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CincoSentidos

Con mi vergüenza a cuestas

æpermil;sta es la narración de un tránsito de la adolescencia a la madurez. Al menos así lo percibe su protagonista, una joven de 18 años que ha abandonado el hogar familiar. Nos cuenta que una amiga le ha prestado su oficina para que se aloje en ella un tiempo. Se instala allí y, a partir de ese momento, podemos seguir su existencia diaria, en la que dominan sentimientos como miedo, vergüenza, inseguridad... La pobre sufre verdaderas privaciones

Jamás en mi vida había tomado un café en un bar. Fui precoz en salidas, amigos mayores que yo, novios, tabaco e incluso en pintarme, pero nuncame había dado por tomar café. Lo más parecido que había saboreado era el Eko que mi abuela me ponía con leche y que, por cierto, odiaba. Invertí parte de mi escaso dinerito en tomarme uno solo ¢con tres sobres de azúcar, por favor¢. Tengo que añadir a este logro que, aunque parezca una tontería, era algo muy importante, pues yo era extremadamente vergonzosa ­y de hecho aún lo soy­. Para mí entrar sola en un bar y pedir era algo nuevo…

Terminé mi cafelito, que me supo a gloria y, con mi petate al hombro, caminé sin rumbo por la ciudad...

Apareció Chelsi. Al verme con la maleta, pensó que me iba de viaje, pero yo, con cara de enteradilla y enseñando los dientes de la emoción, le conté que me había ido de casa. En menos de cinco minutos me explicó que iba a estar fuera un mes, por trabajo, y que tenía una oficina vacía para que me quedase allí todo el tiempo que necesitara. De repente me vi allí, con 1.000 pesetas que sabiamente dejó Chelsi encima de la mesa sabiendo que no se las iba a aceptar en mano, y con unas llaves... MIS primeras llaves de MI primera casa. Porque, aunque utilizado como oficina, era un pisito, con todo lo necesario para aguantar allí toda una vida si era preciso...

En un pasillo largo se encontraban, a la izquierda -por orden-, una oficina, otra, un cuarto de baño y una cocina. El pasillo desembocaba en lo que debía ser el salón, que era la oficina de Ella y, al fondo de éste, un pequeño cuartito con una cama y miles de pósteres, publicidad y cajas. Me encontraba en una productora que organizaba conciertos o algo así. A lo largo de todo el pasillo no había luz. Debías llegar hasta el salón-oficina de Ella y enroscar hasta el máximo la bombilla de la lámpara si querías ver algo. Si a esto le sumas que tenía como decoración en su despacho un Batman de cartón, tamaño natural, con los ojos fluorescentes y que yo estaba por primera vez en la vida sola, sola, sola, pues imagina el cague que me daba. Por lo que decidí salir lo menos posible a la calle, para entrar en el túnel también lo menos posible.

En la cocina, un plato de pizza empezada con un par de días de edad, pude calcular...

Serían las doce o la una del mediodía cuando llegué, por lo que me paré a pensar cómo administrar mis mil doscientas y pico pesetas para que durasen el mayor tiempo posible. Bajé a un estanco que había cerca. Vendían también chucherías y estaba al lado de la Escuela de Artes y Oficios, donde años más tarde estudié, casualidades de la vida. Me gasté buena parte del botín en bolsas de gusanitos. ¿Su marca?: Rufinos. Que aún me encantan. Los coloqué en la nevera para sentirme repleta de alimentos, muy bien ordenados, sin dejar un hueco vacío. Abrí y cerré el frigorífico varias veces, entrando y saliendo de la cocina -como si fuese otra persona distinta cada vez- para imaginar qué se sentía al verla tan llena desde varios puntos de vista. La verdad es que no tenía mucha hambre, pues mi estómago estaba lleno de mi nueva experiencia, pero no pude evitar mirar de reojo a mi compañera de piso... la señora pizza.

Con mi gran inseguridad pensé que, si me comía un trocito, quizás Ella se daría cuenta de que estaba pasando hambre. Y eso sí que no. Esa idea de que mis necesidades no se debían notar me ha acompañado bastantes años de mi vida. Ella volvería en un mes y yo sólo pensaba en que se iba a dar cuenta de que me había comido su pizza. También podía engullir un poco y tirar el resto para que no se notase, pero ¿y si miraba la basura? Prefería no tocar nada. Prefería que Ella pensase que ni había entrado en la cocina ni había visto su pizza... Ahora veo absurdo todo este rollo de la comida, pero entonces era mi sinvivir. Así que, durante días me alimenté de gusanitos y más gusanitos en el desayuno, comida, merienda y cena...

