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CincoSentidos

El rincón del pino torcido

El azar a veces juega malas pasadas. Algunas personas tienen la mala suerte de estar en un lugar concreto en el momento menos adecuado. Esto es lo que le sucede a uno de los personajes de este relato. Con mucho miedo, María abandona una noche su hogar para dirigirse a las afueras de la ciudad, colina arriba. Más allá de donde se colocan las prostitutas para esperar a sus clientes, en el rincón del pino torcido. Jamás debió ir.

Doña Leonor aparcó el Mercedes frente a uno de los tilos que salpicaban la avenida. Abrió la puerta y notó una ráfaga de frío que la impulsó a enfundarse el abrigo. La lluvia arreciaba durante aquella tarde gris de abril. Se colocó la bolsa de deporte y el bolso en el hombro derecho y salió disparada para correr a través de los 50 metros desguarecidos del solar, hasta que alcanzó la cobertura del templete.

Unos segundos bajo el chaparrón fueron suficientes para empaparla. Tenía el pelo mojado, lacio, y sentía cómo la humedad se calaba en sus huesos. Pasó entre las mesas y sillas que atestaban la terraza del pabellón, convertido por la ingeniería empresarial en una fastuosa terraza de cafetería, en busca de un rincón adecuado para la cita. Se detuvo cuando encontró un par de sillas de mimbre desocupadas y una mesa circular junto al balaustre que contorneaba el quiosco. Se acomodó en la silla que miraba hacia la tormenta, de espaldas a la barra, y dejó la bolsa de deportes en el suelo, sujetada entre sus pies, mientras que el bolso lo depositó encima de la mesa. Encendió un cigarro. Desde los altavoces sonaba la serenata nocturna de Mozart, cuya melodía se mezclaba con los chasquidos de la lluvia. A su derecha asomó la camarera.

-Un martini, gracias.

La camarera no tardó en servirle la bebida. Después de pagarla, lanzó una bocanada de humo y trató de mitigar los nervios, que estaban a flor de piel. Miró sus manos, temblorosas, y advirtió de refilón que alguien se sentaba en la otra silla.

Alzó la vista y discernió, frente a ella, a un hombre corpulento, cubierto por una gabardina y unas gafas de sol. Tenía unas patillas recortadas, que se torcían al recorrer sus mejillas, y un bigote denso e hirsuto.

-¿Es usted?

-Sí-. El hombre aseveró utilizando un tono grave, rasgado por el consumo habitual de tabaco.

La respuesta sirvió para abrir un silencio. El desconocido se movía con impaciencia.

-¿Trae lo que le pedimos?

-Sí.

-Entréguemelo.

Doña Leonor abrió la bolsa de deportes. Removió el interior, formado por montones de billetes unidos por fajos, hasta que extrajo un sobre abultado, del tamaño de un folio, que colocó encima de la mesa circular y deslizó por la superficie de cristal hasta ponerlo junto al desconocido.

-æpermil;stos son los documentos.

-¿Está todo?

-Sí.

-Recuerde que es imprescindible que tengamos todos los datos…-. Al dilatar sus palabras, el hombre dejó escapar un deje extranjero, propio de un nativo del Este.

-Los he mirado una y otra vez, respondió doña Leonor. Aquí está todo lo que ustedes me pidieron.

El hombre dobló el sobre y lo colocó en uno de los bolsillos de la gabardina.

-Y ahora deme el dinero.

Doña Leonor tuvo que esforzarse para mantener la serenidad y no expulsar el miedo que la consumía por dentro. Pensó que tenía que controlar sus emociones y mostrarse fría. El tono autoritario y grave de aquel hombre le recordaba la ruindad de su cometido, y aquella idea desataba en ella un incontrolable pavor.

Las manos recuperaron su temblor. Se inclinó con suavidad para coger la bolsa de deportes y la desplazó por debajo de la mesa, hasta que notó que la mano del hombre agarraba una de las asas y tiraba de ella. Doña Leonor no quiso soltar la mano.

-¿Qué pasa?-, gruñó el mafioso.

Doña Leonor pensó que no entregaría el dinero sin recibir información que la consolara o la convenciera de su propósito.

-Si se arrepiente de lo que vamos a hacer, dígamelo ahora… No me gusta perder el tiempo.

