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Tribuna
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Un paso más hacia el comunismo

Un programa de responsabilidad social corporativa (RSC) puede entrar en contradicción, en la práctica, con los principios elementales de estrategia empresarial para aumentar el valor de la empresa, según el autor. Aquí analiza si éstos se adoptan en beneficio de todos

Moda o no moda, la responsabilidad social corporativa (RSC) se está convirtiendo en un componente de la estrategia de las empresas, o, para decirlo de manera quizá más precisa, a recibir la consideración de elemento estratégico para aquellas empresas que operan en sectores donde los intereses de las empresas individuales no son coherentes con los de la sociedad en su conjunto.

En algunos sectores se cumple lo que predicaba Adam Smith, la búsqueda del beneficio individual termina por producir la felicidad de todos, o como dijera otro, lo que es bueno para General Motors es bueno para América. En muchos otros sectores estas afirmaciones no responden a la realidad. Por el contrario, en ellos se observa la existencia de externalidades negativas y efectos sobre la distribución de la renta socialmente inaceptables.

En el primer caso, la empresa incurre en un coste real y social por el que no paga, no lo interioriza, sino que lo revierte a la sociedad que tiene que hacerse cargo de él sin que medie su consentimiento previo. El caso típico es la contaminación medioambiental. La empresa no carga con el coste de reciclar la emisión contaminante o de evitarla mediante el uso de un proceso alternativo.

En el segundo caso, a través de la cadena de aprovisionamiento la empresa consigue reducir notablemente sus costes pagando directamente o a través de subcontratistas salarios desproporcionadamente bajos en relación con el precio final del producto, la capacidad adquisitiva de sus consumidores y sus tasas de beneficio.

Ambos comportamientos empresariales se consideran reprobables, tanto por los directamente perjudicados como por la sociedad en su conjunto. De hecho, sólo los accionistas de estas compañías disponen de un argumento para no condenar tales prácticas -el fin último de la empresa es maximizar la rentabilidad de sus dueños-.

Esta reprobación ha llevado a predicar que las empresas además de sus obligaciones para con sus accionistas tienen la responsabilidad social de tratar a los grupos de interés afectados por su actividad de manera equitativa, responsable o ética. Esto es, hacer suyos los valores sociales imperantes en su país de origen y aplicarlos en todos aquellos territorios en donde opere -aunque en ellos no estén vigentes, ni exista ley que le obligue-.

Siguiendo esta idea, la Unión Europea define la responsabilidad social corporativa como una estrategia mediante la cual la compañía decide voluntariamente contribuir a hacer una sociedad mejor y a alcanzar un medio ambiente más limpio. En similares términos se han pronunciados las Naciones Unidas, la OCDE y una larga relación de organizaciones internacionales y no gubernamentales. Todo ello en gran medida basado en la no obligatoriedad y en el altruismo.

El problema con este tipo de recomendaciones es similar al que de siempre han tenido los Diez Mandamientos, si todo el mundo los cumpliera, no existirían ni la historia, ni la literatura. La práctica de un programa de responsabilidad social corporativa puede entrar en contradicción con los principios elementales de estrategia empresarial orientados a aumentar el valor de la empresa. Para que una empresa esté en condiciones de obtener rentabilidades excepcionales para sus accionistas se ve obligada a procurarse posiciones de dominio respecto a sus clientes, proveedores y competidores, para a continuación negociar y obtener mejores precios para sus productos y menores costos de aprovisionamiento.

A primera vista la responsabilidad social y la retribución del accionista se contradicen. Es cierto que la mala reputación puede perjudicar las ventas de una empresa. ¿Pero cuanta mala reputación hace falta para que disminuyan las ventas del monopolista de un producto no sustituible?

La reputación empresarial puede ser sin embargo un valioso activo. Piénsese en un productor de un bien identificable por marca, dirigido al consumidor final, sustituible fácilmente en un mercado competitivo. O piénsese en una empresa que debe negociar con el regulador del sector donde actúa o que aspira a obtener concesiones gubernamentales de cualquier tipo, desde la explotación de recursos naturales a beneficios fiscales.

Cuando los recursos medioambientales que la empresa emplea gratuitamente están protegidos por derechos de propiedad la empresa deberá pagar por ellos o abstenerse de usarlos. Es lo que sucede con mayor frecuencia en los países desarrollados. En este caso no cabe hablar de responsabilidad social sino de cumplir con la ley. Sin embargo, cuando los derechos medioambientales no son fácilmente exigibles, bien por el insuficiente desarrollo legislativo, bien por la territorialidad de las leyes, existe campo para la responsabilidad social corporativa. Bajo este supuesto, la responsabilidad social corporativa actúa como un contrato implícito y no siempre exigible ante los tribunales entre la empresa y los grupos de interés para hacer realidad un cierto compromiso de equidad.

En este orden de cosas es relevante señalar que el mercado de valores presta un importante servicio a la adopción de estrategias de responsabilidad corporativa. Cuanto más probabilidades existan de que el uso de recursos por la empresa puede provocar una reivindicación social y en última instancia ser objeto de un contrato implícito -o de una sentencia adversa- más probablemente el coste de esos recursos será descontado por el mercado de capitales en el momento de valorar la empresa.

Esto es, el valor de las empresas recibirá primas o descuentos en función de sus estrategias de responsabilidad social, y en la medida que esas estrategias minimicen el coste de los contratos implícitos y los riesgos de sentencias adversas. Se invita al lector a revisar los informes de analistas independientes relativos a empresas con problemas de esta naturaleza.

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