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Columna
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La política energética

La política energética española, y la de los países industrializados en general, requiere un rápido cambio de enfoque hacia el largo plazo, según el autor, si, como todo indica, el petróleo entra en una época de precios relativamente altos al tiempo que aumentan las exigencias medioambientales

Entre 1985 y 1986, se quebró, después de más de una década de grave recesión económica, la fuerte tendencia al alza de los precios energéticos que había desencadenado la OPEP en 1973. De hecho, el precio del barril de petróleo cayó en el verano del segundo de dichos años hasta niveles de ocho dólares, es decir, por debajo, en términos reales del que tenía a comienzo de la crisis.

El alivio con el que se acogió el final de la crisis energética e industrial y la recuperación económica que le sucedió en la segunda mitad de los ochenta impidió quizá sacar conclusiones sobre las razones de la misma con la profundidad y detalle que exigía. De este modo, tan solo se puso énfasis en el aspecto cíclico de los mercados energéticos y en el efecto sobre la ampliación de la oferta que había tenido el mantenimiento durante un periodo prolongado de tiempo de unos precios tan elevados de la energía. Desde luego, tal consideración era correcta y pertinente, como lo es su complementaria del efecto reductor de la oferta en un periodo prolongado de precios energéticos bajos como el que se inició entonces y, con ligeros repuntes al alza como el debido a la Guerra del Golfo (1990-1991), se mantuvo prácticamente hasta el final del siglo.

Sería prudente aceptar precios energéticos que pudieran suavizar las consecuencias de las fluctuaciones cíclicas de los mercados

Sin embargo, se reflexionó menos sobre el efecto que la carestía energética había tenido sobre la racionalización de la oferta y la demanda de este producto escaso con las tecnologías entonces -y hoy- existentes.

No se llamó la atención suficientemente sobre los aspectos positivos de la innovación en diversificación energética; la mejora en las garantías de suministro; el desarrollo de fuentes de energía alternativas a las tradicionales con apoyos públicos por el lado de la oferta, ni tampoco, por el de la demanda; los esfuerzos inversores en investigación y desarrollo para hacer los procesos productivos menos intensivos en el uso de energía; los programas de ahorro en el uso racional de los inputs energéticos; las ingentes mejoras de productividad y eficiencia que todos estos proceso trajeron en los sectores del transporte, de los bienes de consumo duradero, en la ingeniería de proceso y en tantos otros. Muchos de los bienes y servicios que hoy disfrutamos no tendrían la calidad y excelencia que poseen si no hubiera existido la fuerte restricción y el desafío que representaban unos precios energéticos elevados.

Los Gobiernos de los países importadores de petróleo decidieron durante estos largos años de bajos precios energéticos dedicar sus esfuerzos a mejorar el funcionamiento de los mercados energéticos, asegurar que tales mejoras se reflejaran tanto como fuera posible en el precio cargado a los consumidores y afinar la regulación de mercados como el eléctrico o el gasístico que por entonces se crearon eliminando situaciones de monopolio previas.

En este contexto, la preocupación por la planificación energética a largo plazo, los problemas de vulnerabilidad de las economías al suministro energético, el ahorro en el uso de este factor de producción o la diversificación de las fuentes energéticas quedaron claramente en un segundo plano. Hoy mismo, el Gobierno socialista ha encarado los problemas del sector eléctrico encargando un Libro Blanco cuyo temario sigue centrado en preocupaciones microeconómicas y regulatorias como el funcionamiento del mercado (formación del precio, interferencia de mecanismos administrativos en el mismo, organización de mercados de corto y largo plazo) transparencia en la formación de las tarifas de acceso o estabilidad regulatoria, temas todos ellos muy importantes, pero que parecen dejar de lado la reflexión sobre las tendencias de los mercados energéticos, la conveniencia de la planificación, la reflexión sobre las tecnologías disponibles en materia de diversificación energética, la política de precios coherente con los objetivos a largo plazo -que puede entrar en conflicto con minimizar el precio en el corto plazo- o la conveniencia de reducir la dependencia energética de nuestra economía.

Aun cuando ningún país puede sustraerse a la situación de los mercados a la hora de elaborar su política en un campo tan delicado como el energético, ni puede olvidar los efectos que este puede temer sobre la competitividad global de su economía, parece que resultaría prudente aceptar precios energéticos que pudieran suavizar las consecuencias de las fluctuaciones cíclicas de los mercados y estuvieran de acuerdo con una política a largo plazo.

Si, como todo parece indicar, estamos entrando en una época de precios del petróleo relativamente elevados al tiempo que aumenta nuestra exigencia en materia medioambiental (el Protocolo de Kioto debe considerarse tan sólo el primer paso en un proceso histórico cada vez más poderoso de aumento de la relevancia de los criterios medioambientales en este y en otros campos) creo que es de rigor indicar aquí que nuestra política energética y la de los países industrializados, en general, requiere un rápido cambio de enfoque hacia las consideraciones de largo plazo y un menor énfasis en los afinamientos de nuestros mercados energéticos en el corto plazo. O eso me parece a mi.

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