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Tribuna
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Elogio del veraneo

Teo, un hombre culto, civilizado y discreto, es un grandísimo amigo al que, cuando lo necesitas, no hace falta buscarlo: siempre se le encuentra. En el mes de julio, cada año, Teo nos envía a un grupo de personas su lista de libros recomendados; una relación de los títulos que más le gustan y que él siempre ha leído en los meses anteriores. Además, acompaña una carta en la que nos desea unas felices vacaciones, y nada más. Tampoco hace falta: todos los destinatarios -creo yo- comprendemos el mensaje porque sabemos, o intuimos, que la última consecuencia de la civilización, según Bertrand Russell, 'es su aptitud para ocupar inteligentemente los ratos de ocio'.

Cuento esto porque he oído en la radio que se están publicitando otra vez los famosos cuadernos de deberes Santillana, aquellos que, cuando niños, y de eso hace algunos años, nos obligaban a completar nuestros profesores durante los meses de verano. Ese mandato tenía sentido común y lógica: se trataba de que no nos embruteciéramos demasiado y llegásemos en relativa forma al siguiente curso. Entonces, las vacaciones (el hermoso veraneo) duraban casi tres meses y había tiempo para todo, hasta para que nos olvidáramos de lo que habíamos aprendido a lo largo del año y, desde luego, de todos aquellos conocimientos que habíamos sujetado con alfileres para aprobar los exámenes. Hacer bien los cuadernos no excluía leer algunos libros, y algunas veces, como había tiempo para todo, hasta teníamos la oportunidad de sufrir de amores por vez primera.

Lo de que 'todo está en los libros', además de una bella canción de Aute, de un desaparecido programa de televisión y un bonito lema, es una verdad, o casi, como un templo. Por eso hay que buscar tiempo para leer, y aconsejar la lectura, como hace Teo con elegancia, y enseñar a los más pequeños a que aprendan a amar los libros, porque como bellamente ha escrito Antonio Muñoz Molina, 'cada libro es una excitante invitación y también un principio anticipado de remordimiento, una promesa de sensaciones, palabras, saberes y mundos, y una advertencia de que no se pueden leer todos los libros que uno quisiera. Siempre faltará tiempo, y el que se dedique a uno se lo estará negando a otros, y uno no podrá dar nunca por satisfecha esa apetencia de lectura, este vicio impune'.

Leer es saber. Esta hermosa e íntima devoción de los libros y de la lectura, además de un vicio, es la base de la educación, que 'no es sólo conocimientos, se sabe', como dice el periodista argentino Marcos Aguinis. Incluye valores, urbanidad, solidaridad, aprender a pensar y a sentir. Darle valor a la palabra. Entender la decencia, apreciar los derechos individuales, saber que no hay dogmas inmutables y respetar las diferencias con entusiasmo, recuperando la cultura del trabajo y del esfuerzo.

Los libros, que son siempre aliento, vida y futuro, nos hacen creer y crecer en la libertad y en la esperanza. Son, sin límite, principio y fin: 'No te alejes jamás/ …Reténme/ Sé tú mi límite/ Y yo la imagen/ de mí, feliz, que tú me has dado', en versos de José Ángel Valente.

Hace algunas semanas tuve la oportunidad y el honor de asistir en la Universidad Pontificia de Salamanca a la investidura, como doctor honoris causa, de Ernesto Caballero, una referencia en el seguro español y latinoamericano. Gracias al buen gusto del claustro, y al respeto de las tradiciones, la ceremonia, con excepción de la laudatio y de las palabras de agradecimiento del nuevo doctor, se celebra íntegramente en latín, y puedo decir que -también por eso- es emotiva y vibrante.

Como es sabido, el ritual incluye la entrega por el padrino de los atributos -birrete, anillo y libro- al nuevo doctor; cuando llega el instante, el libro se le muestra abierto y, más tarde, cerrado, con una preciosa fórmula, que aquí repito en castellano: 'He aquí el libro abierto, para que descubras los secretos de la sabiduría' y 'helo cerrado, para que dichos secretos, según convenga, los guardes en lo profundo del corazón'.

Media España está ya de vacaciones y la otra media espera impaciente. Frente al dolce far niente sin más, se impone el verdadero ocio del que sólo es capaz de disfrutar aquel que tiene tiempo para dedicarlo al cultivo de su espíritu. Da igual que el libro esté abierto o que, después de leerlo, lo hayamos cerrado. Lo importante es que animemos el merecido descanso haciendo los deberes que importan al espíritu para que, en estas fechas tan proclives, como certeramente aconsejaba Erasmo, no nos dejemos engatusar con las apariencias. No deberíamos: la realidad siempre nos espera en septiembre.

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