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Columna
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La República presidencialista

El 16 de mayo Nicolas Sarkozy se convirtió en el sexto presidente de la V República Francesa. Su rotundo triunfo ante la candidata socialista, Ségolène Royal, se debió en buena parte a que, a diferencia de ésta, el actual presidente transmitió al electorado la impresión de tener ideas claras sobre los problemas que atenazan a su país y de las posibles soluciones para remediarlos. Además, las primeras jornadas de su recién estrenado mandato han reforzado esa impresión de dinamismo y deseo de enfrentarse directamente con los problemas. A diferencia de la imagen de dudas y tempo lento a que los políticos franceses tenían acostumbrada a su opinión pública, parece que al nuevo presidente le sobrarán no pocos de los 100 días que se suelen conceder a quienes llegan a un cargo público de tamaña responsabilidad.

Nada más ser nombrado presidente y rendir homenaje a los héroes de la Resistencia, al general De Gaulle y al símbolo de la lucha contra los alemanes en la I Guerra Mundial, el presidente del Consejo de Ministros Georges Clemenceau, Sarkozy tomó un avión para entrevistarse con la canciller alemana, Angela Merkel, y reafirmar la amistad entre ambos países y, se supone, pasar por primera vez revista a sus respectivas posiciones respecto al futuro de la Unión Europea. Al día siguiente nombró a su primer ministro -con los dirigentes de los principales sindicatos se había reunido tres días antes-, y menos de 24 horas después presidió el primer Consejo de Ministros y se desplazó, acompañado del nuevo ministro de Economía, a Toulouse, donde tuvo reuniones con los altos directivos y los representantes sindicales de la empresa fabricante del Airbus.

Con ser significativa tan intensa actividad resulta más interesante en cuanto constituye una muestra de los propósitos básicos en que parece querer asentar su programa político.

Ante todo es claro que Sarkozy tiene una idea inequívocamente presidencialista de su misión y de su cargo -resulta sintomático que haya sido su nuevo primer ministro quien no hace mucho tiempo afirmó que debería suprimirse el puesto de jefe de Gobierno convirtiéndolo en una secretaría general-. Esa visión se ha traducido también en una redefinición de las competencias de los nuevos ministerios, dejando así claro que el Estado debe cambiar para mejor adecuarse a las actuales orientaciones de la sociedad.

Al igual que en su encuentro con los sindicatos -a quienes dejó claro simultáneamente su afán de diálogo y su afán de asegurar un funcionamiento mínimo de los servicios que la sociedad suele considerar esenciales, incluida la enseñanza-, su confianza en que Francia vuelva a considerar el trabajo, el esfuerzo y el respeto a las leyes como valores imprescindibles, el nuevo presidente mantiene opiniones claras sobre la reforma del mercado de trabajo y el sistema público de pensiones, la inmigración, la delincuencia juvenil, la necesidad de renovar la enseñanza universitaria o las ventajas de aligerar la carga impositiva que soportan hoy en día sus conciudadanos.

Las medidas para conseguirlo han sido ya esbozadas: por ejemplo, liberando de todo tipo de cargas fiscales y de seguridad social las horas trabajadas que superen el límite de las 35; introducir un nuevo contrato laboral con derechos progresivos; penalizar a los parados que rechacen dos ofertas de trabajo y mejorar el funcionamiento de las oficinas de empleo; conceder a las universidades más autonomía para establecer el coste de sus matrículas, los criterios de admisión de futuros alumnos y la contratación del personal docente; recortar algunos privilegios ofrecidos por los planes de pensiones de ciertos sectores de la Administración pública y, para concluir esta lista, reducir el impuesto de sucesiones.

Las ideas del nuevo presidente sobre las reformas necesarias en la UE y las bases de una nueva relación con EE UU están igualmente claras en principio. No oculta Sarkozy su propósito de 'renegociar' el actual proyecto de Constitución, aligerándolo hasta llegar a un tratado simplificado susceptible de ser aprobado por la Cámara de Diputados en lugar de someterse a referéndum y la necesidad de definir cuáles son 'las fronteras de Europa'.

En cuanto a las relaciones con EE UU -¿ y por qué no con Reino Unido?- nadie duda que el nuevo presidente será mucho más atlantista que el anterior, pero ello no significará demasiadas concesiones a un George Bush que se ha convertido en un lastre no sólo para su país, sino también para todo Occidente, quedando por ver cómo se cimentan sus relaciones con el nuevo primer ministro británico, cuyas intenciones sobre la UE son una incógnita.

Los próximos meses dirán si esta energía inicial se mantiene o, como ha sucedido con la mayoría de sus antecesores, las resistencias van minando los buenos propósitos iniciales y todo vuelve a la rutina disfrazada de bellas palabras.

Raimundo Ortega. Economista

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