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CincoSentidos

Y por eso he tirado el café

Este relato comienza y termina de forma paralela. Un chaval que acaba de cumplir dieciséis años entra en un restaurante y comienza a disparar a todos los presentes de forma indiscriminada. Al final, el narrador da un fuerte manotazo y tira el café que le ha llevado el camarero porque se da cuenta de que le sucede lo mismo que al chico del principio: que no piensa más que en él, que se le ha ido parte de la vida. Por eso tira el café

Tengo un amigo que sabe que quiero escribir y que ha leído algunos cuentos míos. Este amigo me llamó ayer por la tarde y me preguntó si había escrito algún relato que tuviera algo que ver con la ecología o la preocupación por el medio ambiente. Le contesté que no. æpermil;l me dijo que necesitaba uno para cierta revista y que había pensado en mí, pero que debía estar para el día siguiente, dos o tres folios nadamás. Le respondí que tenía una idea y que, puesto que había de ser un cuento muy corto, podría escribirlo por la tarde y corregirlo por la noche. Me preguntó cuál era la idea. Le expliqué que trataba de un chico que cumple dieciséis años y se mete en un restaurante a pegar cartuchazos a todo bicho viviente. Tras un incómodo silencio mi amigome preguntó que qué tenía eso que ver con la ecología. Le respondí que, aparte de que los disparos podrían retumbar y producir un hermoso eco, como si estuviéramos en el Cañón del Colorado, el chico lo hace porque ha ido a un bosque a ver animales en libertad, pero sólo encuentra papeles, envases de plástico y latas de bebidas. Y cuando, por fin, ve un precioso pájaro, que se ha posado sobre una roca en medio del río para beber, alguien dispara y lo mata, y se lo lleva la corriente. Mi amigo dijo que tal vez sirviera, y me preguntó si ya tenía título. Postas para jabalíes, contesté. Y quedamos a las diez en este café.

Son las diez y no me apetece tomar nada.

Mi amigo no ha llegado todavía y yo no tengo el relato.

Ayer, cuando me disponía a empezarlo, vi a una niña saltando a la comba en el parque.

Y no sé por qué -he visto a otras muchas niñas saltando a la comba-, esa niña me recordó a Gloria.

Gloria tenía seis años, y también siete y ocho, y estaba en mi clase. Era rubia, de ojos azules.

Me enamoré perdida, desesperadamente de ella.

Recuerdo su nombre, y su apellido. Creo que nunca he vuelto a enamorarme de una chica que luego haya sido tan desgraciada.

Hoy no sabría decir cómo era su voz. En realidad, no sabría decir casi nada de ella. Sólo que era la única chica rubia de ojos azules de mi clase. Y a esa edad, yo no pedía mucho más.

Así que estaba terriblemente enamorado de ella. Recuerdo más detalles, más situaciones.

Recuerdo, por ejemplo, que su mejor amiga se llamaba Mónica.

Recuerdo también que cuando terminaban las clases, los alumnos a los que nos venían a recoger esperábamos a nuestros padres en un aula. Gloria y Mónica tampoco utilizaban el transporte escolar. Alrededor de ellas se solía formar un círculo. Mi hermano pequeño y yo nunca quisimos participar en ese juego. Nos parecía una cochinada. Gloria y Mónica ofrecían a cambio de un beso bajarse las bragas y enseñar lo que tapaban. Con la venia, decían. Y yo no sabía qué quería decir eso, y me quedaba muy impresionado. Ahora me parece una cursilada, una pedantería de niñas de siete años, y me da lástima.

Con la venia.

En cualquier caso, los aficionados al juego eran numerosos y los besos llovían y las exhibiciones iban viento en popa, por mucho que a mi hermano y a mí nos pareciera una cochinada.

Mónica era gordita y morena, a veces llevaba trenzas, y a mí no me gustaba nada.

No me gustaba ni pizca.

También recuerdo que, en los recreos, los niños jugábamos al fútbol, y las niñas saltaban a la comba, o jugaban a la goma, o al truque, o a cualquier otra cosa.

A mí no me gustaba ser portero, pero a veces me ponía, porque desde la portería -un par de árboles- se veía el recreo de las niñas, y si Gloria andaba por ahí, yo estaba dispuesto a dejarme la piel de codos y rodillas en la arena.

En todo esto pensaba, y no fui capaz de escribir ni una sola línea sobre el chico que se lía a tiros en un restaurante.

Indiscriminadamente, sin motivo aparente, contra desconocidos, contra inocentes.

Y en realidad, tampoco él es culpable.

Pero fui incapaz.

Me quedé tirado en la cama, mirando al techo, pensando melancólicamente en Gloria, y en las chicas que vinieron después, y también en la chica de ahora, preguntándome angustiado cómo habrá sido su infancia, y a qué chicos habrá querido antes de conocerme, y a quiénes querrá después.

Y continué pensando en Gloria, y me vinieron más recuerdos. Por ejemplo, que compró una grapadora, y ante la admiración que despertó ese instrumento que ninguno habíamos visto antes, se brindó a comprar una igual para aquellos de la clase que le dieran el dinero necesario.

Muchos lo hicimos. Pedí el dinero a mis padres, me acuerdo de cuánto costaba: 37,50 pesetas, y la mía era de color vino metalizado. Esto era en 1969, o por ahí.

Peleábamos con ellas, disparando las grapas, persiguiéndonos por los pasillos. La directora nos riñó en una ocasión, y llegó a confiscárnoslas. Pero nos las devolvió: aún conservo la mía.

