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Lealtad, 1

El ladrillo y lo que vendrá después

El optimismo o el pesimismo no son características por sí mismas de un análisis bursátil. Son más bien una cuestión de plazo y de entorno. Lo que es optimista hoy puede ser pesimista mañana. O el pesimismo a corto plazo puede ser, en realidad, un antídoto contra una resaca más dolorosa. Baste como ejemplo la cuestión del ladrillo. La cuestión del año en España, más allá de las estériles trifulcas políticas, pues afecta al principal activo de las familias y a uno de los motores de la economía.

Pablo Beldarrain, analista entrevistado por este periódico el pasado sábado, es un ejemplo. Sus perspectivas para el mercado inmobiliario son más pesimistas que el consenso. Según su escenario central -no dispone de una bola de cristal a mano-, prevé que el año que viene las casas caigan un 5%. Pero no es pesimista. Al contrario, es optimista porque considera que las grandes empresas del sector y los bancos están bien preparados para afrontar la desaceleración y lo dicen. Y no le falta razón.

Hace unos meses, sin embargo, pronosticar una caída de los precios de la vivienda era anatema. No ya desde un banco de inversión; en una simple charla de café. En estos casos se suele mezclar la lógica con algo de sabiduría popular y bastante de mito. Quizá no sea que las casas no bajan sino que no bajan demasiado. O ni siquiera eso sea cierto.

En todo caso, cabría plantearse si a esta clase de confianza ciega se le puede llamar optimismo o se trata, más bien, de voluntarismo. No de ver la realidad con un prisma de color de rosa sino de confundirla con los propios deseos.

No quiere esto decir que el mejor de los mundos posibles sea uno dominado por agoreros de todo pelaje. Pero sí que el realismo es la única receta posible contra la complacencia que tanto daño hace en los mercados de activos, sean financieros o bienes raíces. Y que el viejo aforismo si vis pacem, para bellum tiene una lectura económica que ojalá haya hecho el tejido productivo.

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