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Columna
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Plan 'B'

En estos últimos días he oído a algunas personas de buena fe expresar su perplejidad porque el Gobierno, dinamitado el proceso de paz, no tuviera en la recámara un plan B con el que sustituirlo. Lo cierto, sin embargo, es que más que denunciar una carencia, quienes se manifestaban así denunciaban su propia frustración. Porque ante la embestida de ETA no existía ni puede existir una respuesta estratégica distinta de la que se viene poniendo en práctica desde que existe democracia en España, que no es otra sino el empeño en la persecución policial del terror y de sus protagonistas, el funcionamiento adecuado del sistema judicial y el uso de la información y de la cooperación internacional para arrinconar el terrorismo en su capacidad de acción y aislarlo, reduciendo su cada vez más escaso apoyo social. No hay otra alternativa sino enterrar, al menos por el momento, y según me parece, por un periodo prolongado de tiempo, las posibilidades de diálogo.

Esto debería quedar claro también para la opinión pública. No tanto porque el Gobierno y las diversas fuerzas políticas lo declaren una y otra vez, como están haciendo, sino porque no es concebible que se dé el margen de maniobra para volver a dialogar en tiempo útil para nadie. Dicho de otro modo: a menos que ocurriera un milagro y Herri Batasuna abjure de la estrategia etarra y condene inequívocamente la violencia no existe ninguna posibilidad de que con sus siglas actuales o con otro ropaje pueda presentarse a las elecciones municipales.

En esas condiciones, por otro lado, es inimaginable que se pueda retomar el diálogo para concluir con la violencia terrorista en los pocos meses que quedan para concluir la legislatura y, siendo realistas, esto que digo es así independientemente de los deseos que unos y otros puedan albergar de retomar el diálogo y sobre los que no es aconsejable pronunciarse en estos momentos en que la frustración y la rabia no facilitan las tomas de posición más prudentes.

El hecho de que en lo que queda de legislatura no es imaginable la negociación y las enormes dificultades que en la siguiente legislatura va a tener previsiblemente el actual Gobierno del PSOE, o el que le suceda, para establecer en qué condiciones de garantía se podría iniciar algún tipo de diálogo para acordar las condiciones de la autodisolución de la banda terrorista sin ninguna contrapartida política deberían llevarnos a todos a contemplar con menor dramatismo las discrepancias entre el PSOE y el PP en este tema, pues, en última instancia, al margen del obsceno proceso de atribución de objetivos ocultos y concesiones inconfesables de parte del Gobierno en el que se ha embarcado el PP, invirtiendo habitualmente la carga de la prueba por la que el que recibe la acusación tiene que probar su inocencia, la discusión, si siguiera, sería puramente retórica. Si no hay diálogo no puede haber objetivos, inventados o no, que sean relevantes para la discusión política y la evolución del propio problema. Por otra parte, si el resultado de las negociaciones ya no puede influir en el resultado electoral, al haber quedado total e irremediablemente rotas aquellas, nadie debería tener ya la urgencia de dinamitar un proceso que ya no existe por temor a sus consecuencias sobre dichos resultados.

Esto debería llevarnos también a contemplar la ruptura total entre el PP y el PSOE en la política antiterrorista con menos ansiedad de lo que la contemplan algunos. No cabe duda de que ha sido mejor la práctica del consenso y el apoyo al Gobierno de turno por parte del principal partido de la oposición en la lucha contra el terrorismo. El PP, desde los tiempos de Aznar en la oposición, ha sentido siempre que, creyendo representar mejor que el PSOE la voluntad general de acabar con el terrorismo independentista, idea que sólo tiene algún fundamento en el entronque histórico del PP en el reaccionarismo patriótico franquista y de las derechas de la Segunda República (el de aquellos que decían preferir una España roja a una España rota), ha tenido siempre la tentación de romper ese consenso y poner el tema en el centro del debate político electoral si creía que le convenía.

Pues bien, aceptémoslo. No hay, al menos con la orientación actual de la dirección del PP, posibilidad de consenso. Habrá ahora y de cara a las elecciones, cuando se aborden las plataformas programáticas, dos posiciones: la de quienes acepten que después del debilitamiento de la banda terrorista posiblemente sea imprescindible un proceso de negociación que sólo va a afectar a las condiciones no políticas en que se produzca la disolución de ETA y la de quienes digan que no existe otro fin del terrorismo que la victoria total por las armas; una y otra dentro de las normas constitucionales y con pleno respeto a los procedimientos propios de un Estado de derecho. La primera es más prudente -cierra menos puertas- y también, o quizás por ello, más creíble que la segunda. Pero en cuanto manifestación de preferencias y convicciones, tan válida es una como otra. A cada cual habrá que juzgarle por la eficacia de la aplicación de sus ideas cuando esté en el Gobierno y por la honestidad y coherencia con las que mantiene sus convicciones cuando pasa a la oposición o vuelve a ocupar el Gobierno.

Si aceptamos eso sin que el Gobierno deje por ello de buscar el mayor consenso posible con el resto de las fuerzas políticas, como hizo el PP cuando en la tregua negoció con ETA y cuando, tras la ruptura de la misma, empleó nuevos bríos en la represión de sus actividades, veremos que no debemos sentirnos particularmente angustiados por la falta prácticamente segura de un acuerdo frente al terrorismo que albergue a todas las fuerzas del arco constitucional.

Que el Gobierno siga adelante con su obligación indeclinable de acabar con la violencia terrorista dentro de nuestro ordenamiento legal o proponga, con los respaldos parlamentarios con que pueda contar, las modificaciones del mismo conducentes, dentro de la Constitución, a una mayor efectividad en la consecución de dicho objetivo. Y, sobre todo, que el Gobierno siga, al mismo tiempo, desarrollando su agenda política, velando por la seguridad ciudadana, administrando adecuadamente los tiempos tan favorables para la economía y el progreso social y mejorando los servicios públicos a disposición de los españoles. Es decir que gobierne en el sentido más amplio de la palabra, que es precisamente para lo que ha sido elegido.

Carlos Solchaga. Ex ministro de Economía

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