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Tribuna
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El paradigma español

Los españoles siguen pensando que todo lo que viene de fuera es mejor, critica el autor. En su opinión, ya es hora de abandonar los complejos ancestrales y pensar que el desarrollo de la industria nacional es la única manera de contener a medio plazo la dura catarsis que se avecina

Por alguna razón que no resulta fácil de determinar, España es un país distinto del resto. Debió ser quizá la derrota de la Armada Invencible, que naufragó ante los elementos y que de paso acabó con los bosques de sabinas que antaño poblaron los Monegros (y digo yo que algo harían también los cañones de los ingleses, que ya presagiaban la Revolución Industrial). O puede que fuese la pérdida de Cuba, o el desastre de Annual, o la vergonzante entrega del Sahara a Marruecos. Alguno de estos acontecimientos, o todos ellos en su conjunto, han convertido a España en un país acomplejado, que se aferra nerviosamente a su condición europea, y que sonríe siempre a cualquiera que hable inglés.

España ha sido siempre una tierra de individuos, más que de esfuerzos colectivos. Fernando Alonso, Rafa Nadal, Dani Pedrosa o Severiano Ballesteros son genios hechos a sí mismos, con un talento que desborda las limitaciones del entorno. Pero lo mismo ocurrió con Velázquez o Quevedo, estrellas rutilantes que iluminaron su tiempo mientras asistían a la decadencia del Imperio. O don Francisco de Goya, quizá el mejor pincel que los tiempos han conocido, testigo de las miserias de un rey sumiso en manos de Napoleón. Menos mal que, gracias a la cabezonería de un excelso Luis Aragonés, y a los complejos que Cesc y Torres han perdido en tierras británicas, hemos ganado la Eurocopa contra el pronóstico general, archivando para la historia el célebre gol de Marcelino frente a los soviéticos en aquel lejano 1964, bajo la dictadura franquista.

Enfocando la cuestión al terreno sociológico, los españoles siguen pensando que todo lo que viene de fuera es mejor, y sólo así se comprende que a un señor de Elche de nombre Martín Martínez se le ocurriese llamarle Martinelli a su línea de calzado para poder vender. O que a pesar de los esfuerzos mediáticos del incomprendido Ruiz Mateos, la cuota de mercado de España en el mercado del chocolate elaborado sea de un exiguo 2%, cuando Alemania, Francia y Suiza copan el 50% de las exportaciones mundiales. Más allá del proteccionismo, que además en España se considera perverso, no es fácil promover los productos españoles en el extranjero si aquí la mayoría de la gente no los compra, y si el apelativo de importación sigue siendo sinónimo de calidad y distinción.

Sumergidos en nuestro propio magma hispánico, no nos damos cuenta de que en el mundo industrializado se consume lo propio antes que lo ajeno, se practican sin pudor el proteccionismo y la regulación del mercado (bordeando si es preciso, a veces por el borde de fuera, disposiciones y reglamentos), se tramitan exenciones para no licitar contratos estratégicos (que por supuesto se adjudican a industrias locales para poder desarrollar tecnología que luego se pueda exportar), se desarrollan poderosas plataformas políticas para impulsar el comercio exterior y se enarbolan orgullosamente las banderas como imágenes de marca. No conozco ningún país, excepto España, en el que alzar la bandera nacional suponga una identificación automática con una determinada corriente política. Tal catástrofe impide a unos y a otros representar verdaderamente los intereses de la nación, debido a la carencia de un símbolo común y aceptado por todos.

La contraposición de conceptos está a la vista de quien quiera ver, ya que mientras en nuestro país se piensa siempre en comprar, en el mundo industrializado se obsesionan con vender; aquí creemos en el liberalismo y la libre competencia, pero allí practican políticas reguladoras inteligentes; en España siempre hablamos de inversión, cuando otros se dedican al comercio (no es lo mismo ir a poner dinero a los sitios que a llevárselo); aquí damos subvenciones, pero en los países industriales se dan contratos (que es la única forma de que lo que se desarrolle sirva para algo), y finalmente cultivamos el elitismo, mal sucedáneo del patriotismo que practican en el resto del mundo.

Es difícil sostener que una persona está sana si el termómetro marca cuarenta de fiebre, del mismo modo que no podemos seguir pensando que lo estamos haciendo bien cuando nuestro déficit comercial alcanza ya el 11% del PIB, figuramos en el puesto trigésimo en PIB a valores de paridad de poder adquisitivo per cápita, y cuando la construcción y los servicios, principales renglones de nuestra economía, pueden colapsar por un abuso de las políticas de endeudamiento masivo de la población. Va a costar mucho tiempo y esfuerzo, pero ya es hora de abandonar nuestros complejos ancestrales y acordarnos de que desarrollar la industria nacional es la única manera de contener a medio plazo la dura catarsis que se nos viene encima. El gol de Torres vale su peso en oro, sepamos aprovecharlo.

José Manuel Martín Espinosa. Vicepresidente de ventas y marketing de Teltronic

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