A los que dudan todavía
Esta es la historia de una rebelde que, al crecer, dejó de serlo y se convirtió en una ciudadana con identidad, con todos los asuntos de la burocracia resueltos. El día en que fue a pagar las multas dejó de ser una niña. También se casó. Su marido y ella convivían sin apenas verse, ya que sus trabajos les absorbían todo su tiempo y energías. Los días eran siempre iguales. æpermil;l cometió el error de proponerle que quedaran para comer.
Me apoyé en la ventana y seguí el recorrido de su espalda alejándose despacio. Vi cómo él desaparecía a intervalos entre la gente y luego definitivamente por una escalera mecánica, hasta que fue empujado fuera de mi campo visual. Recordé su desvelada cara de frío momentos antes. Se habían despedido en el andén, pero él aún permanecía ahí, de pie, buscándome entre los desconocidos. ¿Por qué quería arrancarle un gesto más? ¿Para qué dilatar ese último instante, sabiendo que lo no dicho jamás sería pronunciado? El interior del tren era un territorio que no pertenecía a ese lugar. La frontera estaba en el primer estribo, en el aire frío que surgía de algún indeterminado espacio entre las vías y las tripas del coche 110. La línea de división se encontraba entre mis horas aún por descubrir y las de aquel hombre que me miraba como la mañana más triste.
Mientras maldecía los días sin sol en aquellos ojos, me concentré en el abismo de todas las noches por venir. Quizá siguió contemplándome en un intento vano por imaginar cómo sería yo en otro lugar o tal vez necesitara hacerse al tacto de la pérdida irrevocable. Hice un incómodo ademán con la palma de la mano, un movimiento refrenado por el transparente cristal de la ventana, casi imperceptible.
Meses atrás habíamos quedado a las dos y media de la tarde, hacía tiempo que no salíamos un día de diario a comer fuera. Nuestros trabajos eran un desenfreno de comidas, cenas, compromisos, reuniones y viajes. æpermil;l fue quien lo propuso:
-¿Por qué no intentamos comer juntos alguna vez? Es cuestión de buscar un hueco en nuestras agendas e intentar vernos alguna vez a una hora tan imprevista. ¿No?... ¿Hace cuánto tiempo que no comemos en un restaurante, que no charlamos en un lugar público, fuera de nuestro cuarto de estar o de la cocina donde desayunamos apresuradamente las pocas veces que coinciden nuestros horarios?
A mí su propuesta me pareció bien, aunque un tanto inesperada. Es verdad que trabajábamos cada uno en una punta opuesta de Madrid, pero también es cierto que a veces las comidas de trabajo me obligaban a desplazarme mucho más lejos de lo que tendría que recorrer para comer con él.
-Claro, ¿por qué no? Tienes razón. Deberíamos organizarnos un poco mejor. No tenemos ni un solo día entre semana para estar juntos ni siquiera para comer o simplemente para dar un paseo.
La estación comenzó a temblar cuando su rostro ojeroso y grave sólo era un recuerdo. Me dejé caer en el sofá cama mientras todavía sostenía en la mano el billete que le había mostrado al revisor para que me abriera el compartimento. Supo que no olvidaría ese número 110, ese vagón, las cuatro paredes de aquel habitáculo. Repetía mentalmente, una y otra vez, su nombre. Pensé en correr fuera, todavía estaba a tiempo. Me acerqué a la puerta y la cerré con pestillo; un movimiento que me separaba radicalmente de la duda.