La conservo porque la compró ella.

Son las diez y diez, y mi amigo sigue sin aparecer.

Suele retrasarse.

Y a mí sigue sin apetecerme tomar nada.

A los ocho años me cambiaron de colegio. Cuando mis padres me lo comunicaron, me refugié en mi cuarto y lloré desconsoladamente.

No volví a saber nada de Gloria hasta hace un par de años.

Me encontré con una amiga. Esa amiga había ido a aquel colegio, entró al poco de que yo saliera. Supongo que le pregunté por ella. Y me contó que se había enamorado de un hombre mayor. Aquel hombre estaba casado. Gloria quedó embarazada, y aquel hombre, entonces, no quiso saber nada de ella.

Y Gloria decidió convertir por una vez la ventana de su cuarto en una puerta, el aire en un suelo imposible.

Puedo imaginarla, tendría entonces unos dieciséis años, puedo imaginarla, desesperada, asomada a una ventana, con un bebé en su vientre.

Puedo imaginarla así, hasta que se precipita al vacío, y entonces ya no puedo imaginarla más.

O sí, sí que puedo, ya en la acera, en una postura extraña, desarticulada, como una muñeca de trapo, tal vez con la cabeza reventada, con sus ojos azules, con su pelo rubio, con su niño muerto en las entrañas.

Desarticulada...

Hay otras muchas chicas a las que he querido, y a las que jamás he besado.

Pero ella fue la primera: éramos unos críos.

Así que es por eso por lo que no he escrito ese cuento ayer por la tarde, porque vi a una niña que saltaba a la comba.

Y mi amigo llegará ahora, y me dirá que cómo no lo he escrito, y a mí no me apetece tomar nada, cierro los ojos y...

Hola, perdona por mi retraso.

No importa.

¿Quieres tomar algo?

Un café -digo, por no decir que no quiero nada.

¿Has traído el cuento?

No, no lo he escrito.

...Puedo imaginarla ante la ventana, con los ojos secos porque ya no le quedan lágrimas, con el vientre henchido, sola, en su habitación, una habitación de un piso alto con balcones a la calle, Gloria se acerca lentamente, aunque con determinación, y abre la ventana, pero ya no, ya no puedo imaginar más, ni un segundo más.

¿Por qué? ¿No dijiste que lo harías?

Sí, pero no lo he hecho.

Mira, es por ti. A mí me da igual.

Pero sí, claro que puedo, Gloria se acerca lentamente y abre la ventana, mira hacia abajo, y se dice que no tendrá miedo y cierra los ojos. Luego, arrima una silla y sube torpe, pesadamente, pues lleva una criatura en sus entrañas, se toca el vientre abultado y mira de nuevo hacia abajo, mira hacia ese vacío que la reclama, y salta, tal vez se arrepienta, ya en el aire, pero no, lleva días, lleva semanas pensándolo, aun así quizá se arrepienta en el aire y patalee desesperadamente, puedo incluso escuchar un grito, un grito que termina con un golpe horrible, como una calabaza que estalla, como un melón que revienta, y después, el silencio, las bocinas, el sordo rumor del tráfico, el semicírculo de gente atraída por el espanto...

Desarticulada.

No me apetece el café.

Ya nunca nadie podrá besarla.

¿Quieres ser escritor?

Supongo que sí, pero callo, y miro por el ventanal, y no hay ninguna niña rubia saltando a la comba, porque el café no da a ninguna plaza, a ningún parque.

Y de pronto pienso que soy un idiota, y que tenía que haber escrito el dichoso cuento del adolescente que en el día de su decimosexto cumpleaños se lía a tiros en un restaurante, indiscriminadamente, sin motivo aparente, contra desconocidos, contra inocentes, y, en realidad, tampoco él es culpable, pues siente que con la vida de aquel pájaro también se ha ido parte de la suya, y de nuevo recreo el rostro de Gloria: su pelo rubio peinado en forma de C, sus ojos azules, su piel blanca y suave. Ahora me sonríe, y se le achican esos ojos de princesa de cuento y se le forman tres hoyitos, uno en el mentón y los otros en las mejillas.

Y doy un manotazo y tiro el café que el camarero acaba de traer, y mi amigo me mira como si estuviera loco, porque ignora qué me pasa, y lo que me pasa es que me he sorprendido pensando: qué me importa en realidad lo que haya sido de Gloria, qué más me da en el fondo, y por eso he tirado el café, porque me enfurece haber descubierto así, de golpe, inesperadamente, que me es indiferente que Gloria haya muerto a los dieciséis años y haya sido tan infeliz y tan desgraciada, que no pensaba en ella, sino en mí, en mi infancia perdida y en mis sueños rotos, y recojo la taza y balbuceo una torpe disculpa, y todo esto que he tardado tanto en escribir lo he pensado o lo he sentido en un instante, en un latido de mi corazón enfermo y moribundo, que me da igual Gloria y que con esa indiferencia, como al chaval del cuento con ese pájaro que lentamente arrastra la corriente, se me ha ido parte de mi vida, y por eso he tirado el café, Gloria que estás en los cielos.

El autor

Martín Casariego Córdoba (Madrid, 1962) es novelista y guionista. Entre sus guiones, destacan Amo tu cama rica (1991), La fuente amarilla(1998) o Y decirte alguna estupidez, por ejemplo, te quiero(2000). Entre sus novelas se cuentan La hija del coronel (1998), La primavera corta, el largo invierno(1999) y Nieve al sol (2004). Es autor de un libro de relatos: Campos enteros llenos de flores (2001).

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