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CincoSentidos

Cobra

Este relato está narrado alternativamente por sus dos protagonistas: un turista en Rabat y una cobra. Entre ellos se entabla una extraña relación basada en sus mutuas miradas. Los dos entran en una especie de trance hipnótico en el que sueñan con el lugar donde desearían estar, con sus olores, sonidos... Cuando despiertan, ella, con los ojos, le suplica que la auxilie. æpermil;l la comprende y la ayuda a alcanzar su definitiva liberación.

Alguna vez le ha mirado a los ojos una serpiente venenosa lo suficientemente cerca como para hacerle cosquillas en la nariz con su fría, negra y bífida lengua? A mí sí. Ella era una cobra y yo un turista. Nuestro encuentro se produjo en Rabat. Ocurriómientras daba un paseo por los jardines que rodean los palacios de la capital, cuyo verde esplendor sólo se ve empañado por el olor que origina la costumbre de abonarlos con restos de pescado.

Hacía mucho calor y los vendedores ambulantes tenían dificultades para atraer a los turistas. Uno de ellos, más impaciente o más astuto que los demás, sacó de repente una serpiente de su canasto y, como un prestidigitador, la plantó delante de mi cara. Tras unos instantes de sorpresa por su parte y de estupefacción por la mía, ella, la cobra, hizo restallar su latiguillo de dos puntas y se me quedó mirando fijamente con sus ojos hipnotizadores. La tiranía de su mirada no admitía réplicas, dudas ni tentativas de fuga.

El dueño del animal no podía disimular su satisfacción por el acierto en la elección de la víctima. Había adivinado que yo no retrocedería, no trataría de apartar la serpiente con la mano ni gritaría histérico, acciones todas ellas perjudiciales para su modesto y respetable negocio. Quien sí comenzó a gritar fue una inglesa obesa que se había adelantado a su grupo y que, ante la visión del ofidio, inició una especie de ballet en el que sus zapatos de medio tacón subían y bajaban alternativamente como impulsados por un resorte, sus brazos gordezuelos se agitaban en el aire con un corto aleteo y su boca de piñón emitía unos sonidos inarticulados semejantes a un cacareo. Al parecer, la dama adoptaba el aspecto de un ave de corral como mecanismo de defensa frente a los reptiles y, claro, acabó llamando la atención del resto del grupo. En cuestión de segundos nos vimos rodeados por un nutrido grupo de turistas curiosos.

Conseguido su objetivo, el encantador de serpientes se dispuso a dar por concluida la fase promocional del espectáculo devolviendo el ofidio al canasto. Pero, inesperadamente, ella, la cobra, se resistió. Con un gesto breve y autoritario dejó bien claro que no pensaba seguir el programa mil veces repetido, que no estaba dispuesta a volver al canasto. El falso faquir quedó un tanto perplejo, momento que aprovechó la cobra para tomar la iniciativa. Utilizando a su patrón como plataforma se irguió elegantemente por encima de nuestras cabezas y, mirándome desde arriba, comenzó a balancearse de derecha a izquierda y de izquierda a derecha ante mis ojos atónitos.

Insinuante y cautivadora bailó para mí. La fascinación desplazó al temor y eso pareció complacerla.

-Tranquilo -me susurró al oído-. Esto no es un secuestro, es una cita. Deseo tu entrega, no tu sometimiento.

Un enorme cansancio comenzó a apoderase de mi cuerpo invitándome a la contemplación y disuadiéndome de cualquier intento de huida. Somnoliento y relajado miré el fondo de esos ojillos negros, profundos e inexpresivos.

El sueño me transportó a la orilla de una playa nocturna con palmeras oscuras y una luna de menta, fría y balsámica. Las olas se deshacían en delgadísimas láminas de agua que se extendían a lo largo de la superficie de la playa. El agua arrastraba piedrecillas, restos de conchas marinas y fragmentos de vidrios pulimentados multicolores que, al chocar unos con otros sobre la arena, producían una multitud de sonidos calcáreos y cristalinos, como una cortina de cuentas movida por el viento. Mientras descendía por ese estado crepuscular sólo deseaba descansar. Soñar, dejarme llevar por el cadencioso sonido del mar, que como la escobilla de un músico de jazz pasa una y otra vez por el platillo de la batería. Olvidar, sentir la brisa nocturna sobre mi piel, aspirar su aroma limpio y salobre. No pensar, contemplar cómo la oscuridad brillante y abovedada se hace plana y opaca al cerrar los ojos. Sin estrellas, sin esperanzas, sin incómodos anhelos. Dejarse ir, descansar, dormir..., no oír más que la respiración del mar.

De repente un fuerte tirón desde atrás me separó de ella haciéndome caer de espaldas.

