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CincoSentidos

Tres cuentos

Es totalmente cierto que en este relato hay tres cuentos. Cada uno de ellos está narrado por una persona desde una perspectiva y los tres se refieren a los mismos hechos, aunque no lo parezca. Es una noche de invierno heladora, tanto, que huele a frío. La acción se desarrolla en un barrio pobre, con casas pintadas de colores, en una calle desierta. Algunos hechos tienen lugar en un banco. Dos bestias aladas se abrazan anónimamente.

Hay noches de invierno en las que el aire es tan limpio que corta como una cuchilla de afeitar, las estrellas parecen estar más cerca y todas las flores son blancas. Las luces de la ciudad, petrificadas, no son capaces de colorear las aceras: huele a frío.

Una de esas noches, una mujer-dragón exhalaba humo por las aletas de su nariz mientras recorría las calles, armada con un par de zapatillas de deporte negras.

Esa misma noche, un hombre-dragón se detenía bajo las farolas un instante con la vana esperanza de que el haz de luz calentase sus huesos.

Ambos habían perdido el aliento de chorro de fuego hacía ya muchos años. Ella paseaba mirando hacia el cielo negro y las estrellas blancas. æpermil;l caminaba con la vista fija en el asfalto gris.

En sus recorridos no había un objetivo determinado, y jamás se habían cruzado con nadie, quizá porque a esas horas sólo los dragones solitarios se aventuran a salir de sus casas.

Sobre las ramas desnudas de acacias y plátanos los pájaros cantaban sin descanso, quizá para poder escucharse, quizá porque los pájaros de ciudad también han perdido el Norte.

En un barrio pobre había una calle estrecha con un único banco. Las casas estaban revestidas de chapa pintada de diferentes colores, rojo, amarillo, azul cielo, verde botella, y la pintura absorbía la luz de modo que la tintura de las fachadas se sobreponía a la gélida negrura de la noche. Aunque el termómetro marcase la misma temperatura que los otros de la ciudad, los tonos alegres de las fachadas producían en el paseante la sensación de que allí nunca era invierno, o al menos de que no era tan triste.

El banco tampoco era normal. Doble y de gran longitud, dos de sus cuatro patas eran más largas que las otras para engañar la pronunciada pendiente y mantenerse horizontal. Uno se convertía en espectador de la acera izquierda o de la derecha, según el lado del banco en el que tomase asiento; si se sentaba en un extremo, los pies apenas rozaban el piso, y si lo hacía al otro, las rodillas quedaban a la altura del pecho. El asiento y el respaldo eran de madera veteada, suave al tacto por el uso, los brazos y las patas de hierro forjado pintado de azul marino, con desconchones. Además, contaba con la particularidad de ser virgen, nadie había grabado en él mensajes de amor ni de odio. Todo en él era horizontal o vertical, no había florituras en sus formas: era un banco pensado para sentarse y mirar.

Aquella noche, calle, casas y banco parecían encogidos por el frío, envueltos por una bruma que lejos de esconder sus encantos los acentuaba.

La primera en llegar fue la mujer dragón. Dobló la esquina y se encontró con las casas de colores. Su expresión no cambió, pero sus pasos se tornaron más cortos y lentos, como si hubiese ralentizado su huida. Cuando vio el banco se sintió terriblemente cansada, dio un par de vueltas alrededor, estudiándolo con detenimiento, como si de su observación dependiera la decisión de acomodarse en él, y finalmente se sentó.

Sobre la acera, los minúsculos pedacitos de cristal de una botella de vino rota brillaban por efecto de la reverberación de la luz de una farola. La mujer-dragón fijó sus ojos pardos en los cristales e imaginó que eran estrellas. Extendió su mano derecha, sonrió y pensó: jamás estuve tan cerca del cielo. La mujer-dragón tenía la piel de gallina.

El hombre-dragón la observaba perplejo a una distancia prudente, manos en los bolsillos rotos de sus pantalones de mahón. En un arranque de decisión, intentó acortar la infinita distancia que les separaba, se aproximó al banco y se sentó al otro lado, dando la espalda a la mujer-dragón. Nada más sentarse sintió que el hueco entre ellos permanecía. Enfrente, sobre una rama de un plátano centenario, dos gorriones cantaban animadamente y un tercero callaba, encogido bajo sus alas. Al hombre-dragón aquel gorrión silencioso y tímido le cayó bien. Pensó: es un gorrión sabio.

