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Tribuna
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El 'Nautilus' y la excelencia

Cuando le pedí a mi amigo Manolo, ingeniero naval recientemente prejubilado, que me ilustrara técnicamente sobre submarinos, tuve la sensación de que me había convertido en aprendiz de espía y -hay que decirlo sin recato- la cosa me gustó un montón.

Manolo me habló de tanques (de lastre y de compensación), de equilibrio, detección, adiestramiento, propulsión convencional y nuclear, presión y, por último, de cotas de inmersión que, me dijo bajando la voz, siempre son secretas.

Uno, que tiene grabado en el subconsciente la imagen del Nautilus, al oír lo de secreto pensó que se estaba metiendo en un excitante lío cuando lo que pretendía era, sencillamente, comparar la empresa con el submarino, un artefacto fascinante, tanto o más que la propia empresa.

La primera coincidencia es, por actual, notoria: hoy, en España, en las empresas ya no se puede fumar, como ocurre en los submarinos desde hace tiempo. Sin cigarrillos, los submarinos siguen cumpliendo su misión y, así lo espero, las empresas también, ahora libres de humo. Es cuestión de acostumbrarse/desesperarse.

Pero, más allá de la broma, lo que está claro es que el buque submarino, un artilugio creado para navegar bajo la superficie de las aguas, soporta enormes presiones, tantas como las que, en el mundo globalizado de los negocios, acechan a la propia empresa.

La presión más fuerte que recibe la empresa (tanto como la que soporta el casco de un sumergible) es, probablemente, la competitividad. Y ser competitivos es generar resultados, ganar cuota de mercado y dar servicio y satisfacción a los clientes con un coste razonable. Si soy competitivo, como escribía Porter, estaré en el mercado. Si no lo soy, las exigencias del propio mercado me expulsarán de la vida empresarial.

Para estar viva, la empresa tiene que ser inevitablemente competitiva. Como el submarino, debe soportar, en función de su cota de inmersión, una presión de tantos kilos por cada centímetro cuadrado de superficie exterior.

La empresa, además de ser competitiva, tiene que hacer frente a otras presiones exteriores: las nuevas exigencias sociales y las nuevas tecnologías; la adaptación a un mundo globalizado, la necesidad de innovar y un inequívoco compromiso social y responsable. Mutatis mutandis, el submarino tiene que irse olvidando paulatinamente (¿podrá?) de sus funciones bélicas y centrarse en tareas de exploración e investigación submarina; fabricarse con materiales más ligeros y resistentes y hacerse más operativo y eficiente, buscando cierta comodidad para sus tripulantes, que buena falta les hace.

Si algo distingue técnicamente a los submarinos es la necesidad de que estén equilibrados y de que sus tanques (de compensación y de lastre) funcionen adecuadamente. La empresa también precisa de ese equilibrio, que no es más que saber encontrar y desarrollar estructuras productivas y eficientes. Ahí está, probablemente, el secreto del éxito. Aunque no es difícil tener éxito. Lo difícil, como escribió Camus, es merecerlo.

En su interior, la empresa debe definir sus objetivos y diseñar estrategias (nunca tan secretas como la cota de inmersión), cumplir sus presupuestos, formar a su gente y practicar el buen gobierno. Nada de eso puede conseguirse sin una comunicación transparente, veraz y comprometida.

En las películas, siempre me sorprende que la orden del comandante del submarino ('inmersión 30 pies', 'tres grados a babor', 'a toda máquina') se transmita al segundo desde el puesto de mando. Se dice en voz alta y todo el mundo puede oírla, pero el segundo oficial se encarga de repetirla a todos los concernidos: sala de máquinas, responsable de transmisiones, timonel; y éstos deben replicar, también en voz alta, la instrucción recibida. Si las cosas no han cambiado, todos los tripulantes de un submarino saben adónde van, cuál es el rumbo y la velocidad, incluso los peligros que les acechan y lo que cada quién tiene que hacer en cada momento.

¿Ocurre eso en la empresa? ¿Estamos adiestrados para hacer frente a las presiones interiores y exteriores? Me temo que no siempre. Además de formación, que no es sólo capacitar, nos falta aprender a comunicarnos, definir con claridad los objetivos y saber involucrar a la gente en ese proyecto común que llamamos empresa. En el futuro, el reto de los dirigentes será el compromiso y las empresas van a tener que jugar (lo quieran o no) un papel protagonista en el desarrollo económico y en la propia estabilidad social.

Pero nos empeñamos en buscar el éxito inmediato y, aunque lo merezcamos, su semejanza con el mérito nos engaña. Al fin y al cabo, el éxito no es más que el resultado (bueno o malo) de una empresa o de una acción, y es normalmente pasajero.

Sin huir del éxito, ni buscarlo a toda costa, deberíamos trabajar por la excelencia, el areté griego, la virtud al estilo del Renacimiento. Sobresalir con nuestro comportamiento ético y nuestro compromiso, conseguir lo óptimo. Cumplir con nuestro deber, hacer bien las cosas, alcanzar la excelencia debería ser, personal, familiar y profesionalmente, el principal proyecto y el compromiso de nuestras vidas. No es fácil, pero tampoco un mal propósito para el año que comienza.

No es una utopía. Julio Verne, creador literario del más hermoso submarino que nunca existiera, el Nautilus, lo dejó escrito: 'Todo lo que una persona puede imaginarse, otras podrán hacerlo realidad'.

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