He vivido en un agujero oscuro en el que apenas cabía yo misma, donde me servían diariamente cadáveres para comer. Tenía trastornados los ciclos de sueño y vigilia, y mis sentidos, demasiado alerta, me mantenían en un estado defensivo permanente y agotador. Un destino caprichoso y arbitrario decidía cuándo debía permanecer bajo un cielo opaco sin luna ni estrellas y cuándo debía ser expuesta a una luz blanca y cegadora. Era la mano de un hombre, siempre la misma, la que me despertaba asustada e irritada bajo el fogonazo de sol para repetir el mismo monótono ritual: disimular el miedo, aparentar orgullo y desplegar mis poderosos dorsales ante la víctima elegida por mi torturador. Mis noches eran blancas y mis días oscuros. En realidad no había noche ni día, sólo un dejarse ir entre el sobresalto y el hastío. Repetir siempre los mismos gestos, vivir constantemente la misma representación son la forma más segura de acabar con los sueños, hasta con los más recónditos. En ese sentido mi captor era un experto, sabía que la única forma de dominar la voluntad de una serpiente es exterminando su imaginación.

Pero hoy ha ocurrido algo extraordinario mientras ejecutaba mi número habitual frente a un hombre. Al principio todo era normal, me veía reflejada en sus ojos moviéndome mecánicamente más o menos como siempre, pero insensiblemente dejé de prestar atención a mi imagen en su pupila para concentrarme en sus ojos.

Eran unos ojos bonitos color de miel y algo ocurrió. Mi cuerpo comenzó a danzar libremente de un modo que creía haber olvidado. Fue en el momento en que su mirada pasó del miedo a la curiosidad. Yo estaba acostumbrada a todas las formas del terror y de la entrega pasiva por parte de mi víctima , pero no al asombro, ni a la admiración ante las que me sentí inerme.

A partir de ese momento comencé a sentir la sangre correr por mis venas y el veneno espumear en mi boca. Pude erguirme como una rama nueva, verde y desafiante. Recuperé el placer de la fuerza y del instinto, recuperé la imaginación.

Volví a la selva. Me deslicé entre millones de grados de verde mimetizándome con troncos y plantas. Me desplacé ingrávida entre diversos planos de humedad vegetal. En las partes más altas, el sol producía una intensa evaporación de agua y un agradable calorcillo en la sangre. En la zona central, la superficie de las hojas era hidratante y acariciadora. El estrato más bajo estaba dominado por los helechos, bajo cuyas grandes hojas reinaba una atmósfera de penumbra, taladrada aquí o allá por vectores rectilíneos de luz inundados por diminutas partículas en suspensión. Rayos benévolos que proyectaban irisados circulitos de luz sobre mi piel sin quemarla.

Mi cuerpo ya no tropezaba con la seca voluntad de mi amo que es como una roca polvorienta, ahora se movía elásticamente en un universo de humedades verdes.

Recuperadas las funciones originales de mis sentidos, podía percibir en la distancia las almohadilladas pisadas del tigre o el más mínimo cambio de dirección del viento en las hojas del bambú. Yo misma era bambú. En un momento determinado pude reconocer las ligerísimas pisadas de un desconfiado roedor. Sólo nos separaban unos metros. Permanecí inmóvil concentrada en la temperatura y las pulsaciones de mi víctima. Para determinar el momento exacto del ataque desplegué la lengua como una antena. Ahora sí -me dije a mí misma-. Me erguí de repente ante la criatura y la miré desde arriba. Durante unos instantes todo quedó en suspenso. Entonces el ratón rompió con un amago de huida la expectante inmovilidad en que ambos nos habíamos sumido. Una fracción de segundo después ya estaba en el interior de mi boca. No mordí, no mastiqué; me lo tragué vivo. Mis entrañas se estremecieron de placer al recibir el cuerpo palpitante.

Un fuerte tirón desde atrás me separó bruscamente del campo de fuerzas que me mantenía unida a mi antagonista humano interrumpiendo dolorosamente mi fantasía.

Entonces vi con desesperación cómo la misma mano de siempre me empujaba e intentaba introducirme en la prisión de mimbre. Me resistí. Vi cómo la mano empuñaba una vara de bambú seco. -¡Maldito seas!- grité, como si el odiado domador pudiera oírme. Miré angustiada a mi alrededor. ¡No podía volver allí! Localicé al hombre de los ojos de miel en el suelo rodeado por el grupo de turistas. Le supliqué: ¡Ayúdame! Yo misma lo haría, pero hasta de colmillos y veneno me han privado. Se incorporó sacudiéndose la arena narcótica de la playa nocturna. Se dirigió hacia mí librándose de los turistas y me miró. Me miró a los ojos comprendiéndolo todo. A continuación llevó su mano al bolsillo del pantalón ocultando en ella una navaja. Echó un vistazo a su alrededor, yo le imploré: ¡Venga! ¡Rápido! ¡En la garganta! Obedeciéndome abrió la navaja y seccionó mi cuello.

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