El fin de la raza blanca
El relato está narrado en primera persona por la más fiel de las damas de compañía de la hija del Gran Khan, además de su paño de lágrimas y depositaria de sus íntimos secretos. La princesa debía dormir todas las noches con su padre, un hombre de piel oscura y grasienta, pero ella se moría por los hombres blancos. A veces no se sabe por qué ocurren las tragedias, pero en alguna de ellas la envidia desempeña un importante papel.
Algunos dicen que nada de todo esto hubiera sucedido en un día menos caluroso. Yo sólo sé que desde hace semanas los jardines del harén están apestados por los frutos del mango que caen sin ruido ni pausa sobre las fuentes y las avenidas. Rotos, agujereados por los picotazos de los pájaros que les ponen ojos negros y siniestros, los mangos infestan el mundo con su verdor y su perfume. En vano el Khan ha ordenado a cientos de susmejores jardineros que trabajen doble y triple turno para proteger las azaleas y las mujeres de las tentaciones que trae consigo el excesivo dulzor del árbol del mango. Deberían haber caído ya las lluvias, pero sobre nosotros lo único que cae es la maldición del mango. El aire es sofocante y está lleno de malos pensamientos. Para todos nosotros, los que vivimos en este Jardín de las Delicias, condenados a vivir sin sexo o, peor aún, a tenerlo una sola vez en la vida como me ha sucedido a mí. Para todos nosotros es terrible, pero para mi señora, la hija favorita del Gran Khan, era aún peor.
El Gran Rey, mi Señor, Khan de todos los Mongoles, rompió mi virginidad y mi corazón cuando tenía quince años y fui entregada como regalo a su harén. De eso hace tanto tiempo que ni él ni yo nos acordamos. Ni siquiera mi Señora, la princesa Chehab Jehan, se acuerda de cuando yo era casi tan joven y hermosa como ella. Mi señora piensa que el mundo comenzó el día en que ella nació. Su padre también lo piensa. Si el rey hace tiempo que desprecia su harén, no desprecia los encantos de su deliciosa hija. Orgulloso, dice, debe ser el hombre que come el fruto que él mismo ha plantado.
Así que cada noche vuelvo a ver todas las noches al Gran Khan que una vez tuve en mis brazos, pero ya no le veo como concubina, sino como lo que soy ahora, la más fiel de las damas de compañía de mi Señora Chehab Jehan, paño de sus lágrimas y de sus secretos.
Nunca supe si la princesa habría amado tanto la piel blanca de no haber tenido que dormir casi cada noche con su padre, un hombre tan grasiento y que gastaba tantos ungüentos que era difícil saber a ciencia cierta el color de su piel, aunque era más roja y oscura que pura y blanca. A la princesa le gustaban las pieles más claras y la que más le gustaba era la de un portugués que había visto por azar una mañana en una playa. Para nuestra desgracia, esa misma tarde había conseguido una cita secreta con él. Y desde entonces, y a pesar de que las princesas de los mongoles no deben casarse ni mucho menos tener relaciones con ningún hombre que no sea su padre ni su hermano, mi señora moría por la piel blanca y por los hombres que la tenían.
Tú no puedes comprenderme, me decía, mi amante portugués me canta en su extraña lengua y me escribe en la piel sonetos de amor con miel de caña.
Casi todas las mañanas, y a pesar de mi cojera, ayudaba al portugués a saltar la empalizada, y cada vez que lo hacía me juraba que sería la última. Por cuenta de la princesa había sobornado a casi todos los eunucos y los que no fueron corrompidos la amaban tanto que nunca la traicionarían. A los que no pudo contentar con oro y rubíes la princesa contentó con su propio cuerpo y así consiguió el silencio del harén, donde todo se oculta y todo se sabe.
La princesa pasaba las noches con su padre y las mañanas con su amante. Por la tarde contentaba a algunos eunucos y al atardecer muchas veces lloraba.
Para poder tener a un solo hombre tengo que satisfacer a tantos, y me lo decía a mí, que ya no satisfacía a ninguno y había perdido la esperanza de hacerlo.
Yo todavía estaba en edad de tener hijos, pero sabía ya que nunca los tendría. Cada vez que ayudaba a la princesa a deshacerse de un bebé, y eso había sucedido ya dos veces, lloraba desconsolada. La desgracia de mi ama era ser demasiado bella, la mía siempre fue la de ser invisible. Después de conocerme durante años, mi ama ni siquiera se daba cuenta de que era coja.
