Caramelo
Espido Freire nos traslada a un cuento infantil muy conocido. La narradora es la hija de la protagonista de dicho cuento y nos describe con verdadera crudeza su miserable, pobre y triste existencia. Todo el ambiente rezuma pobreza e indigencia. Gretel, la madre, explica a todos sus hijos la terrible experiencia que vivió en la infancia con su hermano Hansel. Ella sabe a la perfección que sus vástagos son aún más desgraciados.
Era fácil olvidarse del frío, pero no ocurría lomismo con el hambre. El frío caía sobre nosotros cuando nos quedábamos dormidos fuera de la cama de nuestros padres, o cuando el invierno era tan largo que perdíamos la sensación de poseer pies o manos. Contra el frío podíamos refugiarnos bajo las mantas deshilachadas, o permanecer inmóviles, como paralizados, unos contra otros, o escuchar las historias de nuestra madre o, si guardábamos suficiente energía, dar saltos hasta que llegarami padre con la leña, pero no había nada que hacer contra el hambre.
Jan, mi padre, trabajaba en los bosques, cortando madera para vender y tendiendo lazos y trampas a los animales, como la mayor parte de los hombres de los alrededores, y como habían hecho mis dos abuelos. Cuando vendía la leña, o cuando la cambiaba por pan o por un poco de carne, o unos garbanzos, nadie hablaba de ello, comíamos rápidamente y a veces los pequeños lloraban, sólo un poco, casi por aburrimiento, como si su obligación fuera protestar ante los platos vacíos.
Pero cuando no se había dado bien el día y lo que traía sobre el hombro era un hato con leña nadie lloraba. Le mirábamos acercarse con los ojos muy abiertos, y luego continuábamos jugando, procurando olvidar que nos esperaba otra noche de hambre, de saliva acre y amarga, de agua caliente sobre el fuego y un caldo con garbanzos, muy pocos, que reservábamos para el final, para masticar con sosiego e imaginar que eran los primeros de un plato entero, de un festín entero en el que íbamos a reventar de garbanzos. Y cuando mi madre nos ofrecía los que flotaban en su tazón, los mayores intentábamos esconder nuestras ansias, y fingíamos estar saciados, para que los pequeños tuvieran dos o tres garbanzos más; no queríamos que se nos muriera ningún niño más.
'Un año recogimos judías y otro calabazas, y siempre había cebollas y nabos, incluso aunque hubiera que apartar la nieve para recogerlos'
'Nosotros nos llevábamos a los pequeños a jugar fuera y cuando regresábamos ellos ya no recordaban que faltaba un hermanito'
Antes éramos ocho. Ahora sólo quedábamos cinco.
Todos se morían de la misma manera, en silencio, por la noche, y cuando despertábamos encontrábamos a nuestro padre cavando y a nuestra madre desnudando al niño y envolviéndolo en un paño. Nosotros nos llevábamos a los pequeños a jugar fuera y cuando regresábamos ellos ya no recordaban que faltaba un hermanito, siempre el más pequeño. Los mayores aprendimos a distinguir cuando mi madre esperaba otro niño, y durante ese tiempo ella nunca nos ofrecía los garbanzos.
Cuando llegaba el calor las cosas mejoraban: el frío se convertía en humedad, una sensación pegajosa que no salía de nuestra ropa hasta el siguiente invierno, y aunque la lluvia tibia llenara de barro los caminos podíamos salir a buscar moras, y fresas salvajes, y huevos de pájaro. Mi hermano mayor cazaba ranas, y durante el verano yo me permitía despreciarlas y no comerlas. Me daban asco. Sin embargo, cuando finalizaba agosto el frío regresaba, las hojas caían en muy pocos días y de nuevo llegaban los aguaceros y las nieves, y la sensación de que lo único que había existido siempre era el invierno y el punzante ardor del hambre en el estómago.
Eran malos tiempos, los lobos bajaban de las montañas y rondaban las aldeas y las casas perdidas, y estaba prohibido cazar venados porque pertenecían al rey. A veces descubríamos huellas de ciervos en la nieve, y éramos capaces de rastrearlos hasta los árboles que descortezaban. Sabíamos que algunos, monte abajo, en la aldea, cazaban algún ciervo de vez en cuando, pero mi padre tenía miedo a ser descubierto. Si le sorprendían tendiendo una trampa, o descuartizando al animal, o incluso enterrando sus restos, perdería la mano derecha. ¿Y de qué servía un leñador manco? Mi madre estaba de acuerdo. Pensaba que cuando los mayores creciéramos un poco, mi hermano podría ayudar a mi padre, y nosotras nos casaríamos y habría más para compartir. Mientras tanto, dependíamos de mi padre y de sus dos manos.
