Predicar con el ejemplo
El mundo financiero tiene una capacidad para generar sorpresas ciertamente envidiable. No sólo por la frecuencia de los cambios de ánimo y por lo repentino de éstos. También por la magnitud de las aparentes incoherencias que encierran.
Una de ellas era el propio estatus de las Bolsas. Los mercados financieros, según la teoría más favorable a su desarrollo, no sólo sirven de punto de encuentro genérico entre ahorro y capital, sino que contribuyen al desarrollo del crecimiento de las empresas, de la iniciativa privada y, así, ayudan al desarrollo económico. Además, el libre mercado fomenta la transparencia y el buen gobierno de las empresas. Siempre, claro está, según las teorías que defienden en mayor medida la apertura y desregulación del movimiento de capitales. Incluso no faltan tesis, las más agresivas, que señalan que el mercado hace innecesaria la regulación financiera y empresarial.
Por todo ello no deja de ser paradójico que las Bolsas no funcionen como, se supone, invitan a que funcione el resto de la economía. Hasta hace poco no han sido empresas privadas, sino una suerte de club en el que para ser cliente había que ser propietario de acciones de la sociedad. De igual forma, si bien es cierto que el servicio de compraventa de acciones es un monopolio natural, la competencia en Europa es nula. Además, las propias Bolsas no han cotizado en Bolsa hasta hace bien poco. La española se ha quedado un paso atrás respecto a otros mercados europeos y a sus propios planes, pero ayer ya anunció los primeros pasos de su OPV. Bienvenida sea.
Los últimos acontecimientos en Nueva York y Francfort aparentan ser el final del estatus de las Bolsas como empresas de distinto cuño al resto. En Nueva York se larva una guerra de ofertas por el control del mercado, con dinero y no compadreos políticos como moneda de cambio. Y en Francfort los accionistas amenazan con echar al presidente al no estar conformes con su gestión. Las Bolsas ya se parecen más a las empresas que cotizan en ellas.