-Quiero saber si mi hija…

-¿Qué quiere saber de su hija? Ya le dijimos que no sufriría. Somos una organización profesional, llevamos funcionando desde hace muchos años…

Doña Leonor dejó de tensar el asa de la bolsa de deporte, que pasó en poder del mafioso.

-¿Está todo?

-Sí.

-Veinticinco mil...

-Sí.

-…Y veinticinco mil más después de terminar la faena.

-¿Lo harán bien? ¿Tardarán mucho?

-Le puedo garantizar que haremos un trabajo impecable. Respecto del tiempo, ya sabe que deben producirse algunas circunstancias. Supongo que como máximo tardaremos un mes.

El hombre se levantó de la silla de mimbre. Su brazo derecho sujetaba la bolsa de deportes con los veinticinco mil.

-Y recuerde, salga bien o salga mal, nunca diga nada a nadie, ya que en el caso contrario nos veríamos obligados a…

Escuchar aquella lóbrega insinuación y al mismo tiempo concebir la posibilidad de que aquello saliera mal provocaron en ella un agudo suspiro de terror que no advirtió el hombre de la gabardina, que había abandonado el templete sin despedirse. Doña Leonor observó cómo caminaba impertérrito por el solar, bajo la tormenta, hasta que abrió la puerta de una furgoneta verde oliva que tenía los cristales tintados.

María volvió a pasarse el pintalabios. Dejó la barra encima del anaquel y se contempló en el espejo por enésima vez. El maquillaje había transformado su imagen. Ahora su rostro tenía un aire erótico, incluso pornográfico, insinuado desde aquella mandíbula marcada, desde aquellos ojos rasgados y zorrunos y desde aquel pelo corto, azabache, y a su vez potenciado por el carmín de sus labios, por la sombra de sus ojos y el tono más coloreado de su piel. Se contempló por última vez antes de abandonar el cuarto de baño, mientras sus dedos tocaban los colgantes de oropel, como si ellos fuesen el talismán que la iba a ayudar a afrontar aquella noche de pesadilla.

En la salita experimentó una oleada de angustia, mezclada con una sensación de pánico, aquella sensación tan propia de quienes se enfrentan a una experiencia traumática por primera vez. Cogió el bolso y dedicó una última mirada a la correspondencia, que se agolpaba en la mesilla de la salita. Misivas que anunciaban impagos, salpicando su existencia de deudas insatisfechas, que aumentaban como una incontenible bola de nieve. Una existencia morosa que la confinaba a aquel piso degradado, de mala muerte, sola, huérfana de esperanzas y relegada al cometido diario de limpiar y fregar suelos.

Miró el reloj: eran las once y media de la noche. Aspiró hondo y lanzó otro suspiro que vació sus pulmones. Trataba de mitigar, en vano, su angustia. Quería llorar, pero aquel no era el momento: los desgraciados ni tan siquiera pueden elegir el momento para verter sus lágrimas. Se colocó los zapatos de tacón y abrió la puerta, rezando por no encontrarse a nadie en el ascensor.

Cruzó el recibidor de la comunidad y salió a la calle, que estaba vacía y silenciosa. Torció a la derecha y enfiló otra calle aún más estrecha y solitaria, que desembocaba en el principio de la colina. La ciudad parecía terminarse allí, donde aquella pequeña montaña cubierta de pinos y encinas rompía el horizonte rectilíneo de cemento y alquitrán. María tomó la carretera que subía a la cima. A partir de entonces empezó a advertirlas de refilón, perfiladas entre la penumbra de la noche.

Oía rumores que alternaban con gritos y palabras necias. Las prostitutas se alineaban a uno de los lados de la carretera, custodiando sus pequeños espacios y exhibiendo, sin pudor, la mercancía de su cuerpo. Advirtió que la mayoría estaban cubiertas con abrigos. El fulgor de los faros, rompiendo la oscuridad, provocaba reacciones histriónicas, exageradas y las conminaba a abrir aquellas prendas y mostrar su lascivo contenido.

Le temblaban las piernas. Pensó en abandonar, pero de vuelta le esperaba aquel montón de deudas sin resolver y el amenazador aviso del arrendador. Se sentía observada, acuchillada por miradas descaradas, y para aliviar la asfixia de aquel sentimiento se entretuvo pensando en su nuevo nombre. Verónica. Aquel nombre era la forma de consumar su desdoblamiento, de partir su existencia en dos, y mantener a flote la otra parte, aquella porción de modestia que la llevó a la ruina.

