad del país dependa de grupos que actúan más buscando privilegios que procurando el bien común. ¡Por último, nada será posible sin contar con una administración de justicia que haga eso: administrar eficazmente justicia!
Raimundo Ortega. Economista