Los escritores
Estamos en presencia de un cínico, un escritor primerizo pagado de sí mismo y bastante inculto. Para alejarse de su mujer y acercarse a sus nuevos compañeros de profesión, decide aceptar su invitación a cenar. Su única preocupación es ser el más guapo y apuesto del grupo. En un momento dado se contempla desde afuera y, por suerte, lo que ve no le agrada. Vuelve al lado de su esposa y se duerme en sus brazos. Ya es tarde para él.
¿No te apetece más quedarte? El tono le salió levemente plañidero, sin querer. Imaginé las dos opciones: su piel sedante contra la mía, ligeramente hastiada, frente a una velada de copas con mis nuevos colegas de profesión.Me apetecía cambiar de rutina por una noche, antes por alejarme de ella que por acercarme a ellos, quizás. Además, eran ellos los que me habían invitado.
Mis nuevos colegas de profesión no lo eran por nuevos. El nuevo era yo. El recién llegado. Un primer libro de relatos, cierto revuelo de la crítica, cierto eco mediático, y ya me sentía parte del panorama literario emergente. No tenía idea de cuál era dicho panorama. Nunca había leído a mis coetáneos -aunque había estudiado con alguno de ellos-, pero estaba seguro de que yo escribía mejor, porque sabía que había follado más. De hecho, mi único interés en ser un escritor popular radicaba en que, para conseguirlo, el plazo concedido por la sociedad era mucho mayor que el que se otorgaba para lograr ser un deportista popular, o un actor popular, o una estrella del pop -popular-, campos todos en los que o bien había fracasado estrepitosamente o para cuyo cultivo ya se me había pasado el arroz. Por cuestiones egomaniacas no sentía, pues, ninguna necesidad de alabanzas por parte de mis compañeros juntaletras, pero probablemente sí de su aprobación.
Llegué a la cena -¡organizada en una vulgar pizzería!- con mayor vanidad física que intelectual. Todos rondábamos los treinta, todos pensábamos que éramos los más prometedores, todos contábamos con muy pocos lectores. Mi única preocupación, sin embargo, era ser el más guapo y apuesto del grupo. Con tal convicción salvé los metros que me separaban de la mesa de reunión y asenté mis posaderas en la primera silla vacía que descubrí asediada de perfume.
-Perdona, este asiento está ocupado.
Una rubia me habló así. Añádanse unas gotas de abierta hostilidad en voz y mirada, y comprenderán mi súbito arrobo ante la violencia del recibimiento. La chica no me ofrecía alternativa, ni siquiera el presentarme ('nena, ahora mismo yo soy mucho más hot que tu anfitrión'). Así pues, opté por una retirada a destiempo. Desanduve mis pasos y enfrenté la mesa como si no hubiera habido una primera tentativa fallida. Para reforzar la impresión de irrupción inédita, esta vez la anuncié estentóreo:
-¡Hola a todos!
Los rostros que se volvieron eran conocidos, algunos. No me comprometan a dar demasiada descripción, que luego me busco problemas. Aquí están los que me caen bien:
H., el escritor que auspiciaba la cena, al parecer cada mes, para sus amigos escritores, o para sus escritores amigos, o para sus amigos, que eran todos escritores.
H. H., el escritor con quien yo había estudiado en mis años mozos. Buena gente, hasta donde yo sabía. æpermil;l tampoco me permitía saberlo en exceso. Quizás había follado con tantas o más que yo, pero estaba casado, así que no contaba.
H. H. H., un escritor pequeño que disimulaba su timidez tras enrevesadas elucubraciones intelectuales que yo nunca había logrado entender. Estaba al corriente de todas las corrientes literarias, post-algo o neo-nosequé, y les dedicaba tesis enteras. Estaba de cumpleaños esa noche.
Había mujeres, sí. De entre todas, sólo conocía a una, jefa de prensa en una firma editorial, que me había invitado a salir un par de veces tras asegurarme que sólo buscaba una buena amistad. Miré a los tipos que la rodeaban y entornando ligeramente los ojos les hice saber que sí, que me la había tirado, que follaba como una perra chihuahua en celo y que les brindaba sus despojos. Me admiraron mientras yo me ufanaba en enterarme de quiénes eran las demás, qué hacían, cualquier excusa que me permitiera mirarlas a los ojos, buscar su vulnerabilidad, etc.
