El perro de mi vecina
¡Qué desgraciado puede hacer un perro ladrador a un vecino! Eso es lo que le sucede a nuestro personaje. No puede concentrarse, trabajar, dormir... No le queda más remedio que acabar con el animal para sobrevivir. Pone en marcha diversas estrategias, pero todas fallan. Incluso piensa en quitarse la vida porque así no puede seguir. Su bondadosa amiga Jazmín le resuelve el problema con suma facilidad, mas le ha creado otro aún más grave.
Cuando me mudé a esta casa en Buenos Aires, hace más de un año, no imaginé que me esperaba un enemigo atroz. De haberlo sabido, nunca hubiera venido a vivir acá. Tan pronto como la primera noche, descubrí a mi enemigo, aunque no imaginé que lo sería por un tiempo tan prologando y que me haría tanto daño. Mi enemigo no estaba propiamente enmi casa, pero era como si lo estuviese porque se hallaba a pocos metros, en casa del vecino. Mi enemigo no me dejaba dormir y conspiraba de ese modo contra mi salud física ymental.Mi enemigo no paraba de ladrar. Era un perro que ladraba noche y día.
Pasaron las primeras semanas y comprendí que el asunto era grave, porque el maldito perro me despertaba durante la noche, una y otra vez, con sus ladridos desesperantes, y si quería echar una siesta para recuperarme, seguía ladrando, enloquecido, saboteando también mi descanso vespertino.
Fui entonces a hablar con el vecino, esperanzado de que sería una persona compasiva, entendería la dramática situación en que me hallaba por culpa de su mascota y encontraría la manera de acallar o sosegar a tan ruidoso animal. Una tarde toqué el timbre de aquella casa de dos plantas y amplios jardines y esperé con serenidad a que me abriera el vecino. Enseguida vino corriendo un perro negro, grande, viejo, se diría que chusco, de expresión alunada, y empezó a ladrarme con saña desde el otro lado de la reja. Reconocí enseguida el sonido de sus ladridos roncos, pedregosos, rasgando el silencio de la tarde porteña. Era él, mi enemigo, el perro del vecino.
-Eres tú, hijo de mil putas -le dije, mirándolo con ojos turbios-. Por tu culpa no duermo hace un mes.
El perro redobló sus ladridos, como si entendiera el español. Poco después, se acercó una anciana de paso tembloroso, apoyada en un bastón. Iba vestida con una camiseta de Boca. Tenía el pelo blanco, el rostro ajado y la mirada extraviada. Me miró con desconfianza y preguntó con voz chillona:
-Sí, ¿qué desea?
-Buenas, señora, soy su vecino -dije, en tono amable.
Ella me miró desconcertada.
-Soy su vecino y he venido a pedirle que por favor haga algo con su perro porque no me deja dormir -dije.
La anciana humedeció sus labios resecos, hizo un gesto crispado y gritó:
-¡No te escucho nada, nene!
-¡Que su perro está loco! -grité, impacientándome-. ¡Que no me deja dormir!
El perro seguía ladrando con una furia asesina.
-¿Qué? -dijo ella, más sorda que una pared-. ¿Qué decís, nene?
-¡Que por favor haga algo para callar a su perro! -grité, desesperado.
Pero la vieja no pareció escucharme, porque el perro, al verme rugir ante su dueña, multiplicó, histérico, sus ladridos, mostrándome unos colmillos filudos y babosos. Comprendí que la vieja estaba sorda y que era imposible contar con ella para resolver el problema.
Fui entonces al despacho de un abogado y le pregunté si podíamos presentar una queja ante la justicia para restaurar el silencio perdido en el vecindario, pero su respuesta fue desalentadora:
-El juez dirá que el perro tiene unos derechos y que no podemos coartar su libertad de expresión.
Volví a casa, abatido. Dado que llevaba semanas sin dormir, mi humor se había tornado agrio y sombrío. Extenuado, caminé hasta una farmacia y compré unos tapones de goma para neutralizar los ruidos. Esa noche los probé con la ilusión de que me ayudasen a dormir por fin. Fue en vano. Aun con los tapones puestos, seguía oyendo los persistentes ladridos de mi enemigo. Empujé entonces los tapones hacia adentro con tanta fuerza que me lastimé un oído.
Pensé que mi enemigo debía morir. Sería un acto de legítima defensa y no uno de crueldad caprichosa con un pobre animal. Ese chucho mal nacido estaba acabando con mi vida. No podía dormir, no podía escribir, no podía hacer nada, salvo rumiar un odio creciente contra la vieja y su perro. Me había convertido en un zombi rencoroso. Me pasaba el día al borde la locura y el colapso final, escuchando sus ladridos punzantes, perversos, asesinos. El perro me estaba matando. Tenía que matarlo.
