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Tribuna
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El laberinto concursal de las promotoras

Parece haberse disparado el número de empresas promotoras en concurso de acreedores. Muchos se llevan ahora las manos a la cabeza ante el escenario social y económico que ello puede dibujar. El motor del progreso, nos guste o no, ha sido la construcción. Si las grandes inmobiliarias pasan por tan graves dificultades financieras y las grúas quedan congeladas en la línea del cielo urbano, a pie de calle serán el paro y la contracción crediticia los que desplegarán sus efectos. Curiosa paradoja que ahora se reclamen ayudas para unas empresas que hasta hace bien poco eran el muñeco del pim pam pum de la demagogia, presentadas como depredadores de las plusvalías sociales y responsables de un urbanismo corrupto y desaforado. De acuerdo, ya hemos apuntillado a muchos poceros, ¿y ahora qué?

Ahora los concursos. El concurso empresarial, lo que antes se conocía como suspensión de pagos si la insolvencia era provisional o quiebra si era definitiva, es siempre una mala noticia y un expediente incómodo y lesivo para clientes, proveedores, acreedores y trabajadores. Pero teniendo en cuenta que desde que existe crédito existen impagos, la humanidad ha tenido que arbitrar formas para regular los casos de desbalance. Quizá el concurso de acreedores más expeditivo fuera la posibilidad concedida a los acreedores en Roma de descuartizar al moroso para repartirse sus despojos o de venderlo como esclavo tras el Tiber (Trastevere) donde el estatuto de ciudadano no regía.

No dudo que algunos acreedores y pequeños accionistas de alguna promotora estén deseando descuartizar físicamente a los miembros del consejo de administración, pero desde que el Código Civil de 1889 eliminó la prisión por deudas, se considera poco civilizada la violencia física. En cualquier caso, los procedimientos concursales son complejos, casi laberínticos, tanto que ya en 1646 Delgado de Somoza publicó una obra titulada Labyrinthus creditorum concurrentium. Nuestra anticuada legislación ha sido totalmente reformada en fechas recientes, pues la Ley Concursal es de 9 de julio del 2003, aunque sigue siendo complejo el proceso y a veces da la impresión de que fue pensada para una época de vacas gordas y quizá su funcionamiento para las flacas no sea el más idóneo por el esfuerzo protector del deudor que no puede 'cumplir regularmente sus obligaciones exigibles'.

Tradicionalmente la insolvencia se resolvía con un procedimiento liquidatorio colectivo para distribuir el activo entre los acreedores evitando que cobraran sólo los más diligentes o los más próximos al afecto del deudor. Sin embargo, la vigente ley concibe la liquidación casi con horror y apuesta por proteger intereses de orden superior a los de los propios acreedores, como los puestos de trabajo y los beneficios que para una comunidad tiene el mantenimiento de la actividad empresarial. A ello responden medidas como que los acreedores con garantía real sobre bienes del concursado afectos a su actividad empresarial no puedan iniciar la ejecución hasta que se apruebe un convenio o transcurra un año desde la declaración de concurso sin que se haya producido la apertura de la liquidación.

Cuando resulta que los acreedores principales de las promotoras españolas son los bancos españoles que compiten en un mercado financiero globalizado, la demora ejecutiva que han de soportar en un escenario de concursos en cadena puede ser negativa para su credibilidad internacional (también puede serlo para los humildes compradores de viviendas en documento privado no inscrito) pero es mejor que se sepa a que se oculte. El laberinto puede significar no sólo retrasos y pérdidas económicas, sino que se disparen los fantasmas de la desconfianza, porque cuando se sabe que alguien pasa por dificultades, lo peor que le puede pasar es que no se sepa exactamente su situación. La insolvencia podrá ser indeseable, pero nunca puede ser clandestina.

Por eso cobran ahora todo su sentido las medidas legales que aportan transparencia sobre el estado real del concurso, como las del artículo 24, y que obligan a su reflejo registral. En el Registro Civil si el deudor es persona natural, en el Mercantil si es comerciante y en los de la Propiedad Mueble o Inmueble si tiene bienes o derechos inscritos. Así cualquiera puede conocer la verdadera situación de las empresas con quienes pretende contratar. Y es que de los laberintos siempre se sale mejor si entra la luz.

José Antonio Miquel Silvestre. Registrador de la Propiedad

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