El valor de las expectativas
Hace unos días, una emisora de radio ofrecía un programa que trataba temas económicos, y como suele ser habitual el conductor pedía la participación de los oyentes. En una de las llamadas, una persona se quejaba de que estaba notando con particular dureza los efectos de la crisis en su pequeño negocio, y que la viabilidad de éste estaba en peligro. El negocio en cuestión era una mercería.
Resulta un tanto chocante que el mercado de los carretes de hilo y botones esté particularmente afectado por la crisis financiera e inmobiliaria, que son tan reales como duras. Aunque todo puede ser en esta vida. La economía familiar está obviamente tocada por los altos precios del petróleo y por el encarecimiento de las hipotecas. Cabe añadir a ello que ha desaparecido el efecto riqueza de los precios inmobiliarios que, pese a ser un impacto ilusorio en muchos casos -la gente tiene que vivir entre cuatro paredes independientemente del valor de éstas-, sí ha estimulado el endeudamiento familiar.
Ahora, la fuerte desaceleración del consumo va más allá de estos tres efectos cuya magnitud, no obstante, no puede ser soslayada. Hay un importante componente de expectativas en la rapidez con la que la economía se está frenando. Los consumidores son conscientes de que España ha vivido una época fuerte crecimiento, y tienen el pálpito de que la cosa no va a durar. El mercado del automóvil ha sido un buen reflejo; el parque se ha renovado a velocidad vertiginosa en los últimos años, en buena parte con compras a crédito, pero se ha secado de golpe atrapado por el cambio de expectativas y por haberse cerrado el grifo del crédito.
El petróleo caro está para quedarse, y la letra de la hipoteca no bajará. Los elementos que faltan en la ecuación son las expectativas, el mercado inmobiliario y el crediticio, los tres muy ligados entre sí. Si la dueña de la mercería empieza a pensar que la economía va bien, probablemente lo haga.