Todas resultaron ser jefas de prensa o redactoras de diversas casas editoriales. Me obligué a expulsarme de mi asombro, pringado de peste a foca amaestrada. Aquella endogamia debía ser algo habitual. En el mundo del cómic, casi todos los dibujantes acaban casados con coloristas: hay que ser práctico. Los escritores deben de ligar con las chicas de las editoriales por no salir del noble ambiente de las letras. Intenté retener el nombre de algunas de las presentes, pero casi todos resbalaban como el vino en mi garganta.
Las conversaciones versaban sobre todo tipo de futilidades, excepto de cuestiones literarias, cosa que yo agradecí, por no airear la evidencia de mi inoperancia. H. H. nos contaba divertidas vicisitudes de sus continuos viajes por el mundo; H. resoplaba como una tortuga incómoda tras su rígido jersey, recibiendo las atenciones de la carancha que me había expulsado en mi primer intento de acoplamiento (al entrar en la pizzería yo me había ido a sentar, sin saberlo, en el asiento reservado a H., y había recibido la ira de la displicente dama, que quizá trabajaba para la firma editorial de éste o para alguna que le pretendiera); H. H. H. sonreía pillinamente tras su faz de enigma vanguardista mientras alguien desgranaba el secreto de su affaire con una muchacha coreana. ¡Bien por ti, H. H. H.!
A nadie le importaba yo. Sólo a la única mujer que conocía de antes y que me denostaba cada vez que el alerón de su mirada pasaba rozando mi impenetrable relieve.
Así que empecé a retozar con la segunda chica a mi izquierda, más que nada por disimular mi añoranza de novia o de terreno familiar y por entretener la llegada de la segunda botella. Con los ojos muy abiertos, tomándose todas mis banales cuestiones con seriedad tremenda, escuchó mis interpelaciones sobre su identidad. Como una niña buena que luego resulta ser muy mala, me contestaba diligente y solícita, como inconsciente de su propia belleza. Una chica tan guapa -tan canónicamente guapa: rostro equilibrado, ojos claros, mejillas encendidas como las de una muñeca meona- no estaba obligada a ser tan buena persona como ella parecía, a no ser que escondiera algún trauma. Pronto supe el suyo, que no escondía: era niña de papá, la hija única de un reputado periodista y crítico gay. Adiviné que lo llevaba mal porque enseguida soltó el dato, y en cuanto lo soltó no lo dejó ir, sino que siguió su rastro fresco con placer masoquista. Se veía preocupada por trabajar como periodista en empresas donde su padre no tuviera ninguna influencia ni control; aún no se había cuestionado por qué demonios había de ser también periodista. Me dio pena, así que desistí de intentar conquistarla. Déjalo para cuando te sientas capaz de tomarte una relación en serio, dijo alguien a mis espaldas; no me volví. Si fuera capaz de tomarse una relación en serio, no iniciaría ninguna, se carcajeó otra voz. Pensé en mi chica, sola en la cama, o fuera de ella. Mi personaje empezaba a hastiarme, pero decidí seguir sin responder a la provocación.
Yo y los demás dividimos la cuenta como buenos catalanes y decidieron qué haríamos a continuación. Pensé de nuevo en mi mujer, esperándome entre los lienzos rotos de nuestro velero naufragado. La zozobra no tenía marcha atrás, así que bien podía aguantar unas horas más de agonía mientras yo intentaba recalar en otra playa.
Un pub cercano fue nuestro próximo destino. Cómo no, debía haberlo adivinado, el local era propiedad de otro escritor. Nunca había sospechado que hubiera tantos escritores en la ciudad. Tampoco me imaginaba que ser escritor exigiera exclusividad de oficio. Hasta entonces, yo había sido muchas cosas: articulista, guionista, locutor, redactor, traductor, etc. (por no mencionar mis intentos frustrados en el deporte, la interpretación y la música pop). Pero a partir de la publicación de mi primer libro, yo ya sólo era una cosa: escritor. Lo quería llevar grabado a fuego en la frente, como los demás. ¿Se darían todos cuenta al mirarme? Hola, yo escribo, así que ten cuidado con un menda. Cualquier cosa que vivas conmigo, cualquier hecho insignificante, es susceptible de ser inmortalizado por mí. Así que mucho ojito, guapa. Disfruto la prerrogativa de ser un cabrón en la vida, porque tengo el don de convertir la mierda en arte. Estoy disculpado ante la realidad, porque creo mentiras de sublime hermosura. Tengo patente de corso para ser un hijoputa. Soy embellecedor de ruinas.
