La batalla por el centro
Francia no puede ser Francia sin la grandeur. Así la concibió De Gaulle, y así la han intentado forjar quienes le han sucedido en la primera magistratura de la República. La Constitución gaullista proporciona los recursos constitucionales y jurídicos necesarios para acometer tan ardua empresa: una magistratura fuerte que asume el liderazgo político de la nación. El genio jurídico de Maurice Duverger supo fundir armónicamente en su texto la tradición republicana y monárquica. En su diseño final, no tanto una república coronada, como una corona republicana que descansa sobre la cabeza de su presidente, motor constitucional del régimen.
En efecto, la Constitución de la V República confiere al presidente unos poderes exorbitantes que escapan del mero formalismo atávico que le reservaría el parlamentarismo clásico. En realidad, en su arquitectura institucional conviven dos fuentes de legitimidad distintas, la presidencial y la parlamentaria, que han dado lugar a no pocos escenarios de cohabitación y de equilibrio de poderes; eso que los norteamericanos llaman checks and balances. No obstante, cuando al presidente le ha acompañado una sólida mayoría parlamentaria de su mismo color político en la Asamblea Nacional, la concentración de poder en una sola mano ha sido extraordinaria. Tanto es así que François Mitterrand, en la oposición uno de los grandes detractores del sistema -y en el poder, uno de sus grandes defensores-, llegó a definirlo como un coup d'état permanent.
Lo cierto es que el sistema ha funcionado bien, y ha beneficiado por igual a todos sus protagonistas, cualquiera que fuera su adscripción ideológica. Con el proceso electoral que se cerró ayer se ha renovado una vez más la confianza de los franceses en su sistema presidencialista, después de casi medio siglo de vigencia. Contra todo pronóstico, el malestar social, la malaise, no se ha traducido en abstencionismo; antes al contrario, en la primera vuelta se registró una participación desconocida de más del 80% del censo. Otra cosa es que su peculiar sistema electoral discrimine entre actores principales y secundarios, y que la investidura presidencial a dos vueltas acentúe la tendencia natural a la bipolarización política. Por definición, la segunda vuelta es letal para el tercero en discordia, no sólo por su nulo protagonismo en la batalla final, sino también porque debe saber administrar su propia supervivencia política, sobre todo cuando habita en el ingrávido limbo centrista.
Este es el reto que afronta François Bayrou si quiere ceñir la corona gramínea en las próximas presidenciales. Sin duda una parte sustancial del holgado 18% que cosechó en la primera vuelta hoy forma parte de la mayoría presidencial. Como no podía ser de otra forma, el espacio de la resucitada UDF era el caladero natural para los dos candidatos en liza, la masa crítica que debía conformar la nueva mayoría. Naturalmente, no es una masa homogénea que se desplaza de forma unidireccional, los analistas nos explicarán en qué medida se ha decantado en una u otra dirección, o sencillamente se ha quedado en casa. Desde luego, Bayrou, con un resultado excepcional en la primera vuelta, ha ejecutado con precisión la partitura del estratega centrista: exquisita equidistancia táctica respecto a los contendientes.
Insólita esquizofrenia estratégica en la vieja UDF que, por mor del sistema electoral mayoritario a dos vueltas de las legislativas, ya estaba avezada al cambio de cromos, votos por escaños. Su infantería parlamentaria no lo ha resistido, y ante la inédita ausencia de consigna de voto, no ha dudado en hacer un guiño a Sarkozy. Pero Bayrou supo compensarlo con un insólito debate televisivo con Ségolène Royale; incómodo para la candidata socialista, condenada a aguantar y a rassembler voto centrista, en el que tuvo que cantar las excelencias de su rival y soportar estoicamente las puyas dialécticas que éste, excluido ya de la carrera presidencial, tuvo a bien administrale. Curioso ejercicio de aproximación y equidistancia.
En términos electorales, ayer se dirimió la batalla por el centro. Pero el centrismo es algo más que una interesada posición estratégica, es un ideario que se desenvuelve en políticas centrípetas, tan necesarias para proporcionar progreso económico y bienestar, y no un mero tacticismo electoral. Sin embargo, París bien vale una misa, sobre todo si es por la grandeur.
Jordi de Juan i Casadevall, Abogado del Estado y consejero de Cuatrecasas