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Relatos de verano

Vagones separados

Gran Bretaña, 1780. Como cada viernes espero el ferrocarril que te lleva de Londres a mis brazos. Está fría la mañana y observo cuidadosamente la escena que se presenta ante mis ojos, para engañar al tiempo o más bien a mí mismo.

Dos hombres envejecidos por la vida se arrastran hacia el portalón que da paso al exterior de la estación. Mientras, una mujer amamanta a un niño de pocas semanas de vida, que, de vez en cuando, juguetea, ávido de alimento, con el pecho de la madre. Ella me mira fijamente, como pidiendo una ayuda momentánea para subsistir unos días. 'Son pobres, pero felices', pienso, mientras vuelvo la vista hacia el hueco que han dejado los dos hombres al salir.

Y miro el reloj, de nuevo.

Ciertamente, la felicidad es algo pendular en mi vida. Como los momentos que comparto contigo. Cierro los ojos y siento tu risa fresca, tus manos escarchadas, tu mirada azul de lagos infinitos. De pronto, esperanzada el alma, me levanto de este frío banco y recorro la estación porque he olido tu perfume. Llego hasta ti, me aferro a tu hombro aterciopelado como a un cirio encendido y balanceo tu pequeño cuerpo de sirena dormida. Pero ¡no son tu mirada, ni tu risa que canté tantas veces! ¡No son tus pechos, tus pestañas, tus tiernos labios limpios!

Esta mujer, que no es mía, me observa asustada y confusa por mi repentina invasión. Nadie nos mira, no hay nadie más en la estación vacía. Y yo me quedo solo, clavando mi dolor en otra espera repleta de humedad y vacío. El ferrocarril se ha ido y decido volver a mi guarida, a mi butacón sin fondo, a mis libros y estantes, a mi amortajada vida de atrapados pesares.

Mi esposa, Catherine, muñeca rota, vive atrapada entre estas cuatro paredes que han visto sus 60 años, alguno de ellos conmigo. Me incomoda su mirada invernal, casi inerte. Intenta levantarse y enderezar su alma, su espíritu sutilmente atravesado, pero es inútil su esfuerzo. Cuando observo su pequeño cuerpo herido, el remordimiento agujerea los leves hilos de mi conciencia estrechando su lazo.

La amé, sin embargo, ya no deletreo su nombre y percibo esta muerte cruel que anega sus heridas, tan regadas de odio. Ahora su existencia reivindica todo el amor que a mí se me ha apagado.

¡Nos casamos tan jóvenes! Pero no hubo hijos, ni nietos ni canciones. Y yo me he sentido seco, desarraigado y solo, inundada mi alma de ese amargo veneno. Es tarde, demasiado tarde. Me acerco a la cama y caigo de bruces sobre el colchón del miedo, enfrentándome como cada noche al fantasma de la soledad más abrumadora, pensando en ella...

Le he visto en la estación buscándome. He venido aquí, como cada semana, desafiando bandadas y huracanes, escondiendo mi amor a esta sociedad postiza de rosa y clavel. Durante dos años -¡parecen ya eternidades!- la felicidad ha bordeado nuestras vidas; durante dos años... hasta hoy.

Recuerdo el primer día de nuestro calendario. Asistía a una de esas fiestas políticas que el vizconde de Nanjac ofrecía en su mansión. Hacía demasiado calor y mi corsé aprisionaba los deseos de huir de aquel instante. Me senté a descansar en uno de los divanes del salón, mientras observaba a las parejas de baile danzar cual marionetas sin hilos. Sumergida en el torbellino de mis pensamientos olvidé dónde me encontraba. Tu voz me devolvió a la realidad de la sala. Una voz fuerte, pero a la vez sensitiva y dulce, que instintivamente me recordó a mi padre; tal vez tú hayas sido fiel reflejo de su espíritu.

En aquella noche pegajosa y serena, rodeada de caballeros de falso cinismo, el único capaz de mostrar un sentimiento sincero eras tú y así entraste en mi vida como un torbellino de pasiones prohibidas.

Sthepen, mi hermano y tutor desde la muerte de nuestro padre, ignora mis sentimientos, pues sé que prohibiría esta relación y mi felicidad quedaría licuada, extinguida para siempre. Ahora, el día en el que mi hermano ha organizado mi futuro enlace con el barón Arnheim, te escribo esta carta. El ferrocarril, que tantas veces unió nuestras vidas, te llevará mi mensaje y con él parte de mí, desgajada en cada palabra.

No espero tu respuesta. Sólo anhelo nuestro próximo reencuentro; tal vez en otra época, lejos de esta sociedad hipócrita y teatral que atenaza el espíritu de las mujeres, con sus lazos malditos. Soñé vivir en un mundo lejos de la represión moral o el escándalo público, donde dos espíritus libres se amaran por siempre, donde la tolerancia y la ternura inundaran sus calles, plazas y caminos.

Ninguno de nosotros es perfecto. ¡Hay tanta belleza en la imperfección! Algún día, dentro de un siglo, quizás, algún destacado autor escribirá nuestra historia. Y dirá frases benevolentes y hermosas, con todos sus matices, sus distintos grados de humor y será representada por actores perfectos.

