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CincoSentidos

La linterna

Pilar y Encarna trabajan como comerciales en una empresa que se dedica a vender viviendas. Ahora mismo están en una muy céntrica, pero interior. Por ello precisan de la luz de una linterna. El relato alterna los pensamientos de la una y de la otra con los diálogos que entablan. Vamos recorriendo poco a poco el invendible piso con las dos mujeres, pero, de pronto, algo sorprendente sucede. Una de ellas se cuestiona a sí misma.

Le digo que vamos a vestirnos y a desvestirnos con todas las ropas que encontremos en la casa y enciende la linterna para guiarme por el pasillo todavía con luz. Me gustaría vestirme de cura con esa tirilla blanca que llevan, cómo se llama, le pregunto riendo, y me contesta que es un alzacuellos. Hemos entrado al piso encontrándonos con el salón que está completamente vacío; a través de los postigos desconchados de las puertas de un balcón que da a la calle se cuela la débil luz del ocaso otoñal y el ruido amortiguado del tráfico. Es un piso muy oscuro, un hermoso piso, pero totalmente interior, le comento. Mientras avanzamos por el pasillo que comunica con los dormitorios, el desfasado papel pintado de las paredes parece una piel descamándose. Camina por el pasillo y yo la sigo; contemplo su perfecto trasero enfundado en unos vaqueros estrechísimos, su cabellera lacia ymorena, peinada con esmero, que cae hasta los hombros, y me convenzo de que Pilar será una buena comercial, al menos los hombres querrán ser atendidos por ella, eso seguro.

El año pasado la dueña trajo un proyecto de un aparejador amigo suyo que aportaba soluciones para reformar el inmueble y aprovechar el descuadre de las habitaciones, lo incluía en el precio; pero el piso, no sé por qué, no se vende, le informo. Me replica que está en pleno centro de la ciudad, que tiene más de 100 metros; pero es un edificio muy viejo. Coges el ascensor y parece que en lugar de subir te va a bajar al infierno, como en esa película, ¿cómo se llamaba?, le pregunto. Pero qué importancia tiene eso, me replica, el ascensor puede cambiarse, que estamos hablando de un piso en pleno centro, seguro que te asomas y ves las torres de la catedral. Dejamos la cocina a la izquierda, grande como un salón, donde podría hacer vida una familia entera, pero oculta en una tiniebla mugrienta y con unos muebles inservibles, parece como si del lavadero vaya a asomarse una de esas asistentas con cofia, fantaseo, y me contesta que la estoy asustando.

Llegamos al dormitorio principal con baño vinculado; el parqué está completamente astillado, no hay lámparas en los techos excesivamente altos con la escayola dañada, la habitación se ilumina con una ventana que se asoma a un patio interior donde da la impresión de que nadie vive en el edificio, sólo ventanas cerradas, ningún trapo colgado de los alambres oxidados de los tendederos, y ese silencio tenso y húmedo. El único mueble de la casa es un armario de arce con las puertas abiertas y las patas finas y torneadas. Dentro se exhiben trajes raídos y oscuros, alguna corbata pasada de moda con el nudo hecho, vestidos de gasa ennegrecidos y la sotana enorme y negra, colgada de una percha como un fantasma.

Me pregunta por qué han dejado ropa polvorienta en los armarios y le contesto que no será porque lo han abandonado hace poco; el piso lleva vacío más de un siglo. Me pregunta si realmente vivió aquí un cura y yo le digo que apague esa dichosa linterna, que me está poniendo nerviosa, que se ve con la luz de la calle. Seguramente sí tendrían un familiar sacerdote, le digo, esta gente burguesa siempre tiene un cura y un militar en la familia. Se ríe y apaga la linterna. Con la luz apagada parece más guapa; tiene unos ojos negros de lozana andaluza, pero su tez es muy pálida, lo que le da aire de viciosa. Tiene rasgos de colegiala traviesa con las cejas bien perfiladas, seguro que triplica mi presupuesto en la esteticista, y ese par de domingas bien torneadas bajo la camiseta ajustada. Ya veo al jefe embelesado mirando cómo se forman los pezones al mismo tiempo que baja la temperatura en la oficina y el muy avaro no conecta la calefacción. Definitivamente tiene buen ojo para la selección de personal, a él no le hacen falta currículum vítae ni nada por el estilo, él tiene bastante con un buen vistazo lascivo y disimulado. Le digo que la he traído al piso para que vea lo más significativo que tenemos en cartera, que es importante que memorice los inmuebles para transmitirlos luego a los clientes.

