Te amo / Yo no
La protagonista, Mercedes, está plenamente convencida de que todo hombre que pregone amar demasiado, en realidad se ama demasiado a sí mismo. La pobre tiene la desgracia de que con catorce horas de diferencia dos individuos le han dicho la frase que ella menos puede soportar escuchar: ¢Te amo¢. Esta noche Paco se la ha repetido en múltiples ocasiones, mientras ella dice para sus adentros: ¢Yo, no; yo, no; yo, no...¢
æpermil;l no puede vivir sin mí. Ayer pasó con un taxi por la puerta demi edificio y desde su celular marcó mi número. Yo terminaba de escuchar los mensajes en el contestador, donde las últimas grabaciones registraban tres llamados suyos en sucesivos tonos de desesperación por no encontrarme en mis números habituales. De modo que cuando, a las dos y veinticinco de la madrugada, aproximadamente, sonó el teléfono, yo ya sabía que era Paco. Dudé unos segundos. Tomé una bocanada de aire para calmar un tono agresivo que ya me estallaba en la garganta.
-¿Dónde estás? -le pregunté, finalmente, sin ningún tipo de introducción, mientras escondía mi regocijo ante su debilidad. Ninguna otra persona podía llamarme a esa hora.
-Nunca me hubiese atrevido a llamarte tan tarde, pero estoy a la vuelta de tu casa -se disculpó-. ¿Puedo subir a tomar un té? Cinco minutos y me voy.
-Si no te podés quedar toda la noche, no bajes -le contesté, sosteniendo el inalámbrico mientras abría una botella barata de champagne mendocino, la última oferta postdía del amigo del supermercado de la cuadra. ¿Un té? ¿Desde cuándo en mi casa se tomaba té?
-No, no... Ahí bajo, Mercedes. No te pongas así -me dijo esta vez con firmeza y cortó, seguramente dispuesto en no perder un segundo en verme.
-æpermil;l no puede vivir sin mí -pensé, todavía risueña y algo halagada.
Hacía quince días que conocía a Paco y él ya me juraba amor eterno. Su obstinación, como cualquier obstinación masculina, me pareció sospechosa. A esa altura de mi vida estaba segura de que todo hombre que pregona amar demasiado, en realidad se ama demasiado a sí mismo. Por eso, a Paco no le tenía el menor respeto. La verdad es que era un tiempo en que los hombres demostraban mucho entusiasmo por salir conmigo, tanto que, en una misma semana y con catorce horas de diferencia, dos con los que intimé me dijeron la misma frase, arrodillados, con cierto patetismo, ante mi sillón, el que uso para leer.
-Quiero ser tu geisha.
No es la clase de frases que me gusta escuchar de boca de un varón, pero, por el momento, no conocía tipos de otra clase y, como no me daba la gana estar sola, los dejaba arrodillarse y mentirme con descaro. Paco fue uno de esos hombres con inclinaciones orientales.
Se cruzó en mi camino una tarde de invierno en la que yo había programado suicidarme. Pero antes de mi último acto había decidido salir a ventilarme; mi deseo de morir no era tan fuerte y contaba con que alguna ventisca cualquiera pudiese hacerme cambiar de opinión. Ya no me creía mucho cuando me iba tan abajo y trataba de tomármelo con la mayor gracia posible. Fui hasta Palermo Viejo donde, en el subsuelo de una tienda de ropa, un conocido presentaba un libro de poesía. Servían vino tinto de damajuana en unos vasitos de plástico que yo no demoraba en volver a llenar cada vez que se me vaciaba el que me había tocado. Mientras el poeta recitaba, como al azar, alguno de sus poemas, me dediqué a mirar a mi alrededor, buscando a algún conocido. No había nadie. Entonces cambié la intención y me dediqué a buscar a alguien que me gustara. Justo frente a mí lo vi. Llevaba puesto un piloto largo aunque ese día -y desde hacía varios- no llovía. Me gustó cierta intangible excentricidad. Me acerqué, y a diez centímetros era mucho menos interesante de lo que aparentaba y delataba su permanente nerviosismo una batería insólita de tics. Movía mucho la cabeza -tanto que era perjudicial para mi vista-, hasta tal punto que en un momento necesité tomarla entre mis manos para que se quedara quieto. Ahí empezó todo. Nos besamos largamente y casi no nos separamos. Perdíamos el tiempo juntos. A los dos días se despachó con su declaración. Estábamos echados en mi cama, desnudos, y yo estaba a punto de decirle que hiciésemos algo porque estaba tremendamente aburrida.
