La isla de la libertad
Fue en 1648 cuando un grupo de puritanos ingleses, que huían de la persecución religiosa que sufrían en las Bermudas, naufragó y quedó varado en las playas de Cigatoo; un hilo de tierra desierto y feraz, de unos 68 kilómetros de largo y escasa anchura, al que rebautizaron como Eleuthera (que en griego significa libre). Más tarde se les unieron otros prófugos: los loyalistes que pretendían seguir siendo leales a su graciosa majestad británica, en vez de unirse a los independentistas. Y también se refugiaron en este asilo paradisiaco muchos esclavos que escapaban de las temibles plantaciones del continente.
Al norte de Eleuthera, como reforzando la protección con un mayor aislamiento, se encuentra Harbour Island. Una isla satélite que parece hacer contrapeso a otro enclave histórico, Spanish Wells, y que puede recorrerse a pie en una jornada. Su único poblado, Dunmore Town, se considera como la primera capital de las Bahamas, donde se fraguó su primera Constitución. Lo primero que sorprende al pisar sus calles son los nombres que ostentan, que no dejan lugar a dudas sobre el sentir de los padres fundadores: King Street, Prince Street. Y el hecho de que las casas de madera, con porche, al estilo de Nueva Inglaterra, pero pintadas con colores caribeños, parecen no haber cambiado ni los visillos de encaje desde los tiempos fundacionales. Ni que decir tiene que Harbour Island es la postal por excelencia de las Bahamas en su versión patrimonial e histórica.
A los vivos colores de los cottages se suma la cascada fauvista de hibiscos, buganvillas y tamarindos que rebosan por las vallas de huertos y jardines. Las calles en cuesta aparecen desiertas. Son apenas 1.500 isleños, y una tercera parte son niños que solo hacen visible su algarabía al acabar la escuela. Abiertas y desiertas aparecen nueve iglesias -eran religiosos observantes, los primeros colonos; por lo mismo aparecen semivacíos los nueve bares de la isla-.
Y vacías las calles. No llegan a doscientos los coches con cédula para circular por Harbour Island. La manera habitual de moverse allí es mediante carritos de golf, eléctricos, silenciosos, que doblan el parque de automóviles. Un lugar de privilegiados, en todos los sentidos; adquirir un terrenito de apenas mil metros cuadrados puede salir por un millón de dólares, cinco veces más que en el resto de Eleuthera. Ello no quita que algunos periódicos estadounidenses como el Wall Street Journal o el New York Times señalen a Eleuthera y Harbour Island como sitios ideales para comprar, invertir y descansar.
Las razones están, por así decir, a la vista; buena parte del perímetro de Harbour Island lo ocupa la llamada Pink Sand, una playa de arena rosada y fina de unos cuatro kilómetros de largo. A ella se asoman algunos de los hoteles más exclusivos y seductores, como el célebre Pink Sand Hotel, de Chris Blackwell, todo un personaje, con bungalows de ensueño apostados frente a un arrebato de azules marinos, o más asequible, el Coral Sands, de sabor más europeo. Si en su era fundacional la isla fue un destino de libertad, en el presente mantiene ese signo feliz; la ausencia de tráfico, de ruidos, de polución, de prisas y agobios, de feísmos y desastres urbanos o ambientales: todas esas cosas concretas tal vez tengan mucho que ver con la abstracta libertad que buscaron las generaciones pioneras.