Se enciende un cigarrillo.

-¿Por qué fumas tanto? -le pregunto. Da una calada profunda y se queda mirándome fijamente; quizás cree que realmente voy a probarme estos harapos sucios, debe de estar de broma. Ayer decidí que esta tía es lesbiana, lo creería sin dudarlo si no supiese que está casada, sólo por la forma en que me mira; aunque el hecho de estar casada no sea definitivo.

-Fumo más desde que mi marido se ha emperrado con la idea de tener un niño -me confiesa.

-¿Qué me dices? ¿Estás loca?

-Seguramente es una gilipollez -continúa explicándome-, pero fumando me siento…, no sé, como inmune ante un embarazo que no deseo. Además, algo dicen esos anuncios como esquelas que les han puesto a los paquetes, recomiendan a las parejas que quieren tener hijos que dejen de fumar, ¿no? Mi marido quiere tener un bebé después de diez años casados. Yo pensaba que él no quería niños, pero nunca lo habíamos hablado, ¿es curioso, verdad?, diez años de fiel matrimonio y hace unos meses me dice que deje de tomar la píldora, que quiere que tengamos un niño. æpermil;l, por supuesto, ya sabe que va a ser un niño, seguramente ya sabe hasta el nombre: José Alberto, como él, José Alberto júnior.

-¿Tú no quieres un hijo? -le pregunto volviendo a encender la linterna. Estamos junto al cuarto de baño y he empezado a tener ganas de orinar. Hay una extraña humedad insana que chorrea por todas la paredes de la casa, casi me parece que hay moho creciendo en el techo; es el último piso y la cubierta no debe de estar en muy buen estado. Mi compañera, Encarna, es ordinaria y cateta como una arrabalera del lejío, le sobran al menos 13 o 14 kilos y con esa pinta ya le calculaba tres o cuatro críos; pero ahora resulta que no, que no tiene hijos y, además, es esclava de su marido. La ropa parece comprada en uno de esos mercadillos ambulantes, no puede ser más hortera y los granos grasientos de la cara parecen estar ahí desde los 15 años por lo menos, y ese pelo, por Dios, que parece que se ha electrocutado. No me hago a la idea de que sea la primera vendedora de la agencia. Su voz es lo único atractivo en ella, tiene una voz serena y sensual a la vez, cuando no dice tacos, claro, que transmite confianza e invita a la confidencia íntima. Ella lo sabe y por eso se recrea tanto en el teléfono, le gusta poner cachondos a los tíos a través del aparato.

-Si te soy sincera, no -afirma-. Hace años quizá sí, pero ahora cumplo 38, imagina los riesgos que corro; además, con seguridad perdería este trabajo. ¿Crees que Roberto me mantendría en el puesto cuando tuviese que estar de baja por maternidad? Este trabajo es un asco, pero más me repugna estar todo el día cambiando pañales untados en mierda.

-¿Y realmente piensas que fumando no te vas a quedar embarazada? -inquiero-. ¿Por qué no te haces la ligadura de trompas?

-Si lo hiciese sin su consentimiento, mi marido me mataría -apura el cigarrillo y lo tira al suelo-. Y no estoy hablando en broma. Apaga esa linterna, te dije que la trajeses para ver los cuartos de baño, no para que gastes sus pilas.

Siento ganas de orinar, le paso la linterna y saco un kleenex, limpio la taza del váter y me desabrocho los botones de mis vaqueros.

