De alimentos y globalización
Las respuestas sencillas a problemas complejos son siempre atractivas; una aseveración sin matiz alguno es más sonora que otra llena de peros. El problema es que, normalmente, los problemas complejos requieren análisis profundos, y raramente un análisis profundo produce como consecuencia un eslogan.
Basten dos ejemplos vinculados entre sí. Hace dos años los biocombustibles eran un tema de moda. Con el petróleo en subida libre, resultaba atractivo comprar petroleras con muchas reservas, o empresas de servicios petroleros que cavasen pozos más profundos o alternativas al petróleo. Y los biocombustibles eran una alternativa más o menos contrastada. Hoy, sin embargo, los biocombustibles -al menos los de primera generación- ya no gustan tanto, pues su utilización como alternativa real es poco viable; entre dar de comer a la gente y dar de beber al coche, parece más razonable lo primero.
El efecto sobre el precio de los alimentos ha sido en parte consecuencia del impacto de los biocombustibles, que ha llevado a los mercados a una espiral alcista de precios basada, como todas las espirales alcistas de precios, en las expectativas futuras.
El encarecimiento de los alimentos trae una segunda cuestión. La necesidad de que los mercados desarrollados abriesen sus puertas a productos agrícolas más baratos se ha repetido como un mantra durante años. Pero lo sucedido en los últimos meses obliga a la reflexión; precisamente cuando los precios de los productos agrícolas se han disparado los países productores han prohibido la exportación de arroz. Algo que, por cierto, no sucedió en la Irlanda de los años 40 del siglo XIX; mientras la hambruna acababa con alrededor del 20% de la población se seguía exportando grano.
La subida del precio de los otros alimentos básicos puede tener efectos devastadores para aquellas economías que no dispongan de una agricultura de autoabastecimiento; convertir los países en vías de desarrollo en graneros del mundo desarrollado puede no ser una mala idea, pero se corre el riesgo de que la posibilidad de sufrir una hambruna se quede al albur de los precios relativos de las materias primas. Por muy tozudos que sean los planteamientos, la realidad suele serlo más.