Compadéceme, me decía Chah Jehan en el lecho del dolor cada vez que paría, que por dar placer a quien me lo niega debo sufrir y luego perder aquello por lo que he sufrido. Y algunas veces yo la compadecía.
El rey se alegraba mucho de los embarazos de la princesa. Soy hombre que sabe plantar muchos frutos se jactaba. Sabía también que el escándalo sería grande, una cosa era la moral de los nobles y los reyes y otra las habladurías del pueblo.
Los dos bebés fueron varones y por los dos suplicó la princesa ante su padre para que no les diera muerte. Le prometió someterse a él en todo y aceptó no verlos nunca más a cambio de que se criaran lejos y a salvo. Pero yo sabía, aunque nunca se lo dije a mi señora, que al primero el Gran Khan le había hecho matar en el bosque y al segundo le habían matado en el mismo patio del harén los hermanos mayores de la princesa por ser dos veces de sangre real.
Conociendo al Gran Khan comprendí que mi ama la princesa deseaba morir cuando tomó al portugués por amante. Tarde o temprano se sabría y, si nuestro Amo no tenía piedad ni de sus hijos recién nacidos, no podía esperarse que tuviera piedad de su amante favorita, aunque fuese también su hija.
Y llegó la noche en que por primera vez el portugués y la princesa pudieron dormir juntos. Todos creímos que las fieras habían entrado en palacio. El portugués juraba a gritos que estaba dispuesto a morir por ella. Embestía y todo el palacio de cañas y brocados retumbaba. Creíamos oír el tigre rugiendo desde los pantanos, pero el tigre estaba dentro de mi señora. Ella gritaba como si otra vez diera a luz y luego se escuchaban las ranas y los susurros de amor después del fuego. Mi señor estaba de viaje en el Norte y la princesa se permitió el lujo de pasar un día y una noche enteras con su amante. Nunca la he visto tan hermosa. El miedo había enrojecido sus mejillas y sus ojos estaban arrasados de lágrimas de terror. Me miró y bajó los ojos suplicando que la protegiera de la traición.
Porque la traición se había ya producido, pérfidos eunucos, pagados por los que se fingían amigos de la princesa sin serlo, habían llegado adonde estaba el rey a punto de dar caza a un gran ciervo blanco. Dicen que el rey erró el tiro por primera vez en su vida y luego partió de regreso al palacio. Cabalgó toda la noche sin temer a la oscuridad y dicen en su vida nunca conoció noche más larga. æpermil;l, que no había amado a nadie, descubrió que estaba enamorado de su hija. Aunque mereciera la muerte, no encontraba fuerzas en su corazón para matarla. Qué hubiera sido el mundo sin sus labios, para qué servían los elefantes si no podía montarlos con ella entre las piernas, dónde encontraría reposo su lingam si no era en el regazo de su princesa. Ya cuando era niña se la comía a besos y ahora que había crecido no podía vivir sin sus abrazos. Si hubiera sido un hombre lo hubiera hecho su rey, como era una mujer la había hecho su esclava. Ya que no puedo darle mi reino, le doy mi corazón, le contaba a su caballo. Y el caballo inclinaba tanto los ojos que parecía que asentía. Era el caballo favorito del rey, al que la princesa daba de comer con sus propias manos.
Antes de entrar en el harén, el rey miró al caballo por última vez y le pareció que no había otro tan hermoso en las Indias, se dio la vuelta y lo mandó matar, porque lo había amado demasiado.
El portugués tenía barba de dos días, los que había pasado sin separarse del lecho de mi ama. Se había quedado dormido abrazado a sus caderas y nada podía despertarle. La princesa, aunque profundamente dormida, se despertó al oír entre sueños los cascos del caballo de su padre. Muchos dijeron que es porque practicaba la magia negra, pero yo sé que hubiera reconocido el caballo de su padre en medio de una manada por el sonido de sus cascos que ella misma había hecho herrar con plata.
Despertó al hombre blanco y miró en torno. En su aposento había dos cámaras, una de ellas era el baño que se calentaba encendiendo una gran caldera de bronce. No había otros muebles, sólo cojines y brocados, así que mi ama, cuya astucia era casi tan grande como su belleza, obligó a su amado a esconderse en el interior de la gran caldera porque no había otro lugar donde esconderse.