Ya habíamos desafiado una de las leyes forestales plantando un huerto pequeño en la parte trasera de la casa; pero los guardas lo sabían, y nunca nos habían dicho nada. Un año recogimos judías, y otro calabazas, y siempre había cebollas y nabos, incluso aunque hubiera que apartar la nieve para recogerlos. No podía haber nada tan rico en la tierra como el conejo con nabos y cebolla, y cuando mi padre capturaba alguno el olor me acompañaba en sueños durante semanas.
Cuando fuera nevaba y la oscuridad tapaba las ventanas, nos gustaba contar historias y asustarnos los unos a los otros. Hablábamos de los lobos, y de niños desaparecidos de sus cunas, de espectros que caminaban por el bosque acechando a los más pequeños. Mi padre relataba siempre la historia de un niño desobediente que cogió sin permiso el hacha de su abuelo y al que el hacha le cortó la nariz y las dos orejas.
Las historias que más nos gustaban eran las que contaba mi madre, cuando ya habíamos acabado el caldo caliente con garbanzos, cuando era posible engañar al estómago por un rato y el sueño aún no llegaba. Mi madre nos contaba cómo las cosas eran mucho peores cuando ella era una niña.
No encontrábamos nada qué comer, nada por ninguna parte, ni había quien nos vendiera harina para hacer pan. El aceite costaba seis sueldos, y las habas, nueve. El rey había otorgado un permiso especial que nos permitía cazar, pero la caza había huido, y comíamos ratas de agua y culebras, si las encontrábamos. Decían que había familias que se comían a sus hijos, y que la gente se moría de hambre, como si fuera otra enfermedad. Se tumbaban en la cama y morían, todo pellejo y huesos.
Nosotros callábamos, los cinco sin perder palabra, muy apretados junto al costado de nuestra madre.
Entonces vuestros abuelos comenzaron a buscar a alguien que pudiera encargarse de mi hermano y de mí. Mi padre pensaba que tal vez podrían bajar hasta la ciudad y buscar trabajo allí, o vivir de pedir limosna, si era necesario; pero nadie quería hacerse cargo de dos niños pequeños, ni siquiera nuestros tíos, que estaban cargados de hijos y se enfrentaban a sus propios problemas. De modo que un día vuestro abuelo nos llevó a vuestro tío y a mí al bosque y nos dejó allí solos.
La prohibición más fuerte que teníamos, la que habíamos escuchado desde que éramos capaces de andar era que no nos adentráramos solos en el bosque. A veces, si los más mayores íbamos a por moras, encontrábamos a nuestra madre esperando por nosotros en el claro, ansiosa por si nos habíamos perdido. Nosotros lo sabíamos y nunca nos retrasábamos, porque también teníamos miedo a que se nos hiciera de noche en el bosque.
¿Y qué hicisteis?
Cuando nos dimos cuenta de que estábamos perdidos, comenzamos a llorar y a temer que nos comerían los lobos. Sabíamos que si no encontrábamos una casa pronto nos moriríamos. Ni siquiera sabíamos distinguir las setas buenas de las venenosas. Nuestros padres no nos habían enseñado nada.
Nosotros sabíamos buscar bayas, y poner trampas, y fundir la nieve, y reconocer las huellas de los animales, de cuáles teníamos que escondernos y cuáles podíamos comer. Sabíamos encender fuego y orientarnos con las estrellas y con el musgo en los troncos. Nuestro padre, y sobre todo, nuestra madre, se había encargado de ello, siempre con la misma frase: Cuando me abandonaron en el bosque... cuando a vuestra madre la dejaron en el bosque...
¿Y qué pasó entonces?
Entonces encontramos la casita de caramelo. El techo era de azúcar hilado, y las paredes de mazapán, y las ventanas de caramelo y las puertas de chocolate. Había fresas gigantes cubiertas de almíbar en las macetas, que eran también de caramelo, y nueces y avellanas en lugar de piedras en los muros.
Mis hermanos y yo habíamos comido nueces y avellanas, y sabíamos lo que era el caramelo, porque cuando mi madre conseguía azúcar reservaba siempre una parte que no empleaba en los biberones de los pequeños. Lo calentaba al fuego hasta que se tostaba y se transformaba en hilos cobrizos. Nosotros lo mirábamos surgir del puchero como un milagro: el caramelo.
¿Y qué pasó luego?
Luego...
Mi madre miraba hacia la derecha, como si allí se encontraran las palabras adecuadas.