-Te amo -me soltó.
-Yo, no -pensé, contrariada, pero no le dije nada. Me parecía muy brutal, la verdad. ¿Aunque finalmente, quién de los dos ganaba en cuanto a exabruptos? Prefería pasar por alto una respuesta y le sonreí. Le sostuve la cabeza que de repente empezó a sacudirse y Paco aprovechó mi cercanía y desparramando todo su aliento por mi rostro volvió a decírmelo.
-Te amo.
Ya no pude sonreír. Me di vuelta dándole la espalda y apagué la luz, dispuesta a dormirme.
-Tengo sueño.
No volvimos a tocar el tema, pero, desde aquel día, ese par de palabras se instalaron, incómodas, entre nosotros.
Mientras esperaba a Paco, obligada por su ímpetu acosador, el teléfono volvió a sonar inmediatamente después de su primer llamado. Me resultaba increíble que fuera tan pesado.
-¿Qué pasa ahora? -respondí, ya sí totalmente fastidiada y otra vez sin preámbulos.
-¿Cómo llegaste? -me interrogó la voz de mi padre, con quien acababa de cenar en un encuentro entre traumático y esclerótico.
-¿Pasó algo? -pregunté, aliviada, pensando que mi madre podría haber tenido, por fin, un ataque repentino de algo.
-No, hija. No te preocupes -me contestó sin rencor-. Como te dejé en un taxi... ¿Recién llegaste? -me preguntó medio abochornado.
Terminé la conversación cargada de culpa y con excesivas demostraciones de afecto hacia mi padre, con el que apenas me ataba un vínculo alcohólico. æpermil;l compraba mis botellas en la licorería de su barrio -porque eran más baratas que en el mío y había una variedad de marcas exclusivas- y me las dejaba cada martes en mi cocina como un eficiente delivery. Entraba a mi departamento con un juego de llaves que le entregué para esos únicos fines, mientras yo estaba en mi trabajo, una oficina céntrica en la que con otros abogados intentábamos que los jueces conmutaran las penas de ladrones, violadores y, ocasionalmente, de algún que otro asesino.
Mientras todavía estaba sacudida por la última conversación telefónica, Paco finalmente tocó el timbre. Le abrí.
-Si no te podés quedar toda la noche no sé para qué subiste -le repetí mientras lo saludaba con la botella de champagne en la mano. Era obvio que lo que más me interesaba de Paco era su forma de hacerme el amor.
-Qué cara que tenés Mercedes. Estás desencajada.
-Estoy aburrida.
-No tendrías que tomar tanto -me contestó mientras me quitaba la botella y me servía en una copa de agua una cantidad que hacía que el champagne luciera desagradable.
-Ya te dije que no llenes tanto la copa. Es de mal gusto - lo avergoncé, pero igual me la bebí de un sorbo atolondrado.
-No te veo bien -insistió.
-Estoy perfectamente. Pensaba salir a dar una vuelta.
-¿A esta hora? Son las dos de la mañana.
-Es el día del amigo. Parece viernes -le dije sin darle importancia.
-Mirá, no te veo bien. Vamos a hacer una cosa. Yo me quedo a dormir, vos si querés te quedás levantada, escuchas música, mirás la tele bajito al lado mío, pero, eso sí, yo necesito dormir -volvió a decirme-. No se te ocurra que hagamos otra cosa.
-Bueno, entonces ándate a tu cama -le respondí con una lógica implacable. ¿Para qué otra cosa creería Paco que me serviría? La sola idea de que repitiera esas palabras imposibles me crispaba.
-Es que no te veo bien, realmente. No quiero dejarte así.
Haciendo un gran esfuerzo, una demostración de infinita paciencia le contesté con gran educación.
-Si te preocupé, discúlpame -dije mientras me servía otra copa-. Además, no entiendo bien eso de que necesitás dormir. ¿Cómo vendría a ser?
-Así. Me duermo en tu cama y vos te quedás acá y yo te cuido. No te podés ir porque si no se acabó todo.
-Ajá. ¿Y cómo pensás cuidarme?
-Te amo. Vení, vamos a acostarnos.
No sé cómo lo logró, pero le hice caso y justo ahí empecé a odiarlo.
A la mañana me desperté y él ya no estaba en la cama. Me alegré de que me evitase el desagradable saludo matutino. A los pocos segundos entró a mi cuarto con una bandeja con el desayuno. La puso a mi lado y me besó la frente.
-Ahora estás mejor -me dijo, y yo estaba segura de que era mentira. Suelo amanecer con los ojos hinchados, ojeras y la cara grasienta. ¿Por qué mierda me mentía?