Animado por la idea de la venganza, compré un poderoso veneno para ratas y unas carnes rojas en el supermercado y volví a casa con una sonrisa torva, siniestra. Mientras oía ladrar a mi enemigo, rocié la carne con el polvillo blanco del veneno y me reí como un demente imaginando su agonía, el veneno royendo sus entrañas, su último estertor, la cara pasmada de la vieja encontrando muerto al maldito animal. A la noche, salí de casa con una bolsa plástica, llevando la carne envenenada, y me acerqué sigilosamente al territorio de mis detestados vecinos. Hice unos ruidos deliberados y silbé para llamar la atención del perro. Lo oí ladrar a lo lejos. Saqué las carnes con una mano enguantada y las arrojé por encima de la reja metálica. Al oírlas caer, supe que mi enemigo tenía las horas contadas.
Regresé a casa, me tendí en la cama y esperé el silencio tan ansiado, el sueño reparador. Dormiría diez horas y a la mañana siguiente me sentaría a escribir con ánimo combativo. Sin embargo, el perro no paraba de ladrar. Pensé que había tragado el veneno y que el dolor agudo lo llevaba a quejarse de ese modo antes de expirar, pero pasaron las horas, llegó el amanecer y siguió ladrando como un demente. Algo había salido mal. Trasnochado, con el pelo revuelto, salí en ropa de dormir y pantuflas y me aproximé, temeroso, a la casa de la vecina. No estaban las carnes envenenadas, alguien las había comido o retirado de allí. El perro se acercó y comenzó a ladrarme, lleno de vida.
-Maldito, hijo de puta, te voy a matar -le dije, con una mirada flamígera, pero él no se dejó intimidar y siguió ladrando.
Volví a casa, subí a mi estudio en el segundo piso y me quedé observando desde la ventana. Poco después, llegó una ambulancia haciendo ulular la sirena y se detuvo frente a la casa de mi vecina, a quien no tardaron en sacar en una camilla, al parecer inconsciente. Salí corriendo y le pregunté a un enfermero qué había ocurrido.
-Le duele la panza a la señora -me informó-. Parece que algo le cayó mal.
No sentí el más vago remordimiento cuando pensé que tal vez la vieja sorda hincha de Boca había comido la carne que dejé amorosamente para su perro. Al verlo solo, tras la reja, ladrándome, le dije:
-Te jodiste, cabrón. Ahora sí te mato. Ya maté a tu dueña, ahora vengo por ti.
Tal vez porque soy hijo de mi padre, comprendí que lo mejor en estos casos era premunirse de un buena escopeta semiautomática con silenciador, apuntar bien y apretar el gatillo. No fue fácil comprar el arma de fuego. Tuve que negociar con gentes de apariencia inquietante, pero al final me hice del rifle y la munición correspondiente. Con sumo placer, introduje esas balas afiladas en la escopeta y supe que mi enemigo moriría por fin. Me parapeté tras una ventana semiabierta y esperé con paciencia la aparición de mi enemigo. Por desgracia, ya había oscurecido, pero, a pesar de la penumbra, podía ver lo suficiente para clavar tres balas en el lomo de ese perro miserable. Esperé y esperé con el aplomo de un francotirador, hasta que una sombra negruzca se movió en la terraza y de pronto se detuvo. Había llegado el momento de la venganza. Disparé tres veces. Apenas se oyó el eco suave de los tiros asordinados y un extraño aullido. Extasiado, porque la venganza es una forma de placer, volví a la cama y esperé el sueño. Pero entonces un perro ladró. ¡No podía ser él, mi enemigo! ¡Acababa de matarlo! ¡Cómo diablos podía seguir ladrando con tres balas en el cuerpo!
Saqué una linterna y caminé en ropa de dormir y zapatillas hasta la reja de la vecina. Iluminé el cuerpo inerme de mi enemigo. Descubrí entonces, con pavor, que no había matado al perro, sino a un inocente gato techero, que nada tenía que ver con nuestras reyertas y enconos. Apesadumbrado, volví a casa, cargué la escopeta y esperé toda la noche a que apareciera mi enemigo, pero él, como si supiera que estaba en peligro, se mantuvo escondido, a buen recaudo.
A la mañana siguiente vi llegar a la ambulancia y de ella no tardó en descender, apoyada en su bastón, al parecer recuperada de los achaques que se cernieron sobre ella, la vieja con su camiseta de Boca, que entró caminando a la casa y fue recibida amorosamente por su perro. Ella lo besó y abrazó y dejó que el chucho, eufórico, le lamiera la cara. Me llené de rabia. Fui a su casa y toqué el timbre. La vieja se acercó muy oronda.
-Estaba preocupado por usted -le dije.
-¿Qué decís, nene? -gritó ella, sorda como una roca milenaria.
-¡Estaba preocupado porque vi la ambulancia! -chillé.
