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CincoSentidos

El saltimbanqui

Raquel se equivoca cuando en el aeropuerto de Barajas se despide de su prometido, que se va con unos amigos a pasar unos días en Marraquech, y le dice: ¢La próxima luna llena será nuestra en París¢. En aquella ciudad queda prendado del ambiente de la plaza de Jemaa el Fna, en la que degusta sabores gratos, pero también vive extrañas experiencias. De vuelta a Madrid se ha llevado con él un recuerdo sumamente persistente y doloroso.

Como cada vez que hay luna llena me desperté mareado, con la sensación de haber estado dando vueltas durante toda la noche. Sorprendo ami mano derecha revolviendo en la oscuridad en busca de algún ruido violento quemesobresalte, pero el reloj no se presta a su juego con la estridente alarma y continúa ajeno en su parsimonioso tictac. Esa actividadme incomoda profundamente porque aún no son las seis cuarenta y cinco y estoy cansado como un viejo tiovivo. De nuevo flota en la penumbra un olor a naranjas maduras, cordero asado lentamente entre todas las especias, olivos eternos, dátiles y menta, en una danza en la que no llega a destacar un aroma sobre otro y queme provoca una embriaguez que hace que desista del intento de doblegar amimano para que se recueste en el filo de la almohada y duerma las mil y una noches. Por un instante pienso que continúo en la habitación del riad, pero, somnoliento, compruebo que estoy en el dormitorio del piso nuevo deMadrid; ¢nuestro nidito de amor¢, como dice Raquel mientras vuelve a recontar los días que faltan para nuestro enlace, aplazado por tercera vez.

Creo que tuve fiebre, ya que estoy empapado y mi pijama desprende un tufo húmedo a caracoles hervidos, igual al de la plaza de Jemaa el Fna, donde aquellos caracoles enormes se revolcaban unos sobre otros, intentando huir de aquel destino fatal dentro de las grandes ollas. Bajo el influjo de la náusea vuelvo a recordar las palabras de Raquel en el aeropuerto de Barajas, 'la próxima luna llena será nuestra en París'. Aquel día viajaba a Marraquech para celebrar mi despedida de soltero: una semana de vacaciones con mis amigos Pedro, Horacio y Alan. Regresamos del viaje hace ya tres meses, pero mis pesadillas nocturnas continúan. Es como si la actividad frenética de La Medina de Marraquech hubiese calado en mis huesos y necesitara que la primera llamada del almuecín, al amanecer, despegara mis pestañas y me obligara a reconciliarme con el día.

En cuanto recuperé un mínimo equilibrio fui medio sonámbulo hasta la cocina, temiendo lo peor. Raquel es una perfeccionista del orden y, desde que le enseñé las fotografías de la plaza de Jemaa el Fna, se empeña en apilar las naranjas que me trae, 'para que desayunes sano, cari, mientras yo no esté contigo', como lo hacen allá. Ignora, por más que yo le explique, que para amontonar las naranjas de esa forma y sin que se caigan, hay que ser malabarista o ilusionista, así que, como cada mañana, de nuevo he encontrado la desolación de un bombardeo en la cocina y me he tenido que agachar para recoger las naranjas desperdigadas por el suelo, en el mismo extraño orden que el día anterior, como si estuvieran encantadas o como si alguien las alborotara durante la noche. El fuerte dolor que sentí me hizo soltar la primera naranja; la mano derecha la tenía completamente amoratada y en el centro de aquella espiral permanente que la mujer de ojos beréberes me había dibujado con henna, asegurándome que desaparecería con un buen lavado, la costra volvía a levantarse y la herida supuraba de nuevo. Esta vez el aspecto de la herida rozaba el espanto; la masa purulenta parecía tener vida propia, ya que latía con un ritmo enardecido de animal salvaje y tuve la sensación de que ese monstruo me iba a reventar la mano. A pesar de que hacia tres meses que los médicos intentaban erradicar la infección, no existía medicamento que acabara con ella. Lo único que yo ya sabía es que, si el monstruo no me despedazaba la mano y yo lograba escapar de una muerte por septicemia, la herida cicatrizaría nuevamente cuando la luna comenzara a menguar.