Entonces estábamos tan atareados con nuestros respectivos trabajos que apenas si nos veíamos, salvo el día que casualmente coincidíamos antes de meternos en la cama, después de una jornada agotadora. Como pueden coincidir dos vecinos en el ascensor, hasta esa sensación de estar obligado a decir algo, saludar e intercambiar algún comentario respecto al tiempo o al último partido de fútbol (en el caso de los vecinos) o sobre el día que has pasado y cómo te ha ido el trabajo (en el caso de él). Esta sensación, que con el paso del tiempo fue haciéndose más intensa, era un síntoma claro de lo poco que me apetecía a esas horas de la noche tener que decir algo interesante o preguntar algo coherente. No había un tercer personaje en esa película; sólo el tedio. Cuando llegaba a casa, tarde y llena de preocupaciones, de lo único que tenía ganas era de ingerir cualquier cosa frente a la televisión, viendo algún programa basura al que, por supuesto, no atendía y meterme en la cama, para seguir viva después de seis horas escasas de sueño. Muchos de ellos entrecortados. El último sueño brutal que recuerdo era que mi cuerpo desprendía larvas de gusanos que iban tomando cada vez mayor tamaño. Miré mi pubis y me di cuenta de que lo que había sido vello púbico, se había convertido en miles de huevos diminutos a punto de eclosionar.
-Bien, bueno, pues si te parece hablamos mañana desde la oficina y buscamos un día que no tengamos compromisos y así poder quedar para comer -dije, sin excesivo entusiasmo.
Está bien, pensé, iba a ser divertido e interesante comer con él, como si fuera una cita. Al fin y al cabo, aunque vivíamos juntos, él me estaba pidiendo una cita. Y eso me resultaba curioso y al mismo tiempo extraño. Me hizo evocar la época en la que todavía no nos habíamos casado, en la que cada uno vivía por su cuenta, pero cuando pasábamos más tiempo juntos, no sé cómo nos las arreglábamos entonces. Imagino que el deseo era un buen aliciente para sacar horas de donde fuera.
El suelo vibró durante unos segundos y oí el silbato desgarrado anunciando la salida. Luego, el hormigueo comenzó otra vez y se fue haciendo más intenso hasta convertirse en un traqueteo irregular. Descorrí la cortina intentando distraer la mirada. Conocía las visiones que desentrañaba el tren en su trayecto de salida, sin embargo, aquella mañana las casas me parecieron más destartaladas, las naves industriales más plomizas y los retazos de campo yermo, devastados; un paisaje destripado de restos de ciudad se iba quedando atrás. Como atrás quedaban los días vividos con aquel hombre. Pensé que no había rencor, ni dicha, ni pesar en esa despedida, sólo el largo sentimiento de desgajarse de una parte de mí misma. Quizá algún día volviéramos a encontrarnos en otro sitio, lejos, muy probablemente ya tarde, acaso nunca.
Durante nuestros años de noviazgo, él trabajaba, pero su reducido sueldo no le permitía alquilar un piso. Así que no le quedaba más remedio que vivir en casa de sus padres. Yo, algo más afortunada, gracias a la cooperación de mis padres, vivía en un estudio. Por las noches, después del trabajo, solía venir a cenar a casa. Nuestro plato favorito eran los espaguetis a la carbonara que degustabábamos en el único lugar posible donde se podía estar en mi pequeño garito de soltera, es decir, en la inmensa cama de matrimonio que ocupaba todos los metros cuadrados posibles exceptuando la cocina-armario o el cuarto de baño de mármol espacioso y con luz natural. Nunca más he vuelto a disfrutar de un cuarto de baño tan magnífico. Esos apartamentos eran de semilujo. El hecho de poder permitirme una habitación de esas características es que había llegado a un acuerdo con el casero, que era un hombre extremadamente delgado y amable. No tenía necesidad de dinero, sólo quería que alguien de confianza lo habitara y cuidara. De hecho, durante mis casi siete años de inquilina nunca me subió el alquiler.
Fue avanzando la mañana. Los llanos amarillos, ocres y pardos de la meseta dieron paso a paisajes más generosos que se perdían a la vista en un azul intenso y limpio. La vegetación retenía los colores ensangrentados del otoño pasado e iba esculpiendo las formas quebradizas y despojadas; cadáveres del invierno incipiente.
Sí, tomábamos espaguetis que yo cocinaba con entusiasmo, la verdad es que los bordaba. Entre porro y porro de marihuana, comíamos o follábamos con el desenfreno que proporciona la provisionalidad, la última vez, la inquietud de que todavía no es tuyo, de que hay algo de su cuerpo por descubrir, que aún se le pueden sacar más colores, sabores o sensaciones a su verga empalmada, a mi coño húmedo antes de que llegara a rozarme. Sólo imaginando lo que iba a ocurrir, antes o después de los espaguetis.
