Los hidrocarburos y el inmovilismo fiscal
La subida ininterrumpida de los precios del petróleo, agravada por las desgracias ocasionadas por el huracán Katrina en las plataformas del Golfo de México, suscita, una vez más, la controversia acerca del modelo de fiscalidad imperante en España sobre los productos petrolíferos. Y eso sin abandonar la preocupación por nuestra excesiva dependencia del petróleo debido, en gran medida, a la dejadez de los poderes públicos en potenciar otras alternativas energéticas, como han hecho algunos de nuestros socios europeos.
Parece que esto último tiende a cambiarse con determinadas decisiones sobre la energía solar y el uso de la biomasa, adoptadas por el Gobierno, pero no se observa movimiento alguno en materia de fiscalidad, cuyo peso en el precio final de los productos petrolíferos es de alrededor del 60%, con efectos claramente distorsionadores en el desenvolvimiento normal de la economía.
En España, al igual que en el resto de la Unión Europea, y a diferencia de Estados Unidos, se ha mantenido la tradición de usar el impuesto sobre los hidrocarburos como la estrella de los impuestos especiales, tanto por su facilidad recaudatoria como por su elevado rendimiento. Este modelo ha permanecido inalterado, prácticamente desde su nacimiento, gracias a unos precios bajos de la materia prima, el petróleo, y a la movilidad de los tipos de cambio de las monedas nacionales frente al dólar, que es la referencia de precio del barril de petróleo.
Después de la entrada en vigor del euro y su depreciación inicial frente al dólar hubo momentos de tensión con motivo de una escalada de los precios del petróleo, lo que obligó a algunos Gobiernos europeos a adoptar medidas coyunturales sobre sectores de la economía, fundamentalmente agricultores y transportistas, para aliviar la carga de los precios; pero en ningún momento se planteó la reestructuración de tales impuestos.
Se pudo sortear la coyuntura, si bien con la amenaza latente de nuevas subidas de precios y las limitaciones de actuación sobre los tipos de cambio impuestas por la nueva moneda única, el euro.
La apreciación subsiguiente del euro en relación con el dólar ha permitido mantener el statu quo en unas coordenadas asumibles. La pereza doctrinal y la burocracia han hecho el resto, para enseñar el cuadro de la ciudad alegre y confiada en que las perturbaciones de precios de la materia prima, el petróleo, no llegarían a hacer insostenible la situación.
Pero cada vez parece más claro que ello no es así, o al menos no lo será en el próximo futuro, y nuestros gobernantes habrán de decidir si el modelo de fiscalidad aplicado a la energía puede continuar sin más.
En España los ingresos del Estado procedentes de los hidrocarburos representan algo menos del 10% del total de ingresos estatales, por lo que no parece demasiado complicado practicar una reducción de esa partida, que podría compensarse actuando en el gasto público y en otros capítulos de ingresos.
Sucede, sin embargo, que haciendo oídos sordos al problema planteado, el Gobierno anuncia, o mejor dicho, estimula a las comunidades autónomas a subir los impuestos de los hidrocarburos para paliar los desequilibrios del coste de la sanidad, sin ni siquiera exigir la ordenación del gasto público tanto del Estado como de las regiones autónomas.
Es una especie de huida hacia delante, que consiste en echar gasolina a la inflación y practicar una política de dejar hacer en la orgía de gasto en que vienen incurriendo los poderes públicos en España. Si la experiencia termina bien, habremos descubierto la piedra filosofal.