Partí varias naranjas con cuidado para no cortarme con uno de los afilados cuchillos que había comprado Raquel; ella no quiere trastos viejos y todo es nuevo en el piso, así que yo siento un lógico temor ante las aristas pulidas de lo desconocido. Cuando comencé a exprimir las naranjas, el olor a pus y a caracoles hervidos hizo que todo comenzara a girar en la cocina, y faltó poco para que me desvaneciera. Una angustia transparente comenzó a invadirme desde la boca del estómago hasta la cabeza, desparramándose en sudor por mi frente y recordé los giros impetuosos con que se me acercó el altísimo saltimbanqui cuando llegué a la plaza de Jemaa el Fna aquella noche; cómo daba vueltas y más vueltas sobre sí mismo y alrededor mío, hasta que saqué unos dirhams para que dejara de acosarme y fue en el instante en que las monedas tintinearon a la luz de la luna llena cuando, de la nada, aparecieron cuatro o cinco saltimbanquis más, todos con el mismo rostro, con los mismos ojos vidriosos, con la misma máscara pintada en la que destacaba una sonrisa mimética que dejaba ver unos dientes enormes. Todos los saltimbanquis giraban en torno a mí hasta convertirnos en un sistema planetario donde yo era el centro. Me sentí atrapado en el interior de una noria maldita, con la única referencia vertical de La Koutoubia y aquella extraña luz de luna desparramándose en mieles. Miré hacia abajo para ver si podía escabullirme entre sus zancos y creo que el vértigo me jugó una mala pasada, ya que me pareció que bajo aquellas faldas voladoras no había piernas ni zancos. Fue entonces cuando el terror se apoderó de mí y apretando mis párpados como si fueran mandíbulas grité '¡basta ya!'. Cuando volví a abrir los ojos, a los saltimbanquis se los había tragado la tierra y pensé que despertaba de una pesadilla.

Mis amigos también habían desparecido y comencé a llamarlos dando voces desaforadas: '¡Pedro, Horacio, Alan!', una y otra vez. Al principio se me acercaron varios chiquillos y poco a poco se fueron congregando numerosas personas. Emprendí a hablarles en un español castizo, el de todos los días, y al ver que, con caras atónitas, sólo respondían: '¡Hola, Manolo; hola, Manolo!', sobre la marcha fui entremezclando palabras de un mal chapurreado francés y de un pésimo inglés. Incluso llegué a sacar el librito de conversación árabe magrebí e intenté frases torpes, gesticulando cada vez con más ahínco y dando grandes zancadas dentro de aquel pequeño espacio vital, mientras el corro asentía con las cabezas, demostrando que estaban de acuerdo conmigo, como a veces hace Raquel. El público estaba cada vez más animado y yo cada vez más histérico. Incluso mientras unos reían y otros aplaudían; varios extranjeros curiosos llegaron a arrojarme monedas celebrando mi actuación. Llegué a pensar que estaba enloqueciendo a raíz de esta circunstancia tan absurda y la última vez que coreamos '¡Pedro, Horacio, Alan!' sentí deseos de llorar al ver cómo se acercaban de nuevo los saltimbanquis. Fue entonces cuando la llamada a la oración desde los minaretes desbarató al grupo y los saltimbanquis se desvanecieron.

Mientras me tomaba el zumo de naranja me ha llamado Raquel. Raquel es como un almuecín; me llama por lo menos cinco veces al día. Las naranjas de Madrid no son tan dulces como las de la plaza de Jemaa el Fna, ni la voz de Raquel es tan narcotizante como las voces que invadían la plaza aquella noche de luna en Marraquech. Recuerdo el sonido prolongado y metálico que parecía surgir desde el mismísimo centro de la tierra para propagarse de minarete en minarete, volviendo a nacer una y otra vez, infinitas como las arenas de una tormenta. Las voces aleteaban sobre la muchedumbre que caminaba rápida hacia las mezquitas, obedeciendo todos los hombres a la vez a las llamadas imperiosas. Daba la sensación de que la plaza necesitara ese descanso para no explotar bajo la presión constante del bullicio. Era como si la plaza tuviera que callar como El silenciador; como si las palabras tuvieran que dormir y soñar para recobrar fuerzas y poder seguir reinventándose en historias y fábulas. Mientras descansaba la plaza me acerqué a un puesto de naranjas y mis ojos no daban crédito a la habilidad del hombre colocando aquellos brillantes y carnosos frutos sin que se derrumbara su torre de Babel, como si ésta estuviera encantada. La frescura de aquel zumo no parecía real o, tal vez, jamás había sentido tanta sed como después de que la plaza me convirtiera en cuentista, en halaiqui, sin que yo me lo propusiera. No sé si la plaza nos imaginaba o la creábamos nosotros con nuestras fantasías, como si fuéramos pequeños dioses. Pensé en Raquel inventándome en su carrusel eterno de palabras mientras yo esperaba, agazapado, a que la barra de su caballito de feria bajara para poder surgir en un corcel blanco amarrado a una barra metálica llena de silencios.