La carretera, sinuosa, se empinaba en el tramo final, cerca de la cima. María respiraba con dificultad y sentía la presión de los zapatos de tacón en sus pies. A pocos metros de su destino se detuvo para observar el lugar y discernió, débilmente iluminado por la luna, aquel rincón. Al lado de la carretera se abría un recodo, libre, junto a un pino que se inclinaba hasta besar el suelo. Un pino torcido. Un lugar que había escapado del control de las prostitutas ¿Cómo podían haber descuidado aquel mostrador perfecto? María se colocó mirando a la carretera. Al mover sus zapatos, oyó el ruido de las piedras arrastrándose por el suelo. Aspiró hondo. Tenía ganas de llorar. Ahora eres Verónica, pensó. ¿Cómo sería su primer cliente? ¿Un Richard Geere que la sacaría de su agujero existencial? No. En aquella lotería de noctámbulos, las posibilidades se inclinaban por un personaje sombrío y decrépito o un feo insatisfecho que quisiera someterla a cien perrerías. El fulgor de unos faros deslumbró sus ojos rasgados y la sacó de su ensimismamiento. Frente a ella se detuvo una furgoneta verde oliva, con los cristales tintados.

Doña Leonor apuró el café y colocó la taza encima de la mesa.

-¡Javier!

En el umbral del salón ampuloso asomó el sirviente.

-¿Quería algo, señora?

-Sí, retire la taza, por favor. Quiero estar sola unos minutos.

-De acuerdo.

El mayordomo cogió la taza y se retiró del salón, cerrando la puerta con sigilo. Doña Leonor se levantó de la silla y se encaminó al balcón para contemplar el jardín. Abrió el cristal y observó cómo la lluvia humedecía el césped. Otro día gris, pensó. Una semana de tormentas, de cielos encapotados, y también de sufrida quietud. Le molestó recordar aquello. Lo mejor para no sufrir aquellas esperas era no pensar en ellas, ni en los siete días de reclusión y de ansiedad, pendiente del timbre de un teléfono.

Salió del balcón y regresó al sofá. A su derecha, encima de una mesita de ébano, se apiñaban los retratos. Estiró el brazo para coger el de Judith, que era su única hija. Ella la miraba, sonriendo con franqueza contagiosa. Era su luz. En el momento que acarició la superficie lisa del cristal que protegía la fotografía, las lágrimas volvieron a surcarle el rostro. Estaba harta de llorar y del recurso al pañuelo. Y de pensar en aquel plan tan truculento.

-¡¡¡Ring!!!

Doña Leonor creía que su corazón iba a estallar.

-¡¡¡Ring!!!

Agarró el auricular.

-Señora Leonor, ¿es usted?

-Sí, soy yo.

-Ya está todo listo.

Y se cortó la comunicación.

El cirujano entró en el quirófano. Se lavó las manos y se enfundó los guantes de látex. Antes de colocarse la mascarilla, observó la camilla de la derecha, en la que yacía la prostituta, mantenida artificialmente desde la máquina.

-¿Está todo bajo control?-, preguntó el médico a una de las enfermeras.

-Sí, todo está en orden.

Y la enfermera sacó de un sobre abultado, una serie de documentos que contenían referencias a análisis de orina y sangre, a resonancias magnéticas y electrocardiogramas, a biopsias, Mugas, cultivo de esputo, tomografías computerizadas y otros.

-Todo parece correcto-, añadió otro cirujano, que venía del fondo del quirófano.

El doctor observó que el rostro de la prostituta, pese a haber perdido sus córneas, aún seguía cubierto por una fina capa de maquillaje y tenía los labios resaltados por el carmín.

-Ya se ha puesto en marcha la derivación pulmonar-, le informó otra enfermera, cubierta por un pañuelo y la mascarilla.

El cirujano se colocó la mascarilla y fue a ver la mesa de operaciones, en la que yacía Judith. La hija de Leonor tampoco respiraba por sí misma. Sus pulmones, aquejados de una fibrosis pulmonar severa, dejarían de funcionar para siempre. Serían extirpados por las expertas manos del cirujano, que le colocaría los de la prostituta. Aquella mujer cuyo pecado fue esperar en el rincón del pino torcido.

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