-No quiero yogur. En la heladera hay jugo de naranja. Tráeme.
Y Paco con una sonrisa se levantó y me lo trajo, lo puso sobre la bandeja y esta vez me besó en la mejilla.
-Te amo -volvió a decirme.
Empezaba a inquietarme la recurrencia de sus declaraciones.
Dejé el desayuno a un lado y me levanté. Me metí en el baño y me di una ducha rápida. Esperaba que mi descortesía disipara su presencia, pero no. Lo encontré en el comedor, cómodamente instalado, leyendo el diario y comiéndose el desayuno que había preparado para mí.
-Me voy a trabajar. ¿Salís conmigo? -lo intimé.
-Bueno. ¿Cuando nos vemos?
-No sé. Te llamo.
-Está bien, cuando vos quieras.
Bajamos juntos en el ascensor y él me acariciaba la cabeza mientras yo contenía mi disgusto hasta que no aguanté más y le saqué la mano con violencia.
-No me despeines.
Cuando llegamos a la planta baja, me arrinconó contra uno de los ángulos del ascensor y me besó en los labios, que yo mantuve apretados.
-Te amo. Mirá lo linda que te ponés cuando te beso.
Me miré al espejo y sólo vi la cara de una mujer desencajada. Nada de eso podía ser cierto.
En la puerta de calle, nos despedimos.
-Te amo -volvió a decirme, y ya no podía tener piedad. O su vocabulario contemplaba muy pocas palabras o se estaba volviendo loco.
-Yo, no. Yo, no. Yo, no -le repetí para que le quedase claro.
-Sos muy cruel, pero igual te sigo amando.
Me sonreí. ¿Qué otra cosa podía hacer?
-¿Ves cómo te arranqué una sonrisa? Te amo.
No podía creerlo. Sin duda, debería ser la precariedad del vocabulario.
Detuve un taxi y me subí. Tomé un trago de la petaca que me había comprado mi padre en su licorería y volteé la cabeza para ver si Paco ya se había ido. Estaba parado frente a la puerta de mi casa y al ver que lo miraba, moduló su frase inefable: 'Te-a-mo'.
Dejé de mirarlo y pensé que estos tiempos las personas intimábamos demasiado rápido. Armábamos una rutina de sábanas, desayunos y diarios que llevaba a malos entendidos como el que padecía Paco.
No iba a volver a verlo. Era lo mejor que podía hacer por él. Y por mí, claro. Sólo quería por fin toparme con un romance verdadero, no con un psicópata pasivo que me saboteara con palabras. 'Yo no, yo no, yo no', repetí bien fuerte para mis adentros, y Paco salió de mi cabeza y me sentí aliviada, como si me hubiese despertado de una pesadilla en la que un ser aparentemente inocente me ahogaba. Yo no, yo no, yo no. Abrí la ventanilla. Necesitaba sentir la brisa de un tornado en la cara.
La autora
Cristina Civale. Escritora, periodista, gestora cultural y guionista de cine y televisión. Cursó estudios cinematográficos en Buenos Aires (Escuela de Cine de Avellaneda) y en La Habana (Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de Los Baños). En 1993 publicó el ensayo Hijos de mala madre, fragmentos de una generación dudosa (Editorial Sudamericana). En 1995 publicó su primer libro de ficción, Chica fácil (finalista del concurso La Sonrisa Vertical, en 1995, finalmente editado por Espasa Calpe). En 1998, Seix Barral publicó su libro de relatos Perra virtual. Cuentos suyos han aparecido en antologías editadas en Buenos Aires, México y Madrid. En 2002, Plaza y Janés publicó su novela El hombre demi vida serás tú, y Sudamericana Argentina, su ensayo titulado Esclavos, informe urgente sobre la inmigración en España. Actualmente vive entre Italia y Buenos Aires, donde escribe para la revista Elle, es lectora para Einaudi y colabora para los diarios La Repubblicae Il Manifesto. Emecé-Cruz del Sur acaba de publicar su nueva novela Adiós América.
Diccionario sin levantarse
Mendocino: Perteneciente o relativo a la ciudad argentina de Mendoza.
Piloto: En Argentina, gabardina o impermeable.
Damajuana: Vasija grande de vino o loza, barriguda y de boca estrecha, revestida por una funda de malla o mimbre de paja.
Esclerótico: Que tiene las facultades anímicas embotadas.
Delivery: Entrega, reparto.
Tomar: En América, ingerir bebidas alcohólicas.
Inefable: Que no se puede explicar con palabras.