Me da la linterna y le digo que puede pillar cualquier cosa si hace pis ahí. No puede cerrar la puerta porque no existe, la han arrancado y la han acomodado en una pared. Al bajarse los pantalones deja al descubierto unas soberbias caderas, se baja el tanga y observo su pubis perfectamente recortado, adopta una posición de sentada sin llegar a apoyarse en el inodoro y empieza a orinar con un chorro abundante y sonoro. Mi corazón empieza a latir aceleradamente, como si hubiese subido corriendo las escaleras; la imagino en la cama con un tío, cada noche con uno diferente, mostrándole su coño afeitado antes de hacer el amor, sin ataduras de ningún tipo, el placer por el placer.

Alumbro con la linterna el interior del cuarto de baño: la bañera con tuberías cortadas donde antes había grifos y duchas, los azulejos blancos caídos, un lavabo fracturado. Sin enfocarla directamente, me sonríe, doy unos pasos, casi estoy temblando. Saca un pañuelo de papel para secarse y mi mano libre ya está acariciando su sexo. Se queda petrificada; al resplandor terrorífico de la linterna la veo palidecer aún más, como si me hubiese convertido en un espectro que hubiese surgido de las paredes, noto la humedad de la orina en mi mano. Me mojo el labio inferior mientras la miro directamente a sus ojos aterrorizados, me siento crecida y nerviosa a la vez, dueña de la situación, aunque tiritando. Quiero follarte con mi dedo, susurro, y en un segundo estoy dentro de la bañera. Me duele el costado, de un empujón me ha derribado y ha salido corriendo gritando: zorra asquerosa, puta, subiéndose los pantalones. La linterna se ha roto y estoy prácticamente a oscuras, noto cómo se mojan mis pantalones con un agua que huele a podrida y que se estancaba en la bañera. Intento incorporarme, pero me cuesta. Me duele el costado como si me hubiese clavado algo, pero mi ansiedad es tan creciente que casi me anestesia, estoy al borde del llanto.

Salgo al dormitorio y compruebo que la luz de la tarde ha amainado dejando un rescoldo mínimo y triste. Ahora se oye una radio por el patio. No sé si se ha marchado, me asomo al pasillo y está en silencio y a oscuras. Tengo ganas de vomitar, pero me contengo. Me siento en el suelo y me enciendo un cigarrillo componiéndome los pelos. La imagino corriendo a comisaría, poniendo una denuncia, llorando, con el rímel de los ojos corrido, señalando con su dedo índice hacia el lugar del delito y el policía empalmándose porque tiene la camiseta rota y se le ve un pecho. Me río de la escena, pero enseguida me asalta un ataque de miedo: nunca había hecho una cosa así, ni siquiera con mi marido (en nuestro lejano noviazgo), con otro hombre, mucho menos con una mujer; pero desde que ella llegó a la oficina lo estaba deseando, más que con ninguna mujer con las que había fantaseado en otras ocasiones, negándomelo a mí misma, con ese talante de mujer liberada, con ese aire de gatita de alto nivel: zapatos de tacón medio con adorno de flor, minifalda azul que muestra unas columnas delirantes y los tirantes de la camiseta caídos. Hola, soy Pili, me dijo tendiéndome su mano, soy la nueva comercial; no tengo experiencia en el sector inmobiliario, pero he vendido perfumes.

Salgo al pasillo, enciendo el mechero tres o cuatro veces hasta llegar al salón, procuro no quemarme con la llama, tiro del pestillo de la puerta de entrada, por un segundo no se abre y temo que haya echado la llave y me haya dejado encerrada, pero la puerta se abre. Mientras bajo en el ascensor me pregunto si soy tortillera realmente; estoy hecha un lío, no me atrevo a afirmar que sí, pero reconozco que si insistí en venir con ella a ver el piso, no fue por un motivo comercial, porque este cochambroso piso no lo vamos a vender ni ella ni yo, eso seguro.

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