-No es nada, no es nada -dijo ella, con una sonrisa desdentada-. Me comí una carnecita fresca que me trajo el chino de la bodega y me dieron unos cólicos, pero ya estoy bien.
-¡Me alegro! -grité, como un loco, mientras el perro, infatigable, me ladraba.
Volví a casa y no pude más. Rompí a llorar, impotente, y decidí que tendría que acabar con mi vida para poner fin a esta minuciosa tortura en que se habían convertido mis días. Me acerqué a la escopeta y pensé:
-Al menos dirán que no escribí como Hemingway, pero me maté como él.
En ese momento, sonó el teléfono. Contesté. Era Jazmín, una amiga bellísima y adorable. Me invitaba a bañarme en la piscina de su casa, en el bajo de San Isidro, frente al río. Le dije que no podía y me eché a llorar y le conté todos mis pesares y sobresaltos por culpa del perro y su vecina. Ella me escuchó, amorosa, y luego sentenció:
-Yo sé cómo callar a ese perro. Tranquilo, no llores, yo tengo la solución.
-No hay solución -dije, descorazonado-. Ese perro va a seguir ladrando hasta que me muera.
-No -dijo ella-. Va a seguir ladrando hasta que le llevemos a mi perra.
-¿Cómo dices? -me sorprendí.
-Escúchame -dijo ella, con voz risueña-. Ese perro está caliente. Quiere coger. Vamos a llevarle a mi perra y verás cómo se calma.
-Es imposible, no seas ingenua -le dije.
-Ya verás que tengo razón -dijo ella.
Mi adorada Jazmín era la última oportunidad para salvarme. Fui a su casa, me abrazó con ternura y me presentó a su perra Pepa. Era mansa, juguetona y mimosa, y había en su mirada una expresión dulce y sumisa.
-Es la perra más perra que conozco -me dijo Jazmín, con una sonrisa deliciosa-. Le encanta que se la coja cualquier perro, siempre está dispuesta.
Forcé una sonrisa, porque a esas alturas no tenía ánimo para sonreír, y subimos al auto con Pepa.
-Vamos a llevarle helados a la vieja, para que parezca una visita de cortesía -dije.
Paramos en Freddo, compramos helados, fuimos a casa de mi vecina y tocamos el timbre. Pepa, la perra de Jazmín, nos acompañaba. Primero apareció mi enemigo ladrando, aunque al ver a Pepa sus ladridos dejaron de ser agresivos y pasaron a excitados o juguetones, y luego vino cojeando y maldiciendo la vieja del bastón y la camiseta de Boca, que al parecer no se la sacaba nunca.
-¿Qué querés, nene? -gritó.
-¡Le traigo helados, señora! -grité.
-¿Qué?
-¡Le traigo helados!
La vieja sonrió, sorprendida, y dijo:
-Ah, bueno. Pero están dando el fulbo, ¿no quieren pasar?
-Claro, encantado -dije.
Nos abrió la puerta y para mi sorpresa el perro enemigo no vino a ladrarme o morderme, pues Pepa, solícita, entró corriendo, se dejó olisquear, sacó la lengua, ya entregada, y esperó a que el viejo perro negro se animase a montarla. Entretanto, la vieja, Jazmín y yo pasamos a la casa y nos sentamos frente al televisor, con el volumen altísimo, porque estaba jugando Boca.
-Ya no es lo mismo sin el Apache y el Virrey -farfulló la vieja, hundida en el sillón, y vi que detrás de su camiseta tenía el número 9 y la leyenda Carlitos.
Le serví helados, la dejé viendo el fútbol, hipnotizada, y me acerqué con Jazmín a la ventana. Ella tenía razón: mi enemigo estaba montándose a Pepa con un celo insaciable, frenético, desesperado. Pepa, por suerte, se dejaba hacer con una disposición para el amor en verdad admirable.
-¿Viste? -me dijo Jazmín, sonriendo-. Estaba recaliente el pobre perro. Ya verás cómo después de coger se queda calladito.
Una vez más, Jazmín tenía razón. Esa noche se quedó a dormir en mi casa y mi enemigo, que pasó la noche con Pepa, copulando sin tregua, no ladró una sola vez. Por fin, pude dormir diez horas como un bendito y amanecí de un humor esplendoroso. Salí a la terraza y vi a mi enemigo en silencio, acostado al lado de Pepa, lamiéndola con cariño, y comprendí que sus ladridos eternos habían sido una manera de quejarse por la castidad a la que lo había sometido la vieja, una protesta por tan cruel abstinencia, un grito de angustia pidiendo una perra con quien aparearse. Ahora mi enemigo había conocido el amor y guardaba silencio.
Volví a la cama, besé a Jazmín y me dispuse a seguir durmiendo. Entonces sonó el timbre. Me acerqué a la puerta. Era mi vecina, la vieja, sonriendo con una expresión indescifrable.
-¿No querés venir a ver el fulbo, nene? -preguntó.