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Tribuna
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La Isla de los Pájaros

Mi amigo Rubén es guía turístico y quizás por eso de natural fantasioso. Sostiene que fue amamantado hasta los nueve años y anda siempre contando historias de su familia, especialmente de su abuela paterna que, como casi todos los mayores, atesora una singular filosofía práctica. Por ejemplo, la abuela de Rubén dice que los adultos, según cumplen años y van perdiendo su candor, adulteran la realidad hasta hacerla racionalmente distinta. Es decir, los que hemos llegado a nuestro pleno desarrollo, los que hemos crecido (no diré mentalmente, que eso es otro cantar) somos capaces de quitarle a las cosas materiales o inmateriales su pureza o su autenticidad, cambiándolas, mezclándolas o añadiéndoles algo. Forzando el argumento, un niño no se extrañaría de que existiesen perros de color verde; le parecería natural que los perros puedan ser amarillos, rojos o azules. Un adulto lo negará siempre porque no cree en esa posibilidad, no la entiende, no la ve, como decía Borges refiriéndose a algunos políticos.

Cuento esto a propósito de lo que el profesor Parra ha denunciado como una 'creciente indeterminación' del concepto de empresa debido al desplazamiento continuo de capitales, de empleados y centros de trabajo a través de la geografía mundial. Por las dudas, habría que concretar el concepto de empresa y convendría definirla más bien como el 'conjunto coordinado de bienes, y sobre todo de personas, que persiguen un beneficio económico a través de una serie de operaciones legales en un mercado de libre competencia'... Podríamos añadir que la empresa, además de alcanzar un notorio protagonismo público, es hoy la célula fundamental que nutre financieramente a la sociedad, al tiempo que -y eso no puede discutirse- es el auténtico motor de la historia económica moderna.

La clave es saber qué persigue la empresa: hacia dónde va y cómo quiere hacerlo, y qué es lo que pretenden sus ejecutivos/dirigentes, al fin y al cabo inquilinos que -salvo que tengan el control mayoritario, y aun así- deberían pedir siempre autorización a los propietarios para efectuar cambios estratégicos y, en todo caso, como es su obligación, velar por el buen fin del proyecto. A mi juicio, para ser empresarialmente honestos hay que definir objetivos, y con carácter previo asentar los principios de los que queremos que se impregne la organización. Y, además, ser coherentes actuando de acuerdo con esos principios.

Con firmeza, deben establecerse, difundirse y comunicar/hacer partícipes a todos los afectados (stakeholders) esos principios institucionales y empresariales. Los que sean, pero sólo aquellos en los que, siendo lícitos, se crea, porque el papel es capaz de soportarlo todo, o casi. Hay que ser honestos, promoviendo y adecuando nuestra actuación a los principios que hayamos establecido. Es decir, en la actuación empresarial hay que ser, sobre todo, coherentes, además de honrados, naturalmente. El mercado da siempre la espalda a las empresas que no son competitivas, pero el público, el consumidor, rechaza más temprano que tarde a las empresas que engañan y que no hacen lo que dicen. Esa es la nueva racionalidad.

En el liberalismo clásico la ética constituía una barrera para la eficacia económica. Hoy no se concibe el éxito empresarial de manera sostenible sin una dimensión ética importante. Cuentan otras cosas y el profesor Villafañe acierta cuando escribe que '…el retorno máximo para el accionista y la maximización del beneficio a corto ya no son los únicos objetivos de una compañía, aunque constituyen algunas de sus prioridades.'

La empresa es un proyecto común, hecho entre personas, que persigue determinados objetivos (producir bienes y prestar servicios, que es su finalidad esencial) con algunas otras exigencias básicas: dar resultados, crear empleo, ser eficiente, innovadora, competitiva. La nueva racionalidad impone que, además, todo eso se haga en un escenario mucho más humano y habitable donde se ensamblen y se conjuguen, sin estorbarse, las variables duras y blandas del management empresarial. El progreso no es sólo velocidad, aunque a veces nos empeñemos en lo contrario. La empresa, como institución moderna que es, para hacerse adulta (del latín adolecere, crecer), tiene que ser capaz de cumplir sus obligaciones, es decir, hacer todos sus deberes y procurar que la desigualdad no se instaure en su seno. Las empresas, como partícipes y protagonistas de su tiempo, tienen que ser responsables más allá (y además) de cualquier consideración jurídica y legal, compatibilizando y aunando tal exigencia con crecimiento sostenible y desarrollo humano. A eso se llama ahora, lo queramos ver o no, responsabilidad social.

Por cierto, a propósito de ver y volviendo al principio de esta reflexión, en el parque nacional de Península de Valdez, en la Patagonia argentina, los lugareños presumen de su preciosa y pequeña Isla de los Pájaros, donde al parecer Antoine de Saint Exupéry vivió durante algunos meses a la espera de que arreglasen su averiado aeroplano. Allá, dicen orgullosamente, el escritor belga comenzó a dar forma a su famoso libro El Principito. Allá, probablemente, mientras dejaba que su mirada se perdiese en el horizonte atlántico y desde la costa avistaba cada tarde el paso de las ballenas francas, escribió aquello tan hermoso de que '…lo esencial es invisible a los ojos. Sólo se ve con el corazón'. Amén.

Juan José Almagro. Director general de Comunicación y Responsabilidad Social de Mapfre

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