Los árboles, los campos arados y rotulados, las colinas y los montes se superponían ante mi atónita mirada como en una película muda; sólo el leve transitar del tren permitía creer que eso no era un sueño, sino el cadencioso discurrir del tiempo fabricando mi futuro, desdibujando el punzante recuerdo de su espalda.
Yo nunca quise ser responsable, ni pagar las multas, ni contribuir con Hacienda, procuraba saltarme los semáforos e ir a más velocidad de la permitida para sentir que todavía quedaba algo de rebeldía surcando mis venas, que aún perduraba algo de lo que fui cuando era joven y las reglas las ponía yo. Sin embargo, las multas del parquímetro, las cartas de Hacienda, el impuesto de circulación o el carné de identidad caducado dejaron de ser una amenaza para convertirse en la certidumbre de que el sistema iba sobre mis pasos y que en cualquier momento podrían darme caza y arruinarme. Así que me convertí en una ciudadana con identidad y con todos los asuntos pendientes con la burocracia resueltos. El día que fui a pagar las multas dejé de ser una niña, para convertirme en una ciudadana, adulta y cumplidora.
O quizá fue cuando acepté casarme con él. Sí, fue a partir de entonces cuando comencé a sentir que nos estábamos perdiendo el uno al otro, si es que en alguna ocasión nos habíamos tenido. Lo único importante en esta vida es comprender a tiempo. Incluso aunque esa comprensión sea errónea.
El día que por fin quedamos en encontrarnos en un restaurante para comer, mientras esperaba a que llegara, fantaseé con la posibilidad de que aquella cita con el que era mi marido tuviera un objetivo distinto, más allá del hecho de romper nuestra rutina. Mientras bebía un dry martini, bebida a la que me había aficionado gracias a él, reflexioné sobre cuál podría ser el motivo de su insistencia para comer conmigo, fuera de casa, en un lugar neutral. Quizá la razón fuera confesarme que tenía una amante, o simplemente que ya no me quería. Los casi quince minutos que tardó en aparecer me permitieron imaginar la multitud de posibilidades que podía entrañar aquella cita. Cualquier opción me dejaba indiferente. Llegué a pensar que una confesión de adulterio me permitiría volver a empezar una nueva vida, tal vez en otro lugar. Incluso en otro país. Pero las cosas no fueron como había supuesto. æpermil;l llegó. Se disculpó por el retraso y me dio un beso en los labios, acariciándome la sien, antes de sentarse. No había ningún motivo concreto para comer conmigo, sólo el deseo de verla fuera de las paredes de la casa que compartían. Comimos charlando de asuntos más o menos banales. Bebimos más de lo que, al menos yo, acostumbraba a beber. Me sentía algo confusa, pero después del segundo whisky me oí diciendo:
-Ya no te quiero. No sé desde cuándo, pero he dejado de quererte. No podemos seguir juntos.
æpermil;l me volvió a pasar las yemas de los dedos por la sien. Sabía que me gustaba aquella caricia tan tierna. Cerré los ojos para deleitarme en aquel placer que pronto dejaría de sentir.
-Es verdad que últimamente nos hemos descuidado mucho el uno al otro. Pero, no puede ser, no es posible que hayas dejado de quererme así como así. ¿Has conocido a alguien? ¿Te has enamorado de otro hombre? Creo que las cosas se nos han ido de las manos, pero tu confesión me deja fuera, al margen. ¿No hay otra opción menos radical? Darnos una oportunidad, buscar la forma de retomar el amor donde lo dejamos. Creo que es una locura renunciar después de tantos años
Negué con la cabeza.
-Necesito cambiar de vida. Volver a empezar. Estar sola, pensar. Lo siento. Entenderé que no me esperes, pero me estoy muriendo en vida. Quizá sólo se trate de un falso sentimiento, quizá me arrepienta. No sé.
Me quedé adormilada pensando en él, notando la luz que entraba por la ventana del vagón bañándome la cara y el cálido sopor producido por una noche en vela que ya duraba toda una vida.