El rábano por las hojas
Las cifras de la Contabilidad Nacional del primer trimestre muestran un raquítico crecimiento de la productividad así como una moderación de los salarios que, unidos a un ritmo alto de inflación -¡nada menos que un 4,1% interanual en mayo!-, sostiene los altos beneficios empresariales en aquellos sectores más resguardados de la presión competitiva. Las medidas para remediar este costoso rasgo de nuestra economía son de sobra conocidas pero los sucesivos Gobiernos se han hecho siempre los distraídos con el fin de no adoptar medidas impopulares ante algunas de sus respectivas clientelas . Por su parte, la baja productividad ha sido machaconamente explicada por los sindicatos como consecuencia directa del elevado número de trabajadores temporales a los cuales las empresas raramente se ocupan en formar o no les suministran la dotación adecuada de capital que elevaría su contribución al crecimiento del producto nacional.
No cabe negar rotundamente que algo de esto ocurre y, por ende, que una reducción del número de trabajadores temporales resultaría beneficiosa. Pero siendo esto así se corre un grave riesgo si, como en realidad va a ocurrir, se intentara reducir la contratación por real decreto en lugar de atajar las causas originarias de la estructura dual de los mecanismos de contratación hoy en día existentes. Y es que la preferencia de los empresarios por utilizar contratos temporales en lugar de indefinidos proviene de las enormes diferencias entre unos y otros en caso de rescisión. Los últimos gozan de una protección muy elevada -podría calificarse de exagerada en no pocos casos- que se materializa tanto en las garantías legales inherentes al proceso de despido como en la indemnización económica aneja al cese de la relación contractual; por el contrario, los primeros no requieren un proceso legal ni acarrean costes económicos cuantiosos cuando se extinguen.
Pues bien, el reciente acuerdo entre el Gobierno y los agentes sociales para luchar contra la temporalidad es un buen ejemplo de cómo se confunden las prioridades y justifica el título de este artículo porque el problema esencial del deficiente funcionamiento del mercado de trabajo en España no es la temporalidad sino la rigidez. Expliquemos brevemente para empezar en qué consiste el mencionado acuerdo: ante todo en un espectacular plan para reducir la temporalidad, plan que nos costará a todos los contribuyentes unos 870 millones de euros este año y nada menos que casi 1.300 el próximo, a todo lo cual se añade casi 3.000 millones anuales en concepto de incentivos al empleo.
Como podemos ver, no estamos hablando del real y los ocho cuartos. Parte de ese coste -unos 1.275 millones- se destinan a subvencionar una reducción condicionada de las cotizaciones empresariales a la Seguridad Social y 333 millones es incremento de gasto para incentivar la contratación, constituyendo la parte del león el plan de choque para frenar en el presente año la temporalidad. Además, el acuerdo contiene un endurecimiento de las condiciones para encadenar contratos temporales, reforzando las tareas de inspección, y un aumento de la presencia sindical en las subcontrataciones.
Según indicó el presidente del Gobierno durante el debate del estado de la nación celebrado hace dos semanas, aproximadamente medio millón de contratos temporales se convertirán en fijos este año y otros tantos durante 2007. ¡Ojalá esta previsión sea más acertada que los 800.000 puestos de trabajo prometidos por el primer Gobierno de Felipe González! En todo caso, la lógica económica lleva a pronosticar que los empresarios aprovecharán las subvenciones y transformarán en indefinidos antes del 1 de enero de 2007 buena parte de sus trabajadores temporales. Luego, Dios dirá. Pero cabe dudar de la eficacia de un intervencionismo estatal que, por un lado, pretende reducir la temporalidad pero que, por otro, ha fijado indemnizaciones muy elevadas para el despido. A lo peor, después de gastar cuantiosos fondos públicos y al cabo de no mucho tiempo volvemos a las andadas y se detiene el proceso de creación de empleo
Este artículo comenzaba subrayando el escasísimo crecimiento de la productividad; ahora, para concluir, es obligado referirse a otro talón de Aquiles de nuestra economía: a saber, la debilidad de su posición competitiva en los mercados globales en que ahora nos movemos. Si nuestras empresas, en lugar de reforzar su capacidad para competir, la ven reducirse por mor de compromisos legales como el aquí analizado, es de temer que nuestra economía pinte cada vez menos en el concierto mundial.