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Relatos de verano

Cuestión de intereses

Alberto estrena teléfono móvil; todavía no domina su funcionamiento. Tiene que llamar a la empresa Dubel, a la que debe una cantidad importante, pero esto no le supone ningún problema, puesto que dispone del dinero para abonarla. Marca el número, le responden; se ha equivocado, pero debe prestar ayuda. A partir de ese momento los acontecimientos se precipitan. Al final del relato vuelve a hacer la llamada... No pueden contestar.

Como siempre, llegó al bar en hora punta. La gente se arremolinaba alrededor de la barra y la confluencia de conversaciones otorgaba al lugar un zumbido continuo. Alberto se colocó adecuadamente su chaqueta negra, cogió el periódico y se encaminó hacia la mesa de la esquina, junto a la ventana.

-Buenos días, Rosario. Ponme lo de siempre.

-Muy bien-, dijo la camarera llevándose su pelo rizado hacia la barra.

A pesar de que el reloj, situado detrás de su cabeza, marcaba las once, el móvil sonó por enésima vez en esa mañana.

-Hola, contestó a la vez que hojeaba el periódico, -dime.

-Te cuento, habló una voz femenina. Ya nos han llegado los monitores y para esta tarde tendremos todo lo demás.

-Perfecto, vamos a buen ritmo-, afirmó Alberto.

-Por cierto, he vuelto a revisar la lista, dijo con voz seria, y hay varios pagos muy atrasados, especialmente uno, era una cantidad importante, pero disponemos de dinero suficiente. ¿No crees que te retrasas demasiado?

-Tranquila Maryan-, dijo con voz cansina. A ver, dime el número de teléfono.

-Un momento.

Entre tanto llegó Rosario.

-Aquí tiene, Alberto, el café y la tostada. Miró fijamente un instante. Móvil nuevo, ¿no? ¡Qué bonito!

-Pues sí, muy observadora-, dijo mostrándoselo, -pero lo cierto es que todavía no he conseguido entender del todo cómo funciona.

Rosario rio enseñando sus dientes blancos.

-Es que te hace falta un hijo, que es como una manual de instrucciones para estas cosas.

-Tendría más inconvenientes que ventajas lo del niño… Escuchó la voz de Maryan. -Bueno Rosario, te dejo, me reclaman.

-Muy bien, Alberto-. Se dirigió hacia la mesa de al lado.

-Dime Maryan, dijo pegándose el móvil a la oreja. Aunque, espera, mejor cojo una servilleta porque con este móvil…

-¿Ya? Apunta, comenzó Maryan: Seiscientos diez, cincuenta y dos, treinta y tres…

-Son tres con cuarenta-, dijo Rosario en la mesa de al lado. ¿Tienes tú veinticinco?, escuchó por detrás...

Y veinticinco apuntó finalmente Alberto.

-Ya está-, dijo. Esta mañana lo llamo sin falta. Adiós, Maryan.

-El nombre de la empresa es Dubel.

-Sí, ya lo recordaba.

-Está bien, ciao.

Pocos minutos más tarde, Alberto ya estaba de nuevo caminando por la ciudad. Como siempre, iba erguido y con la cabeza tan alta que su metro ochenta parecía multiplicarse por dos. Sacó el móvil con un giro a la vez que miraba a dos chicas sentadas en un banco.

Desdobló la servilleta y marcó el número. Oyó tres tonos y después descolgaron el teléfono.

-¿Empresa Dubel?-, dijo mirándose las uñas.

Hubo unos instantes de silencio. De repente se escuchó una voz susurrante.

-Oiga, pausa, no cuelgue. Se ha equivocado, pero por Dios pida ayuda. Están atracando el RedBank de la calle Machado. Haga algo por favor-, se escuchó una voz grave de fondo. -¡No, por favor! No estaba haciendo nada, gritó el dueño del teléfono, se lo juro…

La cara de Alberto empalideció a la vez que oyó un golpe y se interrumpió la llamada.

Ismael sujetaba el arma con nerviosismo. A su alrededor, los rehenes temblaban acurrucados en el suelo. No dejaron de escucharse sollozos desde que dispararon a uno de los empleados del banco. Repentinamente, miró hacia la derecha y vio cómo su compañero le propinaba una patada a uno de ellos. Se acercó corriendo a toda velocidad.

-¿Qué pasa?, dijo con voz agitada. ¿Por qué le has pegado?

-Este cabrón estaba hablando por el móvil, dijo señalando al hombre cuyo rostro atenazado de pánico los miraba sin parpadear. Tenía ambas manos sobre la nariz, intentando contener la sangre que empezó a brotar tras el golpe. Seguro que ha llamado a la policía.

Con el mero hecho de oír la palabra policía, el labio inferior de Ismael comenzó a temblar.