El pub era una basura, como la pizzería donde habíamos cenado. Un tipo barbudo y desgarbado ejercía de disck jockey. Me pregunté si sería el escritor, que se desdoblaba en pluriempleo, contraviniendo mi hipótesis anterior. En cualquier caso, ése no lo llevaba escrito en la frente.
A la de tres, mis nuevos amigos rodearon a H. H. H. y le hicieron entrega de un regalo comprado en comuna. Le sonreían con picardía, mientras él abría ceremonioso y obediente el pequeño paquete. Le propinaron varios codazos incluso antes de que terminara de desenvolverlo y sostuviera entre sus manos unos endebles grilletes recubiertos de felpa rosa. Todos se unieron al jaleo: un río revuelto de haches jactando lo bien que te lo vas a pasar, cuidado con esto que es adictivo, yo tenía un par con una con la que estuve y no veas tú cómo se ponía, son la leche. Cuando H. H. H. comenzó a hacer una demostración práctica de la colocación de las esposas intentando involucrar a una de las idiotas que nos acompañaban -le iba mejor con el bluff de la coreana-, di media vuelta y me acodé en la barra, abochornado. Pero satisfecho por no haber querido participar en el fondo común del regalo. Dios salve a los nuevos perversos.
Mas debieron tomar mi refugio por atalaya, porque a los pocos segundos todos me rodeaban, acodados como yo. Los ojos de todos peinaban la pista de baile como los focos de un campo de prisioneros nazi. 'Qué buena está ésa', oí entre latidos de percusión. De repente, me contemplé desde afuera, engullido en la manada de machos hambrientos en actitud de estéril espera. No tenía quince años. Y no quería volver a tenerlos. Quizás era el momento de largarse, de cuajar el desapego.
Imposible encontrar tema de conversación, además. H. H. me atacó por el flanco, interesándose por mis últimas lecturas, desbaratando por ende mi espantada. Intercambiamos opiniones literarias, pero yo no había leído ni un tercio de los libros a los que él hacía referencia. Mi necesidad de atención, la que me había llevado a aquella cita, requirió sin pensarlo dos veces su parecer sobre mi obra. æpermil;l tampoco pareció pensarlo ni una: 'Tu libro tiene un gran valor sociológico', me dijo sin apartar su vista de la mía. Me imaginé reventándole la cabeza con mi cerveza, indagando en sus ojos con el muñón de la botella, engulléndolos y cagándolos al día siguiente sólo para saber qué forma tendrían. Volví a dar media vuelta e inicié el paseíllo final por entre las reses dispuestas, mientras mis ya no tan nuevos colegas seguían mirando desde la barrera cómo se vertía un zumillo ajeno a ellos. Evité a la 'hija de' porque, siendo la única que me caía bien, bien sabía que yo no era el más indicado para hacerle ver la luz, o al menos el tipo de luz que ella imploraba inconsciente con el relato de sus cuitas, aunque esa niña iba a sufrir mucho en los punzados brazos de muchos desalmados; me enzarcé, pues, con la cretina, la pepona que me había hecho levantarme del asiento. Me preguntó si conocía a todos los presentes en la cena.
-A casi todos, sí. Pero superficialmente.
-¿Has leído el último libro de H. H. H. H. H.?
H. H. H. H. H. era un idiota que andaba por ahí explicando a las camareras lo que significaba la 'E' mayúscula de su frente.
-No... A decir verdad, no -por algún motivo, por complejo de forastero, a lo mejor, me pareció necesario dar explicaciones-. No me gusta leer libros de gente que conozco. Me cuesta ser objetivo.
Eso pareció escandalizarla.
-¡Ay, pues a mí me pasa todo lo contrario! Intento leer sólo libros de amigos o personas que conozco. Así sé mucho mejor cómo son por dentro.
Decidí que si no hubiera hecho ya añicos la botella con H. H., la habría hundido en la boca de aquella guarra hasta reventarle la garganta. Atravesé el local sin mirar atrás, sin ver los ojos de la pobre y desamparada niña de papá que seguía mi paso con expresión huérfana, deseando que fuera yo quien la rescatara y jodiera por completo su vida.
Llego a casa. Es muy tarde, ya. Me desnudo y me meto en la cama. Me abrazo a la piel que amaba y le pido sin despertarla que no me deje, que no quiero levantar la vista de su cara pura, que es mucho más adorable que todo lo que pasa alrededor. Que ella es mil veces mejor que todo lo que rebulle ahí fuera.
Me duermo en sus brazos dormidos sabiendo que es nuestra última noche.