Vivimos allí por un tiempo. No era mala vida. La mujer mimaba a mi hermano, y a mí me hacía trabajar más, pero siempre había sido así, incluso cuando vivía con mis padres. A mí me tocaba barrer, y coser, y correr de un lado para otro, y mi hermano, el varón, no hacía más que jugar. Siempre teníamos hambre; yo creo que nuestro estómago recordaba cada noche y cada mañana las hierbas y las ratas de agua que comíamos en casa, y no se llenaba jamás. Cuando la mujer estaba de buen humor nos dejaba que pegáramos pellizquitos a las paredes, así -y cogía un pliegue del brazo de uno de los pequeños, que se echaba a reír-, pero como estaba casi ciega nosotros comíamos de la casa incluso sin permiso. Mi hermano engordó mucho; sus mofletes se redondearon y a la mujer le encantaba aquello. No le importaba si yo continuaba delgada, e incluso parecía lamentar que yo comiera tanto. Todo su cariño lo destinaba a mi hermano.
¿Y luego?
Una mañana encontramos a la dueña de la casa muerta. Le quedaba un poco de sangre junto a la boca. Era ya muy mayor, pero a nosotros nos había parecido inmortal. De pronto nos miramos y nos dimos cuenta de que nos encontrábamos en la misma situación que antes, solos, sin nadie que cuidara de nosotros, y condenados a morirnos de hambre. Nos hubiera gustado retroceder un par de días y comportarnos mejor con ella. Yo era terca y desobediente, y mi hermano se había vuelto demasiado perezoso. Pero ya era tarde y no sabíamos qué hacer. Decidimos quemar su cuerpo en el horno, porque era lo que se hacía con la basura, y porque no sabíamos cómo cavar una tumba. La casa comenzó a corromperse. La vieja me había enseñado a hacer caramelo, y a echarle almíbar a las fresas, pero yo no conocía el secreto para mantener la casa, y el mazapán comenzó a pudrirse y el caramelo a enranciarse. Nos mantuvimos varios días comiendo las puertas y las fresas, pero al final nos dimos cuenta de que teníamos que marcharnos.
Y regresasteis con vuestros padres.
Sí. No nos quedó otro remedio. Entonces el rey repartió tierras a algunos de los campesinos de la zona, y nos necesitaban para trabajarlas. Yo me casé con vuestro padre, mi hermano se quedó con la granja, y esa es toda la historia.
Los pequeños se habían dormido, y nosotros nos abrigábamos también, un poco asustados por la narración, y también con el miedo nunca confesado, callado como los peores miedos, de que un día nos abandonaran a nosotros en el bosque. Por la mañana nos esperaba agua caliente, pan, si lo había, con una capa de manteca, y la promesa de que esa noche, para la cena, quizás habría algo más. Y Gretel, nuestra madre, nos miraba comer, ayudaba al más pequeño a beber sin atragantarse y luego fijaba sus ojos en las paredes, como si quisiera repetir el milagro, como si en algún lugar, tan cerca que apenas se veía, se encontrara la solución, y nosotros, los cinco niños, mirábamos también hacia las paredes, día tras día, antes de acostarnos, cuando el viento helado casi no nos permitía sentir el dolor del estómago, las paredes que, pese a todas las palabras, pese a todas las historias y los deseos, no nos protegían del frío, no nos salvaban del hambre.
La autora
Espido Freire nació en Bilbao en 1974. Publicó en 1998 su novela Irlanda, en la editorial Planeta. En 1999 apareció Donde siempre es octubre, en Seix Barral, y medio año más tarde su novela Melocotones helados consiguió el premio Planeta de Novela, y se convirtió a los 25 años en la ganadora más joven en obtenerlo. Su ensayo Primer amor, publicado en Temas deHoy, apareció en 2000, y su primer libro de poemas, Aland la blanca (Debolsillo) en 2001, al igual que su novela juvenil La última batalla, en SM. En 2001 aparece Diabulus in musica, en la editorial Planeta, y en 2002, el ensayo Cuando comer es un infierno, de El País-Aguilar. Le siguió la novela Nos espera la noche(Alfaguara, octubre 2003). El ensayo Querida Jane, querida Charlotte, sobre la vida y obra de Jane Austen y las hermanas Brontë apareció en marzo de 2004. Su última obra es la novela a cuatro manos (con Raúl del Pozo) La diosa del pubis azul.
Colabora con varios medios de prensa nacionales. En la actualidad está activamente involucrada en talleres literarios e interesada en la pedagogía de la creación.
Diccionario sin levantarse
Hato: Ropa y otros objetos que alguien tiene para el uso preciso y ordinario.
Acre: Áspero y picante al gusto y al olfato, como el sabor y el olor del ajo, del fósforo, etc.
Baya: Tipo de fruto carnoso con semillas rodeadas de pulpa; por ejemplo, el tomate y la uva.