-Por favor, les juro que no he avisado a la policía. Mi hijo empieza hoy el colegio, me necesita, se lo ruego…

Ismael se vio a sí mismo dándole un tremenda patada al hombre acurrucado en el suelo, como si no hubiera actuado por propia voluntad. Su cuerpo ya era presa por completo de los nervios y lo único que circulaba por él era adrenalina. Tanto si se cortara el cable rojo como el azul, explotaría.

-¿Cuánto nos falta, Sergio?-, preguntó jadeando después de la patada.

-No sé, Luis sigue con los empleados en la caja fuerte-, respondió su compañero. -Ya debe de estar terminando, tenemos que salir de aquí volando.

-Mira a Nacho, creo que cada vez está peor-, dijo, y ambos dirigieron la mirada hacia el cuarto compañero.

Alberto tardó varios minutos en reaccionar. Marcó el número de teléfono de la oficina.

-¡Maryan! dijo casi gritando. Antes me he equivocado al apuntar el número, no sé a quién he llamado.

-Tampoco es tan grave, contestó su secretaria en tono de burla. Ahora te lo escribo en un mensaje.

-Maryan, cuando me he equivocado, alguien me ha pedido auxilio.

Alberto le contó todo lo sucedido y colgó rápido para llamar a la policía.

La comisaría estaba tranquila, demasiado tranquila para âscar. Llevaba dos años trabajando en ella y lo más emocionante que podía contar era una persecución a un ladrón de bolsos. Bajó la vista y miró hacia su pistola. Sentía una extraña mezcla de sensaciones, él no quería matar a nadie, no esperaba tener que usarla; pero, por otra parte, necesitaba acción, para eso se hizo policía.

El teléfono lo sacó de sus pensamientos. Su compañero lo cogió con rapidez. Su cara comenzó a ponerse en tensión.

-Iremos para allá enseguida, dijo seriamente y colgó. âscar, rápido. ¡Están atracando el RedBank!

âscar se levantó derramando el café. Ambos salieron corriendo de la comisaría y unos instantes más tarde estaban montados en el coche rumbo a la calle Machado.

-Atención a todas las unidades-, dijo âscar por la radio. -Necesitamos refuerzos…

En unos minutos llegaron a la amplia avenida donde se situaba el banco. Aparcaron en hilera junto con los refuerzos que llegaron casi al mismo tiempo. No tardaron en comenzar a acercarse curiosos a la zona. Un hombre con chaqueta negra se dirigió directamente hacia âscar.

-Buenos días, agente-, saludó Alberto. -Yo soy la persona que ha dado el aviso.

-Muy bien, colóquese detrás del cordón que está poniendo mi compañero.

-¡Qué mal!-, se quejó Ismael mirando por la ventana. -Esto se ha llenado de policía. ¡Estamos perdidos!

-A ver-, dijo Sergio mientras miraba por la ventana. -Vale, no pasa nada. Tenemos muchos rehenes, no se atreverán a hacer nada.

-Les habla la policía-, se escuchó a través de un megáfono.

âscar miró a su compañero y le apremió para que siguiera.

-Están totalmente rodeados. Salgan con las manos en alto y pacíficamente.

De repente, en la ventana apareció la cara atemorizada de un hombre con una pistola apuntándole a la cabeza.

-Hay que tener cuidado-, dijo âscar. -Deben de estar desesperados para hacer algo como esto y no sería extraño que fuesen capaces de disparar a alguien.

Pasaron varios minutos sin que hubiera movimiento alguno. Dentro, los atracadores estaban atemorizados y en el exterior la policía temía realizar cualquier movimiento, ya que había demasiados inocentes que podían verse implicados.

-Está bien-, comenzaron a hablar de nuevo por el megáfono. -Podemos mandar una persona para negociar, irá totalmente desarmada. ¿Estáis de acuerdo?

Por la ventana se vislumbró un gesto de aceptación. Uno de los policías situados cerca de los coches se adelantó. Comenzó dejando el rifle lentamente, para que los atracadores pudieran verlo; después, también apoyó la pistola en el suelo.

Alberto, como todos los demás espectadores, miraba cada movimiento con expectación. Le sorprendió la temeridad de un policía entrando ahí desarmado.

Contempló cómo el agente se dirigía con paso firme hacia la puerta. Todas las bocas se silenciaron, no se podía oír más que el propio ruido de la tensión. El policía iba a entrar, todos contuvieron la respiración… Una vibración sacudió el cuerpo en tensión de Alberto. Tras unos instantes con el corazón en un puño, comprobó que era el móvil. Lo miró sin quitar ojo del banco. Maryan le había enviado un mensaje con el número del empresario, se prometió llamarlo.

La figura de su colega se perdió al entrar al banco. âscar estaba preocupado, no le gustaba nada esta situación. Una palidez insólita inundaba las caras de los policías, la espera se hizo eterna.