Ella, nerviosa, vigilaba sus estrellas por miedo a que se apagaran. ¿Qué hacía aquel tipo allí? ¿Sería suyo el banco? Esto de pasear se está convirtiendo en un acto social, pensó. Trató de mostrarse educada.

-Hace una noche espléndida -comentó-. Normalmente, cuando hace frío uno está más lejos del cielo y de las estrellas. Hoy no.

El hombre-dragón no contestó, en realidad seguía admirando el plácido gorrión.

-Mire usted por dónde, es la primera vez que me encuentro con un hombre-dragón a estas horas. Curioso, ¿no?

Silencio. Ella se giró: sólo veía el cogote y la nuca del hombre-dragón. No había duda de que era un bello cogote.

æpermil;l se levantó, dio unos largos pasos y se colocó bajo el haz de luz de la farola. Cerró los ojos y extendió hacia arriba los brazos. Su rostro se tiñó de blanco, destacadas las grises ojeras. Sentía deseos de conversar con ella, pero algo se lo impedía, algo le obligaba a ser tan sabio como el gorrión. Gritó, y la mujer-dragón, asustada, se agarró con fuerza al brazo de hierro del banco. Los dos gorriones cantarines levantaron el vuelo; el otro no movió ni una pluma. Ella se tranquilizó al ver que él seguía bajo la luz blanca de la farola, y concluyó que aquel tipo era un poco raro, pero muy atractivo.

-Para ser un hombre-dragón -comenzó-, eres algo peculiar, además de despistado. ¿No te has dado cuenta de que tenemos un cielo estrellado aquí abajo?

æpermil;l la miró por primera vez, y se sorprendió de lo hermosa que era. Llevaba una camiseta blanca llena de manchas, unos vaqueros rotos, y las uñas pintadas de negro. Pensó: viste de maravilla, como una princesa rusa. Retornó a su asiento y habló por primera vez.

-No soy un hombre-dragón. Los hombres-dragones no existen. Sólo soy una persona que no distingue entre la mañana y la noche. Padezco de insomnio, para que nos entendamos. Y eso de ahí -señaló la acera-, son cristales rotos. No sólo brillan, también cortan.

No es mudo, pensó ella. Simplemente es un cenizo. Y niega lo innegable: es un hombre-dragón, yo le he visto llegar volando.

-Mientes -le acusó ella-, pero no me importa. ¿Quieres un chicle?

-¿De fresa? -respondió él.

Ella comprobó el envoltorio.

-Sí, de fresa -afirmó, aliviada-. Es un Bazooka.

La mujer-dragón le entregó el chicle, sin volverse. æpermil;l se lo metió en la boca. Ella se extrañó al no escuchar el choque de sus mandíbulas.

-¿No mascas? -preguntó.

-Lo siento, creo que me lo he tragado.

Pues si que estamos bien, pensó ella. æpermil;l encendió un cigarro rubio.

-¿Sabes? -dijo la mujer-dragón-. Acabo de ver la cosa más ridícula del mundo: un hombre-dragón fumando. ¡Como si no le bastase con su propio humo! Curioso, ¿no?

-Ya te dije que no soy un hombre dragón. Me encantaría, pero mi aliento es de lo más vulgar.

Seguían sentados en el banco, con las espaldas enfrentadas. Ella notaba el roce de la camisa del hombre contra sus hombros desnudos.

-¿Puedo contarte un cuento? -inquirió ella, insistente.

Esta mujer me va a volver loco, pensó él.

-Intuyo que en tu caso un silencio es un sí -la mujer-dragón tomó fuerzas y habló sin dejar de mirar el cielo estrellado-. Bueno, un hombre-dragón y una mujer-dragón vagaban por una ciudad gris. Naturalmente, como en todos los cuentos, él era el príncipe azul y ella la princesa, aunque...

-¿De qué color era ella? -le interrumpió él.