Luego se enroscó en el lecho como una gatita y fingió dormir. No habían pasado ni cinco minutos cuando el rey entró acompañado por mis gritos y mis protestas de que dejara descansar a mi señora que se había encontrado mal casi todo el día.
Como de costumbre, el rey ni me vio ni me oyó, sólo tenía ojos para su hija. Se quedó un momento de pie ante ella y después se inclinó a besarle el cuello para despertarla como gustaba de hacer otras noches. Le lamió delicadamente la oreja, se embriagó con el perfume de su cabellos y, antes de que ella abriera los ojos, supo que no tendría valor para matarla.
En ese instante ella le cubrió de besos y le prometió amor eterno. El rey la tomó, sin desnudarla siquiera y sin preocuparse por mi presencia. Entró en ella y en menos de un minuto estaba resoplando. Entonces se derrumbó sobre la princesa y comenzó a besarle el pelo. En ese momento el rey ya no quería encontrar al extraño, pero los traidores sabían que si no lo encontraba ellos tampoco encontrarían el calor de sus camas una noche más.
Así que tuve que hacerlo, todavía hay días en que me arrepiento, pero pienso que no podía hacer otra cosa. Mi señor, le dije, hace mucho calor y su Alteza ha sudado demasiado sobre el caballo, permita que encienda la caldera y le prepare un baño.
Ahora ya no podía volverme atrás, los ojos de la princesa se abrieron de espanto y, segura de que yo desconocía lo que ocultaba la caldera, comenzó a hacerme desesperadas señales.
Luego se lanzó a besar y morder el lingam del rey y el portugués vivió otra media hora, pero yo seguía insistiendo, y aunque el rey sólo deseaba que todo siguiera como hasta entonces, había comprendido que si no hacía nada todo el harén le llamaría débil; sea pues, dijo, prepárame un baño, pero haz traer mucha leña para que el fuego sea hermoso como esta noche y el agua se caliente enseguida, como debe hacerse para un rey.
Entonces la princesa me miró y supe que no descansaría hasta verme muerta, pero enseguida sus ojos volvieron a sonreír con gracia a su padre.
Padre, si me amas, te ruego que renuncies al baño, no podría soportar el calor de un fuego en esta noche tórrida.
Al principio suplicaba con dignidad, pero, a medida que los criados apilaban la leña, se desmoronó y le suplicó con lágrimas en los ojos.
Padre, si me amas, báñate sólo en mi amor y te seré fiel todos los días de mi vida.
Hija mía, dijo el rey, si me amas enciende tú misma la caldera con tus bellas manos, y si no, arrójate a ella, como hacen las hindúes cuando cometen sati.
Padre, si me amas, no me pidas esto, dijo la princesa ya sin fuerzas.
El olor de la carne quemada es como el olor de un asado cualquiera. El hombre blanco tardó en gritar, sin duda pensaba aún en salvar la vida de su amada. Los soldados del rey tuvieron que sujetar a la princesa para que no se arrojara dentro de la caldera. El propio rey sujetó a su hija y la mantuvo abrazada mientras ella lloraba en su hombro. Hasta que se consumió la noche y la pira y los gritos se elevaron más altos que el fuego.
Luego se encerró con ella dos días y dos noches, y cuando la princesa volvió a dar a luz, al niño rubio que nació le permitió vivir en el harén.
En vano esperamos la ejecución de la princesa y las elevadas recompensas que el rey nos había prometido. Hizo asesinar a los eunucos que le habían dado cuenta de la traición de su hija y en cambio a mí me regalo una túnica de seda.
Desde esa noche mi ama no ha vuelto a sonreír, nadie me saluda en el harén y la entrada a los hombres blancos ha sido prohibida en el reino.
Sé que el rey me deja vivir porque me espera algo peor que la muerte, pero no sé que es. Todas las noches pruebo con miedo la escudilla de arroz que preparo yo misma. Me pregunto cuánto tardará en llegar el veneno.
Todavía no sé por qué lo hice. El día en que la denuncié lloraba grandes lagrimones recordando lo bien que me había tratado la princesa y cómo había castigado a los que se reían de las marcas de la viruela en mi cara. Ni yo misma sé bien si fue porque a mí también me hubiera gustado que la raza blanca estuviera dispuesta a perecer por mí. O porque me hubiera gustado ser tan hermosa como la princesa. Pero yo creo que fue por los gritos que escuché aquella noche cuando hasta el último tigre de la selva hubiera dado la vida por ser un portugués.