Por fin, su silueta se dibujó en la puerta. Fue hasta donde se encontraban âscar y los demás.

-Hay que tener cuidado-, dijo en tono confidencial. -Están muy nerviosos, sobre todo uno de ellos.

-¿Qué te han dicho?-, intervino âscar.

-Han matado a un trabajador del banco-, continuó como si no hubiera hablado nadie. -Al parecer, se hizo el valiente. Consiguió disparar el arma de uno de los atracadores contra otro de ellos. La bala se ha incrustado en el abdomen, no tiene buena pinta. He conseguido un trato: si les enviamos un médico, ellos liberarán a cinco rehenes progresivamente.

-Debemos hacerlo-, dijo el comisario. Se encontraba al lado de âscar y había escuchado con atención cada palabra de su agente. Volved a vuestros puestos.

El comisario cogió el móvil y se alejó un poco para hablar. Nadie comentaba nada entre los policías. La gente los miraba agarrados a la cinta, cuando se cansaban giraban la cabeza hacia el banco. Era incómodo para âscar ser protagonista de un partido de tenis.

No pasó mucho tiempo hasta que llegó el médico. No era muy alto y su pelo era invadido por dos prominentes entradas. Recibió las instrucciones del comisario con atención, no podía dejar de tocarse la nuca de forma compulsiva.

Y sin más dilación, se dirigió hacia la puerta del banco para asombro de los curiosos allí presentes. Se aferró con fuerza al asa de su maletín y empujó la puerta.

Ismael siguió en tensión el avance del doctor hasta la entrada. En cuanto puso un pie en el frío mármol del suelo, Sergio corrió hacia él.

-¡Vamos, corre!, gritó. -No para de tiritar.

El médico se arrodilló al lado de Nacho. Ismael los miraba sin parpadear limpiándose constantemente el sudor que no dejaba de caer por su frente.

-Ahora debéis liberar a uno de los rehenes-, se escuchó desde la calle.

-Soltemos a uno-, dijo Ismael. -Al que sea.

Sergio se acercó a una chica. Estaba sentada en el suelo con el rostro hundido entre las rodillas. Sin mediar palabra, tocó su hombro y le indicó que se fuera. La chica se levantó dubitativa, pero en cuanto estuvo de pie corrió sin mirar atrás. Apenas tardó unos segundos en llegar al otro lado de la calle.

Pasó el tiempo y el doctor continuaba con la cura. Las uñas de Ismael estaban provocándole una herida en las palmas por apretar los puños con tanta fuerza. Por un instante, vio un gesto en la cara del médico que le congeló el pecho. Sus ojos lo delataron: Nacho estaba perdido.

Ismael comenzó a temblar. Esta situación no tenía sentido, tenía que salir de aquel horrible lugar.

-Ya ha pasado el tiempo para que salga el siguiente rehén-. El sonido del megáfono retumbó en la calle muda.

-Ya estamos-, dijo Sergio. -Tú mismo, vete.

La cara del hombre a quien había señalado se iluminó. Los temblores de Ismael casi parecían convulsiones, apenas le llegaba sangre al cerebro, no podía pensar con claridad. En su mente sólo había una obsesión: salir.

En cuanto el rehén abrió la puerta, Ismael no lo dudó un instante. Salió corriendo con el arma alzada. Tenía que huir de allí como fuera.

âscar notaba que estaba pasando algo extraño. Un hombre armado iba a salir. Cuando lo vio con el arma dirigida hacia la gente ni siquiera se paró a pensar. El atracador no llevaba ni cinco zancadas fuera del banco cuando âscar apretó el gatillo.

Ismael miró instintivamente hacia donde se había escuchado el estallido. Casi pudo ver la bala avanzando, desmembrando el aire a su paso, hundiéndose en su pecho.

Se desplomó sobre el asfalto. Se escucharon gritos ahogados provenientes de las personas situadas tras la cinta de seguridad. Después, silencio.

Alberto contempló atónito todo lo sucedido. Al poco tiempo, los tres atracadores restantes salieron del edificio. Sus caras eran el reflejo del pánico, todo había terminado. Nacho era llevado en camilla por los otros dos.

Avanzó la mañana y la gente comenzó a dispersarse recordando que tenían obligaciones. Alberto no era menos. Sacó el móvil y miró en derredor, los atracadores estaban siendo introducidos en coches de policía. Llegó una ambulancia. Mientras, marcó en el móvil el número real (quién sabe que hubiera podido suceder si no se hubiera equivocado).

Dos médicos se acercaron al cuerpo de Ismael al tiempo que Alberto llamaba. Uno de los doctores indicó con un gesto que estaba muerto. Miraron hacia el cuerpo inerte. De repente, saltaron hacia atrás. Un ruido había emanado del cadáver. Un instante después, se echaron a reír al comprobar que sólo era su móvil sonando.

Alberto no rio.

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