-¡Qué más da! -se quejó ella-. Blanca tirando a negra, creo. El caso es que él era el príncipe y ella la princesa, aunque no lo sabían. De repente, vieron un banco muy acogedor, desde el que se divisaba un barrio colorido y alegre, y tomaron asiento. Empezaron a caer estrellas del cielo, y el suelo fue cielo, y ella estaba feliz porque todo era muy emocionante, pero el príncipe iba a lo suyo y se dedicaba a mirar cómo dormía un pajarito, sin hacer nada. Era un príncipe de tipo melancólico, ya que una bruja más que bruja le había dado una pastilla con aspecto de aspirina que había hecho que el fuego que exhalaba por la boca no saliese nunca más, sino que se metiera para dentro y le quemase el interior de su cuerpo. La princesa, que, por cierto, era solitaria como una sonrisa alegre en un funeral, se enamoró de él sin conocerle, por intuición, podríamos decir. Cuando se encontraron, ella no sabía qué hacer para llamar su atención. Por suerte, recordó que guardaba en el bolsillo un chicle mágico marca Bazooka que le había dado su hada madrina, una anciana bastante simpática. Le dio el chicle, que como habrás adivinado era de fresa, y el príncipe, que era un poco patán, se lo tragó. Al cabo de un rato, el contraveneno surtió efecto y el príncipe despertó de su letargo. Se cogieron de la mano y se fueron juntos. Fin. Página en blanco. Impreso en el asfalto, una noche estrellada. Contraportada.

Silencio. Ella, nerviosa, acariciaba las tablas del banco apretando las yemas de sus dedos contra la fría madera. Esperaba la reacción del hombre-dragón como la tierra resquebrajada espera una tormenta de verano. No le ha gustado, pensó, soy un desastre contando cuentos.

-Ahora me toca a mí -comenzó él-. Un hombre y una mujer vagan perdidos: están perdidos. Alguien se olvidó de poner sus nombres a una estrella. Hace frío, un frío que hiela la sangre. Se encuentran por casualidad y creen que se enamoran, pero el hueco sigue allí. Se separan para siempre y pasan el resto de sus vidas baratas queriendo creer que en una noche salpicada de afilados cristales perdieron una oportunidad maravillosa. Fin. No hay página en blanco ni contraportada, porque nadie quiere publicar el cuento.

Silencio. Ella se mordió el labio, llorosa.

-Eso no es un cuento -protestó-, eso es una mierda. ¿Dónde está el príncipe? ¿Y el hada madrina? ¿Y la bruja?

-El príncipe es él. No es azul, sino mudo. El hada madrina es esta noche. La bruja es la vida.

La mujer-dragón, enfurecida y humillada, se levantó del banco, pisó las estrellas y comenzó a andar, alejándose por la calle de colores. Por primera vez, notó que las zapatillas le rozaban en los dedos. No hay nada que hacer, pensaba, sólo le interesan sus deprimentes alegorías.

El hombre-dragón seguía sentado. Soy un desastre, pensó, la única diferencia entre un machete y yo es que el machete al menos tiene mango. Fijó sus ojos pardos en el gorrión. El pajarillo se estremeció, movió su minúscula cabeza hacia los lados, y abrió los ojos. Seguro que no vuelve a sentarse en este banco, pensó el hombre-dragón. Estaré aquí esperándola noche tras noche y ella no aparecerá. De repente, el gorrión empezó a cantar. No cantaba ni bien ni mal, simplemente dejaba que su trino se impusiese al silencio.

El hombre-dragón saltó del banco y corrió por la calle de las casas de colores en pos de la mujer. Dobló la esquina y la vio en medio de la calzada, haciendo eses. La agarró del hombro, obligándola a girarse, y le dio la vuelta.

-¿Y bien?- preguntó ella, las piernas le temblaban.

æpermil;l la miró a los ojos.

-Ayer no vendrás. Mañana no viniste. Sólo tenemos hoy.

Los dos dragones se fundieron en un abrazo, escupiendo fuego por sus bocas, solos en medio del alquitrán, rodeados de frío, con las estrellas un poco más cerca.

La calle estrecha del barrio pobre con casas de colores estaba desierta. El gorrión, hastiado de la rama, había volado. Sólo el banco permanecía igual que ayer o mañana. Quizás aquella noche la bruma dibujó sobre él el abrazo anónimo de dos bestias aladas.

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