El último sorbo de zumo intenté tomármelo con la mano derecha. El dolor fue tan intenso que volví a marearme. La mano abultaba casi el doble que la izquierda. La aparté cuanto pude de mi rostro, ya que tuve la sensación de que en cualquier momento podría saltar, desde aquel amasijo ponzoñoso, una lengua bífida, rápida, certera y mortal. Estuve a punto de envolverla entre papeles, como si se tratara de una alimaña, pero preferí vigilar de cerca aquella horripilante metamorfosis. Bajo ningún concepto podía decirle a Raquel que estaba enfermo porque se empeñaría en prepararme 'unas chuletitas de cordero que tanto te gustan, cari'; además no podía permitir que ella viera la mano en aquel estado. Podría refugiarme en la chilaba, pero no creo que le gustara. Recuerdo que tenía la mano en perfectas condiciones aquella noche cuando pagué la chilaba. Regateé con bastante pericia y volví a la plaza con la cabeza cubierta, caminando al mismo paso frenético de sus habitantes y la plaza entonces se hizo mía o quizás se apoderó de mí porque ya nadie me miraba. Con las monedas que los extranjeros me dieron me compré un cartucho de almendras tostadas y saladas y, por un momento, sentí que ya no quería alimentarme de otra cosa, sólo almendras y solamente de las almendras de ese cartucho. Llegó un momento en que ninguna mano se extendía hacia mí mostrándome la palma de sus pobrezas y sus miserias. Me paraba en cada halqa como si cada fabricante de fábulas necesitara de mi presencia para subsistir. Me dejaba embaucar por la música que en un principio me pareció distante y disonante. Ahora era fácil desparramarse entre el humo blanco que desprendía el cordero sobre las llamas de rojo vivo que chisporroteaban en la plaza. Le dediqué un pensamiento fugaz a Raquel, tan lejos, para que no la engullera el recuerdo, porque ahora sólo importaba que no dejara de vivir la plaza; había que imaginar sobre lo imaginado para que no se perdiera entre los silencios y las llamadas a la oración, para que siguiera latiendo entre los dentistas, los animales disecados, los humos desvariando como mareas bajo la luna y había que dar vueltas y vueltas dentro de aquel eco para que no se esfumara.

Raquel dejó de existir en la plaza cuando permanecí abstraído en la complicidad de aquellos ojos beréberes y me dejé tatuar fábulas con henna, 'un tatuaje que desaparecerá con un buen lavado'. Cada vez que Raquel viene 'a nuestro nidito de amor', lo primero que hace es conducirme al lavabo y restregarme la mano con toda la furia del estropajo. Ella no se da cuenta de que lo único que consigue con esa saña purificadora es levantarme la costra una y otra vez. A veces encuentro restos de mi propia piel en lugares insólitos de la casa; debajo de la cama, en las alacenas, pegada al techo o entre las fotos de mi viaje a Marraquech. Ya no me sobresalto ante estas presencias inexplicables, simplemente espero a ver qué pasa con esta historia de pellejos disecados, como aquel encantador de serpientes, que sobrevivía con los ojos entreabiertos. Desde que regresé a Madrid yo también permanezco entre dormido y despierto, esperando que la mano realice la muda completa de su piel. Persevero como el encantador, que no se inmutaba cuando dejaba deslizar por su rostro y su barba de pelos pajizos, arremolinados como un nido de víboras, a un par de serpientes que parecían brotar de sus manos como si formaran parte de ellas. Aquella noche en Marraquech cuando me llamó El Encantador y obediente me senté a su lado, quizás dejé que las serpientes anidaran en mis manos. El único terror que experimenté fue cuando salí del ensueño y descubrí que al lado del hombre yacían varios muñecos igual a los saltimbanquis.

Huí de su lado como si me llevara el diablo y fue cuando avisté el puesto de los caracoles. Era una oportunidad de saborearlos porque a Raquel no le gustan los animales que se arrastran o tienen caparazón y no soporta verme cuando como caracoles. Raquel es vegetariana y tenemos ese puntito de diferencias; si degusto algún crustáceo, luego me dice que huelo a bicho. Cuando comenzó mi festín, por arte de magia, se sentó a mi lado la joven de los ojos beréberes. Los dos reíamos a cabeza cubierta cuando aparecieron mis amigos. Ellos solamente comentaron '¡vaya nochecita!, ¿eh?' y desde entonces Pedro, Horacio y Alan, han hecho un extraño pacto de silencio y ninguno de los tres ha vuelto a hablar de aquella noche de luna llena, en la plaza de Jemaa el Fna.

No le hubiera dado más importancia a esta nueva mala noche que he pasado, pero lo que escapa de mi comprensión es que, esta mañana, al enjuagar mi boca, escupí trocitos de almendras. Lo peor de esta situación es que no me sirve la alianza nueva y reluciente que ha comprado Raquel y otra vez tendré que decirle que la próxima luna llena tampoco será nuestra en París.

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