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Las divisas las carga el diablo

La divisa es el instrumento más transparente para medir el grado de solidez de una economía, aunque a veces se haya utilizado, de manera transitoria, como el más eficaz para enmascarar situaciones críticas. En condiciones normales, al cómputo del crecimiento económico suma la estabilidad de los precios, la disciplina fiscal pública, la capacidad exportadora y competitiva o el avance de la productividad; y resta los abusos cometidos por los agentes económicos, sobre todo si viven por encima de sus posibilidades.

Si su precio en el cruce global del mercado recoge los fundamentos de la actividad de su área geográfica, ningún problema. Pero si no lo hace es porque artificiosamente encubre desequilibrios que más pronto que tarde romperán la armonía. Conocer si son reflejo fiel del mercado o un artificio sostenido por el banco central que la emite es clave para tomar decisiones de inversión en una divisa.

En los últimos años cada vez más inversores han comprado yenes porque financiaban más barato que ninguna otra moneda sus proyectos, dada la laxitud de la política del Banco de Japón, con tipos en torno a cero. Pero mientras tomar activos en yenes era doblemente negocio si su precio subía en el mercado de divisas, se convertía en doblemente ruinoso si la divisa sólo se utilizaba para financiar proyectos en dólares, euros o libras esterlinas. Los movimientos bruscos de los mercados las dos últimas semanas algo tienen que ver con este tránsito de ida y vuelta con el yen.

Pero esta práctica está extendiéndose hasta la puerta del particular, que toma riesgos en divisas ajenas para ahorrarse el coste financiero de un crédito, o para duplicar el rendimiento de una inversión inmobiliaria. La afición por los ladrillos en el Este europeo a la que se han entregado los españoles tiene muchas posibilidades de convertirse en una ficción financiera. Hay ejemplos que lo ilustran: los extranjeros que metieron dinero, en pesetas, en inmuebles españoles en 1990 no han visto ni un ápice de revalorización hasta 2000. Han perdido diez años. Las cuatro devaluaciones de la peseta en los noventa porque era insostenible seguir manteniendo su apreciación pusieron en su sitio el valor real de los activos, y anularon supuestas ganancias.

¿Qué seguridad hay de que en el Este, que tendrá un crecimiento abultado, no habrá tal eclosión de desequilibrios que fuercen a replicar las devaluaciones españolas antes de entrar en la plácida estabilidad del euro?

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