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Columna
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Esperando la bronca en RTVE

Ya vienen, ya llegan, ya se oyen los claros clarines que anuncian la bronca de los trabajadores de RTVE que se sienten amenazados por una reestructuración de la plantilla, cuyos efectivos actuales por encima de los 7.000 empleados pueden mermarse en un 50%. La nueva dimensión en el ámbito de los recursos humanos figura como una de las exigencias del plan que deberá presentar la dirección del ente y su accionista público, la SEPI, antes de acceder a la subvención por importe de 500 millones de euros señalada para el próximo ejercicio en el actual proyecto de Presupuestos Generales del Estado.

Hubo declaraciones al respecto de la directora general, Carmen Caffarel, aparecidas en el diario El Mundo el pasado 11 de septiembre, donde manifestaba que con la dimensión actual TVE no era ágil, ni eficaz, ni competitiva. Unas declaraciones que cualquiera hubiera podido suscribir pero que, según dijo el representante del Grupo Popular Ramón Moreno Bustos en la última sesión de comisión de control del Congreso de los Diputados, sólo podían tener el objetivo de ensombrecer más las intenciones últimas del Gobierno socialista.

Porque claro, los del PP, como todas las restantes fuerzas políticas, se transforman de modo prodigioso y llegan a invertir sus opiniones por exigencias del guión que impone desempeñar ya sea el papel del poder o el de la oposición. De ahí que ahora muestren una nueva y admirable preocupación por la perennidad en su puesto de los empleados de RTVE, extendida incluso a la que reivindican los 400 trabajadores del ente contratados en su día por obra o servicio, conforme al artículo 15.1.a del Estatuto de los Trabajadores, sobre los que de todas maneras existe un acuerdo específico con la representación sindical en situación de prórroga.

O sea, que los peperos, muy en la línea que les llevó a multiplicar por cinco el endeudamiento de 1.500 millones de euros heredado cuando accedieron al Gobierno en 1996 hasta dejarlo a comienzos de 2004 en 7.000 millones de euros, se inclinan por un programa alternativo de aumento de plantilla, justo en los momentos en que se proyecta reducirla en aras de la viabilidad de la empresa.

El debate en la referida sesión de control parlamentario presentó pasajes de interés a propósito de la progresiva merma de la cuota de pantalla de TVE que ha ido cediendo a favor de las otras cadenas generalistas como si anduviera preparando sitio a los que han de venir, según sugerían una y otra vez los portavoces del PP.

Fue en uno de esos momentos cuando el diputado Popular Javier Gómez Darmendrail acusó a la dirección general del ente de construir una teoría justificativa de la decadencia del Telediario. Carmen Caffarel en sus respuestas insistía en que lo importante, con independencia de la audiencia obtenida, era que las distintas ediciones de los informativos de TVE tuvieran la calidad y el rigor exigibles a una cadena pública. Para ella está muy estudiado que la cuota de pantalla y los índices de audiencia no miran ni la calidad ni la credibilidad de los informativos de TVE. En su opinión sobran ejemplos de telediarios con altas cuotas de pantalla carentes de credibilidad y que fueron condenados por manipular la información.

En el fragor de la dialéctica parlamentaria Carmen Caffarel sostenía que la sociedad española demandaba unos telediarios sin manipulación, veraces y respetuosos con el pluralismo y añadía que los telespectadores en absoluto reclamaban cuota de pantalla, sino credibilidad, que es lo que ella y sus equipos habrían conseguido. Pero de las intervenciones de la señora Caffarel podría llegar a establecerse una extraña ecuación según la cual, el respetable, que detestaba la manipulación sectaria de los informativos aznaristas y exigía su eliminación, una vez logrado hubiera desertado a continuación de los actuales telediarios, hechura admirable a base de las mejores normas de veracidad, rigor y pluralismo.

Como si el logro de la calidad fuera inversamente proporcional a la audiencia, como si la aspiración a lo mejor sólo condujera a la deserción del público y como si debiéramos enorgullecernos de nuestro fracaso entendido siempre en términos de prueba irrefutable de la limpieza de nuestro intento.

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