¡No existe una única moralidad verdadera! Quiero gritarlo a esas mujeres que pasean sus galas en carruajes hermosos. Van vestidas de apariencia y notable autoestima; sus frágiles manos, cubiertas de guantes de sedosa textura, son crueles verdugos que señalan lo ajeno. ¿Carecerán de espejos sus lujosas mansiones?

No hay blancura o negrura; quiero defender mi postura ante el mundo. Quiero manifestar todas las gradaciones del espíritu humano. Ecos de voces femeninas resuenan en mi querida Europa reclamando justicia y yo reivindico mi derecho de representar otro papel que sólo está destinado a los hombres.

-¿Cómo se siente esta mañana-, me ha preguntado lady Markby en su visita diaria. Ni siquiera la he mirado. ¿Cómo he de sentirme con estos viejos huesos con olor a podrido? Sin oxígeno, sepultada voy por la vida. Abandonada entre cuatro paredes; en ataúd perpetuo.

-¿Cómo se encuentra?-, insiste. Y yo, como cada mañana he contestado con palabras vacías, porque ahora mi vocabulario se ha reducido al igual que mi vida.

Hace meses, años que me siento una viuda. Cecily, mi criada favorita, es mi mejor compañera; ahora que puedo disponer de todo el tiempo del mundo para escuchar, yo que nunca lo he hecho. Ironías de la vida, que para mejorar el alma, me ha deteriorado el cuerpo.

Desde muy joven he buscado mantener una apariencia agradable y bonita, aunque he procurado cultivar el espíritu, pues di lecciones de piano a muy temprana edad. Quería hacerlo porque había oído a las visitas de mi madre -esas damas enjoyadas y envueltas en terciopelos y plumas- que esta práctica hacía que las manos fueran más delicadas y los dedos más largos. Siempre me ha gustado cultivar el intelecto.

También procuraba ir al teatro. En los buenos años de mi matrimonio, mi marido y yo asistíamos a todas las representaciones teatrales en las que podía lucir mis últimas adquisiciones en vestidos y joyas. No, nunca he dejado el arte al margen de mi vida. Los cuadros y tapices más valiosos adornan las paredes de nuestra casa. Así, mis amigas más queridas pueden beneficiarse artísticamente al contemplarlos, aunque sientan un poco de envidia. Siempre las he perdonado; no hay nada más humano y natural que el sentir un poco de envidia; estimula nuestras acciones.

Pero lo que realmente me apasiona es residir durante unos días en nuestra mansión de Hampstead, un lugar precioso situado al norte de Londres que ha adquirido gran renombre en los últimos años gracias a su balneario, que ahora pasa por su segunda época de esplendor. En realidad, se construyó a finales del siglo pasado, desde que se encontró un manantial de agua mineral que revolucionó el mundo londinense. Entre sus residentes, se dan cita personajes tan importantes como el Dr. Johnson, Samuel Richardson, Henry Fielding y Oliver Goldmith. Me siento muy orgullosa de la amistad con que nos honran a mi marido a mí.

El patrimonio artístico y literario de Hampstead es enorme. En alguna ocasión me he encontrado, paseando por Well Walk a escritores conocidos, que estaban pasando una temporada en este privilegiado lugar: Robert Louis Stevenson, Gerald du Maurier, Wilke Collins o John Masefield. Los observo detenidamente y me pregunto de dónde obtendrán tanta información para sus escritos. ¡Qué inteligencia la de los hombres! ¡Tan superiores a nosotras! ¡Son realmente admirables!

Siempre me ha gustado estar cerca de personas ilustres, de relevantes personalidades. En esta zona periférica de Londres soy realmente feliz. La llegada del ferrocarril impulsó enormemente su proceso de desarrollo infundiendo un nuevo carácter a estos barrios de la ciudad. Nobleza y burguesía compiten en tener propiedades en estas zonas, aunque yo no soy una persona ambiciosa.

Por supuesto, poseemos una casa espaciosa y esbelta en Flask Walk, pero eso es algo común entre nuestras amistades. Es una casa hogareña de cuatro pisos que, incluso, posee una azotea para la servidumbre.

Recorriendo mi pasado creo que no tengo derecho a quejarme de la vida; sin embargo, hoy me siento triste y gris y una niebla mezquina inunda mi cabeza, al igual que las calles de esta ciudad misteriosa y sombría.

Oliver ha entrado en mi habitación y parece preocupado en exceso. Tiene los ojos ensangrentados; su mirada me aterra. ¿Habrá recibido alguna mala noticia? Quizás tenga algo que ver con esa señorita remilgada con la que se encuentra todos los viernes desde hace tanto tiempo: Ana Bradley, ¡pobre niña!

Su hermano me visitó la semana pasada después de recibir mi mensaje. Creo que la ha prometido en matrimonio. Deberá aprender a ser más tolerante a partir de ahora. Las mujeres hemos nacido para soportar duras pruebas; eso nos hace más fuertes. Aprenderá a ser feliz; no dudo de que algún día me lo agradecerá y tomaremos el té juntas en mi bonita mansión de Hampstead, como buenas amigas.

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