Cada mañana me despertaba tempranito, me sentaba en la oficina de Ella, escribía o dibujaba, siempre en silencio... Fueron tantos días sin hablar que a veces tenía que hacer algún ruido con la garganta para comprobar que mi voz aún seguía ahí, y mi boca no estaba pegada. En ese mes me cité alguna vez con mi madre y pronto aclaramos que mi marcha era definitiva. Yo quería volar y encontrarme. Me dio alguna bolsa de comida del supermercado, cuando me dejé ayudar. Claro que ella pensaba que vivía con alguien, porque yo guardé siempre los secretos de mi dirección y de que estaba sola. En esas bolsas había siempre -entre otras cosas- una lata de salchichas, sumergidas en agua, de esas de bote... Y hasta el agua me bebía, concienciándome de que tenía que dar a mi cuerpo alimentos para mantener mi mente tranquila. Recuerdo el sabor del caldillo ese... y vomito. Además, nunca comía sentada en una mesa y con un plato. Tenía siempre la idea de que alguien iba a aparecer y no debía verme comiendo, por la historia mía del hambre, así que hacía visitas rápidas y furtivas al frigo. Salía de la cocina disimulando, con la boca llena, y me sentaba de nuevo a escribir. Era increíble. Como sintiéndome vigilada. Como si alguien me observara 24 horas al día. Estaba siempre de pose, incluso durmiendo. Ni descansaba bien, ni comía bien, ni nada de nada... Porque NADIE debía saber que yo necesitaba ayuda.

Durante tantas tardes de soledad, me había preguntado qué coño pintaba una cama en una oficina, y había deducido que era una habitación para descansar si el trabajo era largo y te daba la noche en la oficina...

Aquella noche había decidido ponerme cómoda para escribir. Entre las mil prendas estúpidas que había metido en la maleta por las prisas el día de mi huida de casa, había un camisón horrendo, blanco con floripondios azules (si digo que me lo compraron en una tienda llamada Margary, será más fácil imaginarlo...). Me lo puse y, cuando me estaba sintiendo Clarabella, la de los tebeos del pato Donald, oí una llave en la cerradura...

No había pasado el mes, así que Ella no podía ser. Además no eran horas de trabajar. Socorro. Como cada vez que quería apagar la luz y aflojaba la bombilla me quemaba, usaba con regularidad un flexo pequeñito que había descubierto en un rincón. Con lo cual tenía poca luz, pero suficiente para que el/la visitante sospechara que moraba alguien en la vivienda. Pero no fue así. Los visitantes que, por la voz, eran dos hombres, se reían y caminaban arriba y abajo por el pasillo, las otras dos oficinas, la cocina... Entraron en el baño y me pareció que se duchaban, mientras yo me había quedado petrificada en la silla, Tierra, trágame... No podía moverme ni articular palabra. Y así estuve, en silencio, casi sin respirar, con el único sonido de fondo de mis megalatidos de corazón. Pudieron pasar 20 minutos, que por supuesto me parecieron 20 semanas... y, con carreritas y risa floja, aparecieron frente a mí, supongo que camino de la habitación. Se quedaron blaaaancos... Yo estaba de ese color desde que oí la llave, como se puede suponer. Expliqué tartamudeando mi marcha de casa, que Ella me había cedido la habitación mientras estaba fuera, y todas esas cosas. Uno de ellos se presentó como diseñador o algo así de la oficina. El otro parecía mudo. Yo no me moví de la mesa para que no vieran mi camisón, y se marcharon disimulando, con cara de patata. No había nada que explicar. La cama servía para alguna noche loca de alguno o alguna sin lecho propio, y yo acababa de cortarles el rollo totalmente. Vaya momentazo...

Pero no fue la única visita... Otro día, llamaron a la puerta. Comentó que era el padre de Ella y que tenía orden de traer una caja de cartones de leche y otra de 5 kg de espaguetis. Lo soltó todo en la cocina y marchó, despidiéndose muy amablemente. Ni que decir tiene que nada toqué... en un tiempo...

...Una mañana con hambre, harta de comer pizquitos como un gorrión -para que no se percibiese- de la pizza petrificada, despegué la cinta aislante de la caja de pasta, saqué un puñado de espaguetis y lo dejé todo de nuevo muy pegadito para que nadie lo notase (hoy estoy segura de que Ella había pensado en mí haciendo ese encargo a su padre, pero en esos días seguía con el objetivo de que NADIE podía saber que pasaba hambre). Estaba cociendo en un cacito aquello, que me alimentaría al menos por dos días, cuando volví a oír la llave. Socorro... En menos de dos segundos estaba colocado el cazo hirviendo encima del mueble de los platos, y yo, sentada allí como si llevase allí mil horas...

