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Tribuna
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La transparencia es la clave

La primera vez que oí hablar de los lobbies fue en 1963 al profesor Jiménez de Parga, catedrático de Derecho Político en mi primer año de la Facultad de Derecho de la Universidad de Barcelona. Afirmaba entonces don Manuel que, no siendo en aquella época legales los partidos políticos en España, los grupos de presión (económicos, religiosos, ideológicos…) ocupaban un lugar mucho más importante que el que les correspondería en una democracia. Pero ya nos advertía que también en las democracias los lobbies podían desarrollar una legítima función.

Tuvieron que pasar más de 20 años para que pudiera yo comprobar esta segunda realidad. El ejercicio de la diplomacia, al que dediqué la primera parte de mi vida, me llevó a países como Argelia, Gabón o Bulgaria, que, no siendo, en aquella época, precisamente modelos de democracia, no me permitieron observar el funcionamiento legítimo de los grupos de presión conviviendo con las fuerzas políticas libremente elegidas por los ciudadanos. Sin embargo, cuando en 1985 abandoné la función pública para comenzar a trabajar como abogado especializado en el Derecho de las Comunidades Europeas, me encontré, de golpe y porrazo, con que Bruselas era el paraíso de lo lobistas, en torno a la Comisión y al Parlamento europeos (algo similar, me decían, a lo que ocurría en Washington, y que yo había visto en las películas, porque mi vieja Carrera nunca me quiso llevar allí).

La realidad en Bruselas era sorprendente para un español: numerosos despachos de abogados, además de su habitual función de defender los intereses de sus clientes en la aplicación del Derecho -que es lo que normalmente hacemos, ya sea ante las Administraciones, ya ante los tribunales- también ejercían una actividad tendente a influir en la creación del Derecho. Y lo hacían abiertamente: la ofertaban en sus folletos (todavía no teníamos páginas web) y facturaban honorarios por este concepto. Y lo que más me sorprendió en ese momento: tanto la Comisión como el Parlamento europeos eran muy fácilmente accesibles. Diríase que estaban deseando recibir información y conocer las opiniones y los intereses de los sectores afectados sobre los que se proponían legislar.

La distancia de Bruselas parecía convertir a funcionarios y legisladores en ansiosos receptores de información. Y empezaban a abrirse en la capital comunitaria las primeras oficinas dedicadas exclusivamente al lobbying, aunque adoptaban el más púdico nombre de especialistas en public affairs porque, justo es reconocerlo, el pasillo, como escenario de esas gestiones, no parece enaltecer ni al que trata de influir ni al destinatario de la influencia.

Mucho tiempo ha pasado desde entonces, y la Comisión Europea, después de su Iniciativa a favor de la Transparencia en 2005 y su Libro (más bien folleto) Verde sobre esta cuestión en 2006 ha decidido finalmente, el pasado 21 de marzo, abrir, a partir de 2008, un registro voluntario de lobistas (incluidos los profesionales externos, los internos, las asociaciones patronales y hasta las ONG) en el que hagan constar su actividad y los intereses que defienden. Me parece una magnífica idea. La transparencia es la clave de toda legítima actuación de los que, a través de esta actividad, defienden intereses propios o de terceros. Me parece también bastante acertada la voluntariedad del registro, porque la obligatoriedad, si su incumplimiento tuviera consecuencias, podría crear delicados conflictos en el caso de profesionales que sólo ocasionalmente ejerzan esa actividad. Lo esencial para unos y para otros es la transparencia. 'Usted ¿a quién representa, a qué viene aquí y por qué?' deben preguntar todas las instituciones públicas a los representantes de intereses, que es como comienzan a ser llamados. O, más exactamente, eso es lo que deben comenzar declarando tales representantes.

Es necesario, igualmente un código de conducta, como el que la Comisión se propone elaborar para todos ellos. En cambio, me permito dudar de la necesidad y la eficacia de la obligación que la Comisión quiere imponer a los profesionales que se registren acerca de la facturación total correspondiente a esta actividad y el peso relativo de cada cliente sobre la misma. Es verdad que el Congreso norteamericano viene exigiendo una información parecida. Pero también lo es que el Bundestag alemán -única institución europea que ha regulado la materia- ha evitado solicitar esta información.

Los fraudes y las corrupciones, que desgraciadamente existen, no se van a evitar de esta manera. Y en cambio, la exigencia de facilitar esta información podría llevar a algunos profesionales a abstenerse de participar en este registro que, lo repetimos, tiene carácter voluntario.

Santiago Martínez Lage. Socio director de Martínez Lage & Asociados Abogados

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