Era Ella acompañada de su hermana y su cuñada -las ocupantes de las tres oficinas- a las que me presentó. Hablamos un rato, yo bastante poco por cierto (y por corte), y comenzaron a trabajar. Me coloqué frente a Ella en su mesa, en silencio, para no molestar. Con los años me confesó que pensaba que yo era autista, porque, sentarme frente a Ella, fue mi deporte a lo largo de los días... Aquella noche, cuando se marcharon a dormir, me comí los espaguetis fríos, y apuré el agua de cocerlos confiando en que tuviera mucho alimento...

Cada mañana, a partir de esa tarde, me levantaba muy temprano para estar vestida cuando empezara la jornada, y me dedicaba a mirar. Su cuñada, que era como la secretaria, llegaba la primera y a veces la ayudaba a recoger. Por cierto, que la ayudé el segundo día a limpiar la cocina y juntas tiramos la pizza, que por entonces se había reducido a la mitad por la sequedad, alegrándome de que no notara que había rapiñado miguitas y trocitos de algo que me supo a jamón york, pero que no estoy muy segura de que lo fuese. Conmigo eran muy amables siempre. A veces comían allí y yo hacía como que había quedado para comer. Me daba veinte mil vueltas a la manzana para que pasara un tiempo razonable -como el de haber comido- y volvía con cara de empacho. Si tomaban té, yo decía que no me gustaba -en realidad no lo había probado nunca- esperando a que se fuesen para robar alguna pastita de mantequilla que tenían en una lata y que no se cansaban de ofrecerme durante cada tarde. La cuñada intuyó que yo era golosa, ya que en la nevera tenía una caja de tarrinitas de Nocilla de muestra que había conseguido. Traía para la infusión unos palitos de madera con una bola pegada de azúcar candy, que servían para endulzar y remover, y me daba uno. Sin saber cómo, conseguía que siempre lo aceptase. Esta chica, con la que había coincidido una vez en una sesión de fotos, donde se dedicaba a maquillar, cocinaba muy, pero que muy bien... cosa mala para mis hambres...

Aquel día que no olvidaré, preparó unas pechugas de pollo empanadas, con queso por dentro y yo que sé qué cosas, que olían estupendamente. Hice mi ritual de que me iba a una comida falsa y volví deseando que hubiera sobrado algo. Al igual que al tío Gilito le colocan en los tebeos los símbolos del dólar en los ojos, yo debía de tener en mi mirar aquellas exquisiteces humeantes...

Entré a la oficina, silbando para disimular el ladrido de mis jugos gástricos y... el trío trabajaba para hacer la digestión. Una presencia olorosa me observaba -en algún lugar- desde una bandeja, gritando un '¡CâMEME!' únicamente perceptible por mis oídos... Ahí estaban ellas: cinco pechugas empanadas, doraditas... y sobrantes. Mmmmm...

Esperé con ansia a que se fueran a dormir y me dirigí a adorar la bandeja a la cocina, como la que reza a un santo (...Dios te salve, pechuga...).

Volvieron los fantasmas y el dilema: si me comía una, lo notarían. Así que abrí con cuidado cada delicia y fui arrancando pellizquitos del relleno de queso, volviendo a colocarlas tal cual estaban. Durante cinco días la bandeja de pechugas estuvo en la cocina sin que nadie se pronunciara al respecto y las correspondientes cinco noches, ésta que escribe iba vaciando poco a poco su interior, cuidando de tapar bien con la parte empanada las pechugas. Aquellos manjares, antes gorditos y rebosando queso, iban quedando escuálidos para mis ojos, aunque estoy segura de que nadie se percataba de nada...

...Y al sexto día ocurrió. La cuñada empezó a limpiar la cocina y me ofrecí rápida a ayudar, para controlar los alimentos... Pregunté qué hacía con la bandeja de pechugas y, sin prestar casi atención, me dijo que, por supuesto, las tirara a la basura. Claro, como ella comía todos los días... qué importaba. Cavilé si guardarme una, pero el espíritu de que se iban a dar cuenta me robó la intención... Las eché en el cubo de los desperdicios, brotando una lágrima de mi estómago...

La bolsa de basura era nueva. Allí había poco movimiento de comida y, por tanto, poco movimiento de desechos. Contenía solo papeles. Así que sin haber dado mi cerebro la orden, mi mano se introdujo SOLA en el cubo, agarró una pechuga y la escondió debajo de mi axila, dentro de la camiseta. Mi extremidad la apretó con fuerza, como si su vida dependiera de ello. Cerré la bolsa, para que nadie pudiera contar las pechugas, coloqué una nueva y continué la tarea. Y así fue como pasé un día entero, con 18 años, con una pechuga de pollo empanada en el sobaco. Pechuga que devoré en el cuarto de baño, bien entrada la noche, que me supo a gloria bendita y de la que nunca hablé hasta hace bien poco...

A partir de ese instante, supe que era mayor. A partir de ahora, nada ni nadie pensarían por mí… Había llegado al punto álgido de lo que yo conocía como LIBERTAD…

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